Refugiados rohinyá esperan la distribución de alimentos en Bangladesh. Dan Kitwood/Getty Images

La violencia que desde agosto ha empujado a 270.000 civiles rohinyá a cruzar la frontera con Bangladesh no solo está provocando una catástrofe humanitaria. También está aumentando los riesgos de que el proceso de transición desde la dictadura militar iniciado hace cinco años tropiece, de que las comunidades rohinyá se radicalicen y de que la estabilidad regional se debilite.

La inestable dinámica del estado de Rakáin plantea un importante riesgo para la transición de Birmania. Si se intenta abordar con una respuesta basada fundamentalmente en que las fuerzas de seguridad empleen mano dura de forma indiscriminada, en vez apostar por una resolución en el marco de una estrategia política, el peligro está claramente destinado a empeorar. Los sucesos de las últimas semanas no solo están provocando un enorme sufrimiento entre la población civil, sino que están empujando a Birmania al borde de un desmoronamiento vertiginoso de gran parte de lo que se ha logrado desde el fin del gobierno militar.

Los ataques perpetrados el 25 de agosto contra las fuerzas de seguridad de Birmania por el grupo militante Ejército de Salvación Rohinyá de Arakan (ESRA), también conocido como Harakah al Yaqin, que el Gobierno clasifica como grupo terrorista, sin duda pretendían servir de provocación. Ni estos ataques ni los presuntos asesinatos de civiles no pertenecientes a esta etnia, al menos algunos de los cuales son indudablemente obra de este grupo, pueden ser excusables, sin importar que programa político afirmen representar. Todo gobierno tiene la responsabilidad de defenderse y defender a la gente que vive en el país. Al mismo tiempo, las respuestas de las fuerzas de seguridad de cualquier Estado tienen que ser proporcionadas y no ir dirigidas contra objetivos civiles.

Es extremadamente difícil verificar las numerosas informaciones sobre atrocidades entre la confusión y el caos, y el muy limitado acceso que tienen los medios de comunicación y las agencias humanitarias. Pero aunque no se puedan probar acusaciones específicas, la magnitud de la crisis está clara. Los 270.000 rohinyá que durante las últimas dos semanas han huido por la frontera entre Birmania y Bangladesh resultan reveladores, tanto por la cifra como por los relatos que han aportado. Es muy improbable que la gran mayoría de estas personas, fundamentalmente mujeres y niños, sean militantes. Si los sumamos a los 87.500 que huyeron durante otro episodio previo de recrudecimiento de la violencia en octubre de 2016, casi la mitad del millón de rohinyá que se calcula que había en Birmania se han visto ya obligados a abandonar sus hogares.

Puede ser cierto que resulta difícil para el Gobierno distinguir entre miembros del ESRA y otros rohinyá. Los sucesos del año pasado y los producidos en las últimas semanas, especialmente la agresiva respuesta militar tras los atentados de octubre de 2016 y agosto de 2017, parecen haber generado la sensación entre los Rohinyá de que se prepara una sublevación general. Pero por muy complicado que resulte desde el punto de vista operacional, esto no puede ser una excusa para emprender acciones militares contra toda la población. Al hacerlo, el Ejército no sofocará la crisis, sino que precisamente le hará el juego al ESRA al aumentar los motivos para el agravio y el sentimiento de desesperanza.

Es igualmente vital tratar con la mayor de las precauciones las alegaciones de que la actual crisis está siendo alimentada por militantes que en realidad tienen objetivos yihadistas transnacionales. Las comunidades rohinyá por lo general no se han radicalizado de este modo y no existen indicios de que el ESRA esté persiguiendo metas que coincidan con las de las organizaciones yihadistas globales. Y aunque puede que los políticos de la región sientan que haya determinados imperativos o potenciales beneficios que les lleven a hacer este tipo de afirmaciones, hacerlo es enormemente peligroso.

Si el gobierno de Birmania decide continuar lanzando una respuesta militar masiva contra la población general, incluso aunque partes de esta población puedan tener simpatías por el ESRA, o si decide tratar la violencia públicamente como obra de yihadistas, se arriesga a crear las condiciones para la consolidación o el agravamiento de esas mismas dinámicas. Una población marginada, desesperada y sin recursos que es rechazada por el país que considera su hogar y por sus vecinos es el blanco perfecto para ser explotada por estos grupos y puede llegar a creer que en realidad tiene poco que perder si recurre a la violencia. Los riesgos para quienes viven en Birmania, para la transición del país y para la estabilidad de la región son considerables.

No hay una solución militar para la crisis del estado de Rakáin. El gobierno de Birmania no logrará el éxito, solo provocar más violencia y crisis a largo plazo, si usa la presencia de militantes y el aumento de cierta simpatía hacia ellos como una excusa para intentar resolver con métodos radicales los desafíos que desde hace tiempo arrastra el estado de Rakáin. El camino hacia la estabilidad pasa por abordar de forma directa los miedos, reivindicaciones y deseos de todos los grupos del estado de Rakáin, tanto rohinyá como otras minorías. Esta vía política es difícil y exigirá compromisos que muchos pueden encontrar desagradables. Pero tomar este camino es la única manera de reducir los riesgos de un agravamiento de la violencia, más desplazados y un mayor sufrimiento humano.