La organización PCC monopoliza el crimen organizado de la ciudad brasileña y extiende sus tentáculos por el resto del país y América Latina.

 

 

brasil
Vanderleir Almeida/AFP/Getty Images

 

São Paulo se ha enfrentado a la peor ola de violencia de los últimos años. En las páginas de los principales diarios de la región, Folha de São Paulo y el Estado de São Paulo, las noticias reflejaban la escalada de muertes, la quema de autobuses y los ataques a las delegaciones policiales. Un informe de la Secretaría Pública de Seguridad señalaba que en el primer semestre de 2012 se registraron 622 homicidios dolosos, lo que suponía un aumento del 22% de casos respecto al primer semestre de 2011.

Paralelamente, las organizaciones de derechos humanos denunciaban un incremento de la violencia policial, y especialmente de su segmento más represivo: la ROTA, un comando de élite de la Policía Militar (PM). No son buenas noticias para Brasil ahora que, a dos años del Mundial y cuatro de los Juegos Olímpicos que acogerá Rio de Janeiro, todas las miradas están puestas en la capacidad de las autoridades brasileñas para garantizar la seguridad en los megaeventos deportivos.

Tras los primeros ataques, algunos medios de comunicación comenzaron a citar las siglas del PCC, el Primeiro Comando da Capital, la mayor organización criminal del estado más rico y poblado de Brasil. Las autoridades negaron que pudiera establecerse este vínculo, pero los expertos en la organización no tienen dudas. Entre ellos está Fátima Souza, la primera periodista que habló de la organización en 1997, y que en el ensayo PCC. La facción detalla cómo se convirtió en interlocutora privilegiada del comando. La reportera afirma que, a finales de mayo, agentes de la ROTA mataron a seis miembros del PCC, en represalia contra uno de ellos, jefe de la facción en la zona este de la ciudad, que a su vez había asesinado a un agente a fines de 2011. La facción decretó la venganza de la venganza: un mes de ataques y asesinatos a policías, del 15 de junio al 15 de julio.

Aunque las autoridades han contado con la complicidad de los medios de comunicación locales para imponer la ley del silencio sobre la facción, esta vez el Partido del Crimen volvía a estar de actualidad. El PCC, que nació en las cárceles en los años 90 y desde ellas se comanda hasta hoy, monopoliza el crimen organizado en la ciudad de São Paulo y el estado homónimo. El Partido controla las bocas de fumo –los puntos de venta de droga- de las favelas e incluso terceriza algunas, como si fuesen franquicias. Del narcotráfico obtiene la mayor parte de sus ingresos –que uno de los libros de cuentas captados a la organización cifraba en 1,2 millones de euros en abril de 2005-. Los redondea con las mensualidades que pagan sus miembros, los asaltos y secuestros –se atribuye al PCC el 70% de los secuestros en São Paulo- e incluso de su función como banco prestamista a los ladrones.

Ahora, al modo de la mafia italiana, se están pasando a los negocios legales, como gasolineras, farmacias y clubes de alterne, para blanquear el dinero. Al mismo tiempo, la organización ha extendido sus tentáculos por las cárceles de todo el país y estableció alianzas con facciones como la carioca Comando Vermelho. También dio el salto a otros países de la región: se cree que su base de operaciones está en Paraguay y posee nexos con las redes criminales argentinas, los cárteles mexicanos y la guerrilla colombiana de las FARC. El intercambio de drogas por armas es muy fructífero y lucrativo”, sostiene Souza.

La periodista aventura que pertenecen al PCC en torno al 80% de los 200.000 presos que se hacinan en las prisiones paulistas, el 80% de los internados en centros de menores -lo que les asegura la próxima generación de soldados- y unas 50.000 personas en las calles. En los últimos años, la organización ha consolidado una estructura mafiosa, que se sustenta sobre la corrupción generalizada de policías y funcionarios de prisiones. Souza asegura que, según le reveló un miembro del PCC, hacia el 10% de los policías en São Paulo responden a las órdenes de la facción.

Además, el Partido introduce a sus miembros en concursos para cargos públicos, paga la formación de abogados – e intenta captar diputados afines. Así ata los cabos y se permite espectaculares muestras de osadía, como fugas de presos a través de túneles colosales, envío de armas y teléfonos móviles a las prisiones o asaltos a bancos por 100 millones de reales. “Mientras haya corrupción en la policía y los funcionarios penitenciarios, no hay nada que hacer”, concluye la reportera.

Violencia policial

La ola de violencia de junio y julio sacudía a la población paulista. Los ataques traían reminiscencias de aquellos días aciagos de mayo de 2006, cuando el PCC demostró que, si quería, podía paralizar la mayor megalópolis de Suramérica. Durante tres días, la ciudad se paralizó, los trabajadores se quedaron en sus casas e incluso la Bolsa de São Paulo suspendió parte de sus operaciones. El saldo: 272 muertos, entre ellos 91 policías, según la Folha de São Paulo; aunque esos cálculos dejaban de lado los cerca de 500 muertos que dejó en las periferias de la ciudad la cruenta y arbitraria represión policial. Desde entonces, las Madres de Mayo denuncian que todos los casos siguen archivados, pese a que sus acusaciones fueron confirmadas el año pasado por un estudio de la ONG Justiça Global y la Universidad de Harvard.

“No sorprendería si un escándalo similar fuese revelado ahora”, sostiene el abogado Rodolfo de Almeida Valente, asesor jurídico del a Pastoral Carcelaria brasileña, en una entrevista a la revista Carta Maior. Activistas sociales y vecinos de la vasta periferia paulistana, sobre todo de las zonas sur y este, han denunciado ejecuciones arbitrarias a manos de la Policía Militar. Sus acusaciones parecen tener fundamento, a la vista de que en 2010, el enviado de la ONU, Philip Alson, afirmó tener evidencias de que algunas de las muertes registradas como actos de resistencia eran ejecuciones ilegales. Tras revisar 11.000 casos en Rio de Janeiro y São Paulo, Naciones Unidas recomendó a Brasil la desmilitarización de la policía.

Lo advertía recientemente la científica social Silvia Ramos, cuando recordaba que “el escenario más grave para la seguridad pública no es solo cuando el crimen se exacerba, sino cuando la propia policía actúa de forma descontrolada e ilegal”. Y hay, para ella, “fuertes indicadores de que existen grupos autónomos en la policía que responden por cuenta propia a las dinámicas que encuentran en las calles”. </p<

<p

Según datos de la Policía Militar, entre enero y mayo de este año se produjeron 45 muertes en actos de resistencia, un 104% más que en el mismo período de 2010. El jefe de la ROTA, el teniente coronel Salvador Modesto Madia, afirmó al diario Folha de São Paulo que no le importa el número de muertes, sino “su legalidad”. El coronel, en el cargo desde fines de 2011, es apuntado por las asociaciones civiles como responsable de 78 ejecuciones en la tristemente célebre masacre de Carandirú, cuando, en 1992, la brutal represión de la PM acabó con la vida de al menos 111 presos que estaban amotinados. Madia estaba al frente de la misión. Ningún agente pagó por aquellos crímenes.

 

Sociedad dual

“Con la excusa de combatir el crimen organizado, el Gobierno del Estado ha dado carta blanca para matar en las periferias”, aseguraba un militante de izquierdas en una reciente concentración en protesta por la violencia policial. Es una opinión generalizada entre las organizaciones de derechos humanos, para las que el Estado está ejecutando “un lento genocidio contra la población negra y pobre”, en palabras de Givanildo Manoel da Silva, de Tribunal Popular.

De lo que no cabe duda es de que la brecha social insoslayable que, en São Paulo como en el resto del país, cruza la sociedad brasileña está en el origen del problema. Desde la llegada del Partido de los Trabajadores al poder en 2003 de la mano de Lula da Silva, alrededor de 30 de los 191 millones de brasileños han salido de la pobreza, y la presidenta Dilma Rousseff prometió sacar de la pobreza extrema a 16 millones de brasileños con su flamante Plan de Erradicación de la Miseria, lanzado en 2011 bajo el lema “País rico es país sin pobres”.

Sin embargo, estos avances no han conseguido que Brasil abandone los primeros puestos del ranking mundial de los países más desiguales. El índice Gini ha mejorado, pero en el Brasil emergente el 10% de la población sigue acumulando el 75% de la riqueza, y las autoridades, con la impagable complicidad de los medios de comunicación, han mantenido un discurso, forjado desde hace décadas, que criminaliza todo lo que viene de la favela, entendida como un “espacio a erradicar” y no a urbanizar.

 

Pacificación por el crimen

Mientras tanto, los paulistanos comprenden la fragilidad de la paz que disfrutan. São Paulo es la ciudad brasileña donde más han disminuido los índices de violencia en los últimos quince años, pero, por mucho que el gobernador Alckmin haya querido colgarse esa medalla, en periferias y favelas saben muy bien que “fue el PCC quien puso orden en las favelas”, como declara Helena, activista social que reside en la periferia sur de la ciudad.

Esa misma periferia sur vivía en los años 90 bajo el estigma y el miedo. Los barrios de Jardim São Luis, Jardim Ângela y Capão Redondo formaban el llamado triángulo de la muerte, con índices de muertes violentas superiores a los de algunos países en guerra. “La vida no valía nada: te podían matar por pasar por ahí, por una mirada, por una discusión de bar”, narra Fernando, vecino de Capão Redondo.

Llegó el PCC, y puso orden. Prohibió matar sin su consentimiento y fomentó una especie de “guerra contra la policía y unión entre los ladrones”, en palabras de la antropóloga Karina Biondi, y tuvo éxito allí donde el Estado había fracasado. Sabedora de que su poder se basa a partes iguales en la fuerza y la legitimidad, la facción obtiene esta última ayudando a la población pobre en las cárceles, donde ha conseguido mejoras para los presos y sus familias, y en las periferias, donde financia fiestas y reparte alimentos entre las familias más necesitadas.

La comunidad se divide entre el temor y la simpatía a la facción, en medio de ese fuego cruzado entre la violencia de la policía y del crimen organizado. Pero, como matiza Helena, “la violencia policial contra el favelado es arbitraria, mientras que el Partido, como la mafia, mata o maltrata solo a quien le interesa”.

El discurso de Marcola ha sabido canalizar toda esa rabia y sed de justicia, cuando no de venganza. Si es evidente que “el principal objetivo del Partido es el lucro, no la revolución social”, como sostiene Helena, es cierto también que la estructura criminal se sostiene sobre la pirámide de obscena desigualdad que rige en São Paulo y en todo Brasil: el PCC recluta a sus miembros entre los jóvenes de los barrios pobres, donde el desempleo a menudo sobrepasa el 30%. “La favela vive en estado de abandono, y esa humillación genera rabia”, afirma Fátima Souza. Como muchos intelectuales, la periodista teme que la exclusión social acabe por tornarse violencia política: “Yo digo que, si las cosas no cambian, en 20 años Brasil va a ser Colombia”.