Una mujer mira las portadas de diferentes periódicos mexicanos tras la huida de Joaquin "El Chapo" Guzman de una cárcel de máxima seguridad, en México DF (Yuri Cortez/AFP/Getty Images)
Una mujer lee las portadas de diferentes periódicos mexicanos tras la huida de Joaquin "El Chapo" Guzman de una cárcel de máxima seguridad, en México DF (Yuri Cortez/AFP/Getty Images)

¿En qué momento los muertos que publicamos a diario perdieron el sentido? La normalización de la violencia en algunos estados de México es un efecto natural tras diez años sostenidos de una guerra de baja intensidad que para 2018 acumulará algo así como 200 mil muertos. Es ahora cuando los medios mexicanos deben cambiar y actuar con responsabilidad.

Vivo en una tierra marcada por la muerte. Literalmente. En Sinaloa, un estado etiquetado como la cuna del narcotráfico en México, el índice de homicidio doloso es el indicador que resume nuestra realidad violenta.

Llevamos más de 40 años estancados como una de las regiones más peligrosas del planeta. Mientras que otros estados del país van y vienen en la tabla de posiciones de los indicadores más relevantes en materia de seguridad, Sinaloa no ha abandonado los últimos lugares en décadas. Desde el lanzamiento de la Operación Cóndor contra los grandes capos del narcotráfico en 1973, los sinaloenses hemos sido testigos mudos y hasta cómplices de un proceso de apropiación social por el crimen organizado hasta niveles de conformación de una auténtica cultura mafiosa. Como insisten en minimizar las autoridades empecinadas en la negación de lo evidente: que a ojos del mundo Sinaloa es el sinónimo del narco.

Trabajo en Noroeste, un medio de comunicación regional con 43 años de antigüedad que todos los días retrata esa realidad. Lo que sucede es nuestra obligación profesional más mínima. Desde el oficio periodístico, el canon clásico podría responder que hacemos lo que nos toca y que con eso cumplimos nuestro deber. Discrepo. No hacemos lo suficiente. Ese mismo canon establece que el periodismo existe para hacer mejor el mundo. El acceso a la información y la libertad de expresión son dos caras de una conquista universal: el derecho que tenemos los humanos de decir y saber datos, hechos y causas. Comunicamos para “poner en común”. Informamos para que el mundo nos ponga sentido. Y es aquí cuando entro en conflicto. ¿En qué momento los muertos que publicamos a diario perdieron el sentido?

Porque es obvio que esas fotos, esos nombres y esas circunstancias ya no generan ningún asombro y, lo que es peor, ninguna resistencia moral de parte de quienes consumimos la denominada “nota roja”.

Mientras que el mundo se concentra en la incomprensible violencia que nos entrega el terrorismo de Oriente Medio; en Latinoamérica y, específicamente en México, Colombia o Brasil, la guerra contra el narcotráfico acumula a cuenta gotas una cantidad inaceptable de muertes. Una guerra fundamentada en una razón anacrónica: el moralista prohibicionismo estadounidense.

En ese contexto, los medios de comunicación de Sinaloa seguimos publicando casi tres asesinatos diarios. Asesinatos que solo llaman la atención si agregan alguna nueva variante a la barbarie: tortura, decapitaciones…. Sin dichas variaciones, esas muertes solo representan un hecho doloroso para sus familias y círculos cercanos; el resto de la población las presenciamos como testigos en la indiferencia. Y, vergonzosamente, muchas veces también en el morbo.

Ese comportamiento social no es muy distinto en el resto del país. Lo mismo en Tamaulipas que en Guerrero o Morelos, la “normalización” de la violencia es un efecto natural tras diez años sostenidos de una guerra de baja intensidad que para 2018 acumulará algo así como 200 mil muertos. La cifra es difícil de dimensionar. Pero uno a uno, prácticamente todos esos muertos han pasado por las páginas de los diarios y los titulares de televisión local y nacional. Incluso los desaparecidos (que no son pocos) suelen dejar algún registro mediático en estos tiempos gracias a las redes sociales.

Entonces, algo estamos haciendo muy mal los medios mexicanos para que esa realidad continúe inalterada. Nuestro pecado es de acción, pero también de omisión. Sobre decir que no estoy hablando de hacernos responsables de la policía o la procuración de justicia. Sino de hasta donde los medios mexicanos tenemos una obligación ética que va más allá del mero periodismo para contar esa realidad violenta. Para analizarla y atrevernos a proponer modelos distintos de aproximación. No tengo respuestas definitivas. Creo que una aspiración así de ambiciosa puede materializarse a través de un ejercicio continuo y compartido de reflexión, discusión y profesionalización del periodismo mexicano.

 

Responsabilidad frente a la violencia

La cobertura y la publicación responsable de la información relacionada con la inseguridad y la delincuencia organizada.

La situación inédita que se vive en el país, en el estado y la región en cuanto a la escalada de violencia, obliga a reforzar la responsabilidad de las publicaciones. Las decisiones editoriales se enfrentan a nuevos y difíciles dilemas: la violencia existe, tenemos que decirlo, la autocensura no es la decisión acertada para una publicación responsable, no se puede evadir la responsabilidad periodística, pero ésta tampoco puede ser un escudo para publicar irresponsablemente información que haga apología de la violencia o fomente la ilegalidad.

El mantener una serie de criterios de responsabilidad periodística es difícil y más en medio de un ambiente de presión reiterada y acoso sistemático, tanto del poder político como del crimen organizado. Nuestras dos principales amenazas.

Por un lado, el poder político local ha estado siempre inconforme con nuestro talante crítico y suele aprovechar las coyunturas o escenarios donde el crimen organizado está presente para disfrazar sus amenazas, presiones o agresiones. Utilizar métodos que imitan o simulan el modus operandi del narcotráfico es la coartada perfecta para la clase política.

Por otro lado, el crimen organizado es una presión permanente para el periodismo mexicano. En nuestra redacción sabemos que el monstruo siempre está allí: desde que diseñas la cobertura hasta que tomas las decisiones de qué y cómo publicar. Noroeste tiene un protocolo permanente bajo el que procuramos hacer siempre el ejercicio de prever las posibles reacciones del crimen organizado ante nuestras publicaciones. Sabemos que con los criminales no existe garantía alguna de seguridad y que en la mayoría de los casos las autoridades son omisas, cómplices o parte del mismo sistema mafioso. Además, el crimen organizado suele tener una estrategia de comunicación: su canal es la violencia y su fin es el miedo.

Los medios debemos ser conscientes de hasta dónde estamos informando y hasta dónde nos volvemos sus mensajeros. Nosotros no publicamos los mensajes íntegros que dejan en lonas callejeras o los detalles morbosos de sus asesinatos como mutilaciones o actos de tortura.

En tiempos en que la sobre-información es la regla, lo importante es poder tomar distancia del día a día y que los contenidos no sean el resultado de una inercia operativa sino de un proceso dirigido de toma de decisiones colegiadas. En La edad de la nada, Peter Watson señala que la Segunda Guerra Mundial fue el semillero de muchos de los avances sociales del siglo XX. Avances llamados a concretarse en un carácter pleno y exclusivamente laico, con los que mucha gente tuvo la oportunidad de llevar una vida más satisfactoria en lo cotidiano.

De este modo, son momentos de barbarie y dolor los que dan la capacidad de resignificarnos y buscar la trascendencia. La violencia como instrumento de redimensionamiento del ser humano. No solo en un sentido metafísico sino eminentemente práctico. El reto del periodismo radica en estar en sintonía con esa aspiración por hacer mejor la vida de las personas en los aspectos más mundanos y utilitarios, al mismo tiempo que aspira a proporcionar referentes éticos y morales más profundos y sólidos.

En ese sentido, los medios mexicanos tenemos que dejar de ser “voceros” del poder o, en el mejor de los casos, “espejos” de la realidad. Lo primero, porque es una clara claudicación de nuestra función primordial. Cómo dijera Daniel Moreno, reconocido periodista mexicano y actual Director General de Animal Político: el mayor problema de los medios mexicanos es su descarado oficialismo. Y, lo segundo, porque aspirar a solo reflejar lo que sucede afuera, por fidedigno que sea, es una postura muy cobarde para un medio de comunicación con valores claros y una agenda definida en el contexto violento en que nos desarrollamos.

 

Entonces, ¿hemos aprendido?

No tengo grandes esperanzas en el futuro del periodismo mexicano. La perversa combinación del crimen organizado y el oficialismo nos genera una tercera amenaza preocupante: los medios que son, al mismo tiempo, causa y consecuencia de un mal equilibrio donde el dinero, la corrupción y la violencia determinan el tamaño de la verdad a la que los ciudadanos podemos acceder.

Ese segmento representa la mayor parte de la industria y está muy lejos de lo que el momento histórico mexicano les demanda. Ahí donde los gobiernos apuestan por el silencio y la negación de los muertos y los desaparecidos, siempre hay medios y periodistas dispuestos a reproducir el discurso oficial; que, además, son usados para descalificar y atacar a medios independientes.

En contraparte, las voces dispuestas a señalar y demostrar los casos de simulación de justicia, violaciones de derechos humanos, impunidad o corrupción son todavía muy escasas en el periodismo mexicano. Por eso los medios tenemos una responsabilidad ética más grande que nuestro rol periodístico. Debemos ir más allá y asumirnos como verdaderos constructores de conversación. Verdaderos entes discursivos en el más profundo de los sentidos. Eso implica una comprensión institucional que brilla por su ausencia en el contexto periodístico mexicano: la idea clara de que el narcotráfico y el crimen organizado es un problema complejo que rebasa nuestras aproximaciones tradicionales de sentido común y la naturaleza cuasi artesanal de nuestro oficio. Esa complejidad es acaso la gran característica de nuestro tiempo. Los fenómenos y problemas del sigo XXI tienen alcances y configuraciones donde la aceleración del cambio, la multiplicación de los actores y la cantidad de información definen su comportamiento sistémico.

Con esa premisa en mente, el periodismo mexicano debe aprender con urgencia cómo tratar cada una de las historias y casos que la realidad de inseguridad y violencia nos presenta todos los días. En Nota(n) Roja, el periodista mexicano Marco Lara Klahr dice: “La nueva y más compleja circunstancia mexicana requiere mayor rigor en el tratamiento de tales temas. Los problemas asociados al mundo de la delincuencia no se pueden explicar como un cuento popular. Son fenómenos más complejos que tienen que ver más con los grandes intereses económicos que con los dramas personales".

No veo otra forma de abordar esa realidad si no es con un enfoque multidisciplinario que utilice herramientas como la ética, el análisis del discurso, el pensamiento complejo, la dinámica de sistemas y el design thinking, entre otros. El enfoque tiene que responder tanto al conocimientos de la ciencia dura o el hard data, como a conocimientos de las ciencias suaves o humanidades como la filosofía o la ética.

El filósofo francés Edgar Morin decía: “los enfoques parcelarios no son útiles ante problemas complejos”. Y en ese mismo orden de ideas, en el fondo de ese nuevo abordaje discursivo debe subyacer una pretensión ética. Como señala el académico Luis Astorga en Seguridad, traficantes y militares, sobre el discurso generalizado del narcotráfico: “La representación de los fenómenos y las cosas pasa por el lenguaje y las imágenes. Diversos agentes sociales generan discursos e imágenes, determinando uno u otro significado, acerca de las drogas ilícitas, los usuarios de las mismas y los traficantes. Dichos agentes pueden ser gobiernos, agencias antidrogas, instituciones policiacas, organismos internacionales, funcionarios, públicos, políticos, juristas, médicos, religiosos, periodistas, académicos, compositores de corridos, etcétera. Y la producción simbólica de estos agentes se transmite a la sociedad, por lo general, a través de los medios de comunicación, como discursos, imágenes y estereotipos”.

Con lo que publicamos y con lo que decidimos no publicar, los medios estamos construyendo una cierta conversación, un discurso preformado. De nosotros depende abonar a la reflexión o construir estereotipos. Por eso más vale tener claro cuál es el discurso al que se aspira. Compartirlo y hasta discutirlo con la audiencia. En estos tiempos de redes sociales, la unidireccionalidad del poder mediático es una quimera, más vale llevar el diálogo con la audiencia más allá de las “Cartas al Editor” si no queremos volvernos sordos y quedarnos solos.

El ecosistema digital es la gran oportunidad que la tecnología nos brinda para entablar una conversación auténtica sobre lo que más preocupa a los consumidores: su seguridad y la de sus familias.

El rol de los medios mexicanos es ahora, más que nunca, una responsabilidad profesional y ética con esa posibilidad de realización de los ciudadanos. Una responsabilidad con la construcción de una mejor comprensión de la naturaleza compleja del narcotráfico, la violencia y el crimen organizado. Una responsabilidad con el desarrollo de una conversación constructiva que fomente una cultura de paz y ponga en el centro de las preocupaciones de la sociedad los derechos humanos de las víctimas y grupos vulnerables. A los medios nos toca ahora escuchar más que hablar. Aprender más que enseñar. Ser una voz más en la conversación y no “la voz”. Ejercitar el diálogo. Practicar la palabra. Vaya tiempos los que nos toca vivir, a los medios y periodistas nos toca ahora ser aquel de quien nuestro oficio se ocupa: el otro.