He aquí las incógnitas y los posibles escenarios políticos de cara a las elecciones generales británicas del 7 de mayo.

La clase política británica tal vez es inmune a las experiencias de otros países y considera que el buen gobierno es el gobierno de la mayoría y que la coalición entre los partidos conservador y liberal que ha dirigido el país durante cinco años es algo excepcional; pero da la impresión de que los electores británicos no piensan lo mismo. Si las encuestas no se equivocan, y hace meses que dan los mismos resultados, lo más probable es que las elecciones generales del próximo 7 de mayo produzcan un gobierno en minoría o un acuerdo como el que ha existido entre David Cameron y Nick Clegg desde 2010.

Pósteres electorales del Partido Laborista, Conservador y el Partido Verde en el norte de Inglaterra, abril de 2015. Oli Scarff/AFP/Getty Images
Pósteres electorales del Partido Laborista, Conservador y el Partido Verde en el norte de Inglaterra, abril de 2015. Oli Scarff/AFP/Getty Images

Este tipo de acuerdo es habitual en el resto de Europa -especialmente en el motor económico del continente, Alemania- y en países de la Commonwealth como Canadá y Nueva Zelanda. En ninguno de esos lugares provoca un caos como el que a muchos expertos mediáticos de Londres les gusta predecir. Tratar de adivinar cómo será el gobierno del Reino Unido tras los comicios es una labor interesante, porque el número de combinaciones ha crecido a medida que ha cambiado la situación de los partidos políticos británicos. El mayor cambio es, sin duda, el enorme aumento de popularidad del Partido Nacional Escocés, a pesar de haber perdido el referéndum sobre la independencia hace unos meses. Si el SNP arrasa en Escocia, será un problema para el Partido Laborista, que se quedará sin parte de su base, para los conservadores, que de todas formas tienen escasa relevancia al norte de la frontera, y para los liberales, cuyas raíces escocesas tradicionalmente sí importan mucho.

El desafío a la situación constitucional actual, el Acta de Unión, que se remonta a 1707, sería inmenso. ¿Por qué? El apoyo al SNP está concentrado en Escocia, igual que ocurre con otros partidos similares y más pequeños en Gales e Irlanda del Norte, pero en el caso escocés tiene mayor dimensión. Al fin y al cabo, Escocia constituye el 30% del territorio del Reino Unido y el 10% de su población, y no hay que olvidar el ingenio y la cultura de una gente de la que el escritor George Bernard Shaw dijo: “Que Dios ayude a  Inglaterra si no tiene a los escoceses para que piensen por ella”. Si el SNP obtuviera 56 de los 59 escaños de Escocia, como indican algunos sondeos, eso querría decir que el 4% de los votos totales del Reino Unido producirían el 9% de los escaños en Westminster. El SNP tendría el poder necesario para colocar al Partido Laborista en el gobierno.

El jefe laborista, Edward Miliband, ha rechazado la oferta de un acuerdo postelectoral que le ha hecho en repetidas ocasiones la líder del SNP, Nicola Sturgeon. Su motivo es fácil de adivinar. El SNP parece cada vez más indiferente a la suerte del Reino Unido, un Estado que desea abandonar. Da la impresión de que pretende sacar todo el provecho posible para Escocia sin tener en cuenta el perjuicio que eso pueda causar para Gran Bretaña. Incluso podría decirse que, para el SNP, cuanto más débil sea el Reino Unido, menos atractivo resultará permanecer en él.

Quizá los votantes no tengan muy presente el futuro de la Unión cuando acudan a los colegios electorales en mayo. Por lo que se ve, han escogido el punto muerto: Ed Miliband ha dado una imagen más humana de la que mostraban unos medios que suelen serle hostiles y David Cameron parece un pijo aburrido e irritado por tener que soportar toda una campaña para conservar un trabajo para el que está naturalmente preparado gracias a su educación en Eton. Tal vez suceda algo que dé un vuelco a la situación, como ocurrió en las primarias presidenciales de Estados Unidos en 2008, cuando Hillary Clinton, que parecía la candidata inevitable del Partido Demócrata, se vio bruscamente apartada por un senador mucho menos conocido, Barack Obama. Los interesados esperan con impaciencia que pase algo, pero pueden llevarse un chasco.

Las diferencias entre los dos grandes partidos en materia de gestión económica son mucho menores de lo que se podría pensar por la retórica de campaña. Los tories presumen de ser unos sólidos gestores, pero la lista de deducciones fiscales prometidas crece día a día, lo cual hace bastante difícil que David Cameron pueda cumplir su compromiso de equilibrar las cuentas de aquí a 2018. Edward Miliband siempre se ha manifestado en contra del mundo empresarial, pero los votantes saben que, si llegara a Downing Steet, el realismo se impondría.

Las dos formaciones políticas parecen querer retirarse del mundo. Tienen la sensación de que, después de Afganistán, Irak y Libia, los votantes desconfían profundamente de las aventuras en el extranjero. Los votantes no han olvidado que la construcción del Estado en Afganistán ha sido un fracaso muy caro, que Tony Blair les mintió (y mintió a la Cámara de los Comunes) sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, que la desintegración del Estado libio ha impulsado el terrorismo en todo el norte de África, un enorme aumento del número de inmigrantes ilegales que cruzan el Mediterráneo y el caos en la propia Libia. En los tres casos, ninguno de los sucesivos primeros ministros, laboristas y conservadores, han hablado con sinceridad ni reconocido su fracaso. Los dos partidos quieren reducir aún más el gasto de defensa, una decisión que molestará a Washington y David Cameron no ha querido aprobar ningún tipo de intervención en Siria.

Respecto a Europa, las perspectivas no son optimistas. El primer ministro británico promete un referéndum que podría hacer que el país abandone la UE. Pero ni él ni los euroescépticos conservadores a los que quiere agradar tienen en cuenta los datos: el comercio del Reino Unido con países ajenos a la UE vale bastante menos que el comercio con los socios de la Unión. Con sus críticas constantes a las instituciones europeas, Gran Bretaña ha perdido influencia a la hora de elaborar las políticas en Bruselas, donde, durante mucho tiempo, la actitud terca y pragmática de los diplomáticos británicos había permitido hacer aportaciones útiles. Aunque la decisión de permanecer fuera del euro parece haber sido prudente, el Reino Unido necesita estar en el centro de Europa para defender sus propios intereses y contribuir al futuro de un continente al que está vinculado por 2000 años de historia. La actitud provinciana de muchos parlamentarios conservadores no ayudará a que Gran Bretaña prospere en el futuro.

Aparte del comercio, la larga historia imperial y colonial de las islas ha proporcionado al Reino Unido unos recursos estratégicos de los que debería estar orgulloso. Gran Bretaña lleva casi tres siglos desempeñando un papel importante en cinco continentes. Su contribución a la ONU, la Commonwealth, la OTAN y la UE ha sido inmensa. Sus principales universidades y think tanks son escenario de algunos de los más vivos debates que se producen en Europa sobre una gran variedad de temas. El papel de la City de Londres, criticado por muchos, es excepcional. La capital británica es seguramente la ciudad más cosmopolita del mundo, un lugar al que quieren ir a vivir y trabajar muchos jóvenes europeos. Sin embargo, el comportamiento de David Cameron y la aparente indiferencia de Edward Miliband hacia el mundo en general, que considera irrelevante para sus políticas, nos remiten a un reino que se retira a las aguas brumosas del Atlántico Norte que fueron su hogar exclusivo hasta el siglo XVI.

Probablemente, la conclusión más preocupante que puede extraerse de la campaña hasta ahora es que ninguno de los grandes partidos ha pensado de verdad en las consecuencias de fragmentar el Reino Unido. Si el SNP sustituye al Partido Liberal el 7 de mayo como tercer partido en Westminster, podrá ocurrir cualquier cosa. En la campaña para el referéndum del pasado septiembre, el entonces líder de los nacionalistas, Alex Salmon, dijo que una Escocia independiente mejoraría su Estado de bienestar, un argumento que sedujo a muchos votantes laboristas. No era cierto entonces y lo es todavía menos ahora, porque la caída de los precios del petróleo ha sacado a la luz los riesgos. El déficit fiscal de Escocia en el ejercicio actual será de un 8,6% del PIB, más del doble del 4% del Reino Unido. La plena autonomía fiscal significaría drásticos recortes del gasto para ponerse a la altura del resto de Gran Bretaña. Un Estado independiente con unos ingresos del crudo inestables tendría que pagar tipos de interés más altos que el Reino Unido, y le sería difícil subir los impuestos por encima de los de Gran Bretaña sin desencadenar una fuga de capitales.

Por desgracia, si el Primer Ministro no hubiera cedido ante los euroescépticos de su partido, si se hubiera atrevido a hacerles frente, le habría resultado mucho más fácil indicar a Alex Salmon que su afirmación de que Escocia podía sostener un gasto per cápita más elevado que el del Reino Unido era un brindis al sol. El precio del apoyo del SNP a los laboristas podría ser excesivo si la aritmética da ese resultado tras las elecciones. Esa política podría funcionar durante un tiempo, pero los no escoceses no tolerarían que se prolongase. Lo mejor sería que, tras los comicios, el SNP no salga convertido en el partido decisivo. ¿Quién ocupará ese puesto? Esa es la gran incógnita en las elecciones británicas menos claras desde hace un siglo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.