Músculos: la actitud de Rusia preocupa a sus vecinos.

La firmeza de Rusia, que aumenta la represión en el interior y saca músculo en el exterior, ha desatado el miedo a una nueva guerra fría. Pero para entender esa tendencia hay que olvidar a Marx y a Lenin (la mayoría de los rusos ya lo han hecho). Retrocedamos hasta el siglo XVII: el filósofo inglés Thomas Hobbes pensaba que la situación natural de los hombres es una “guerra de todos contra todos”, que la seguridad de un pueblo depende de un Estado que sea fuerte, incluso autoritario, y que los Estados que prevalecen son aquellos que mantienen la “postura del gladiador, con los ojos y las armas apuntando fijamente al otro”. Esto se parece mucho a la receta que el primer ministro ruso, Vladímir Putin, ha seguido durante gran parte de la década pasada con sus lemas sobre “democracia controlada”, “la vertical de la energía” y “la dictadura de la ley”, así como su empeño en tratar a sus vecinos como parte de la esfera rusa de “intereses prioritarios”. Ahora compare esta versión rusa del hobbesianismo con la visión diferenciadora entre el Estado y el arte de gobernar de Immanuel Kant. Este gigante de la Ilustración pasó la mayor parte de su vida (1724-1804) enseñando lógica y metafísica en la Universidad de Albertina, en la ciudad del mismo nombre, en Prusia oriental.

Kant es el santo patrón secular de la Europa actual. En sus escritos políticos, auspició y auguró una paz perpetua, basada en el gobierno democrático en el ámbito nacional, una “hermandad de comercio” entre las naciones democráticas (una primitiva versión del mercado común), una federación de Estados semejantes (como la Unión Europea) e, incluso, una alianza de las repúblicas para disuadir y, en caso de necesidad, derrotar a los imperios agresivos (una profecía de la OTAN). Hoy, la pareja Hobbes-Kant es con frecuencia la transcripción taquigráfica de la dicotomía entre los “realistas” y los “idealistas”. Pero Kant no tuvo una visión mientras dormía. Estaba despierto y era plenamente consciente de las realidades de su tiempo, incluidas la violencia y el desorden que supuso la Guerra de los Siete Años. Durante cinco de esos años, Prusia oriental fue engullida por el leviatán ruso. Los burgueses de la ciudad de Königsberg tuvieron que jurar lealtad a Catalina la Grande. En los mercados y en las tiendas por las que Kant pasaba a diario se comerciaba en rublos.

Aquel episodio presagiaba lo que le ocurriría a su ciudad dos siglos después. Como consecuencia de un acuerdo entre Truman, Stalin y Churchill en Potsdam, Königsberg fue cedida a la URSS; los alemanes de la ciudad fueron deportados y el rublo se convirtió de nuevo en la moneda local. La cosmopolita urbe portuaria fue apartada del mundo, adquiriendo, en ese proceso, un nuevo nombre: Kaliningrado. Si ese nombre suena hoy familiar es porque ha salido hace poco en las noticias. El 5 de noviembre de 2008, el presidente ruso Dmitri Medvédev amenazó con desplegar en Kaliningrado misiles balísticos dirigidos hacia Polonia. Es difícil imaginar un acontecimiento que muestre con más claridad cómo Moscú ha recuperado la postura del gladiador, apuntando sus armas y fijando su mirada en enemigos imaginarios. Aunque Rusia tiene mucho por lo que preocuparse, incluidas las devastadoras consecuencias de la recesión global, no tiene nada que temer de sus vecinos europeos. La UE ha pasado de ser una región que sufrió una gran guerra en cada generación desde el siglo XVII a convertirse en una zona de paz democrática. Medvédev profirió su amenaza el primer día de Barack Obama como presidente electo de EE UU. Después de ocho años de euroescepticismo con Bush, Washington tiene hoy un presidente comprometido con la coordinación transatlántica de la estrategia con respecto a Rusia. Ésta debería consistir en convencer a los rusos, con el paso del tiempo, de que su experimento hobbesiano postsoviético y posmarxista no es realista: practicar la geopolítica como si fuera un juego de suma cero no va a otorgar ninguna ventaja a Rusia en una era de interdependencia, retos globales y gobernanza transnacional. Si queremos sobrevivir, el siglo XXI debe ser una era que todas las naciones, incluida Rusia, consideren poco apta para gladiadores y leviatanes; un periodo que recompensará a las naciones comprometidas con la transparencia, la cooperación y el beneficio mutuo. La búsqueda de soluciones comunes para los problemas comunes hará necesario un sistema internacional de consenso guiado por las normas al cual Rusia tendrá que adaptarse si quiere beneficiarse. Aún está vigente un fragmento de la visión del mundo de Lenin, a quien le gustaba decir que tanto la historia como el futuro podían reducirse a dos ideas: “Quién a quién”; es decir, “¿quién vencerá a quién?”. Si el futuro de Rusia ha de ser mejor que su pasado, Kant tendrá que ganar a Hobbes.