Los peligros de informar sobre los vínculos entre el narco y círculos políticos, periodísticos y policiales.

AFP/Getty Images

Colón es una zona agrícola, boscosa y pantanosa en la costa caribeña de Honduras­. Un lugar ideal como parada intermedia en el tránsito de Sur a Norte del  narcotráfico entre Colombia y México. Las plantaciones de palma africana esconden pistas de aterrizaje, antes usadas para la fumigación, donde hoy aterrizan avionetas llenas de cocaína, de acuerdo a informes de las Fuerzas Armadas hondureñas.

Los líderes locales son los hermanos Javier y Leonel Rivera Maradiaga, en el pasado conocidos por robar ganado y hoy millonarios terratenientes. A su grupo, “Los Cachiros”, se atribuye interferir en la política local. Sin embargo, pocos conocían a esta organización fuera de la región, porque los periodistas no escriben sobre ellos ni sobre zonas como Colón, uno de los departamentos donde caciques-narcotraficantes prosperan con poco escrutinio de los medios de comunicación.

Sus nombres trascendieron hace solo seis meses, como el de José Handal Pérez, un conocido hombre de negocios en San Pedro Sula, la segunda ciudad del país. Es dueño de un emporio de tiendas de ropa, piezas de repuesto y restaurantes, pero también encargado de blanquear dinero del narco y transportar droga, según amplios reportajes en abril de este año.

Los nombres aparecieron en la prensa cuando el Departamento de Estado de EE UU los identificó en mayo y junio. “Publicamos la información porque Estados Unidos nos envió los detalles”, explica el director de un medio que prefiere el anonimato.  “Investigar eso en este país es muy complicado. No nos podemos arriesgar. Tampoco hay autoridades locales que nos puedan proporcionar los datos”, afirma.

Honduras se ha vuelto un lugar ideal de tránsito para el narcotráfico internacional. El Estado, debilitado por la corrupción y con una fuerza pública ineficaz, ha perdido terreno, según el informe sobre la región de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (UNODC).

En los últimos cuatro años, el presidente Manuel Zelaya fue depuesto, hubo un gobierno transitorio y se eligió al presidente Porfirio Lobo. Una crisis que el narco aprovechó para echar raíces, con el resultado de la tasa de homicidios más alta del mundo –91 por cada 100.000 habitantes–.Cifras que se multiplican en el norte –corredor del narcotráfico–, e incluyen un elevado número de periodistas asesinados o amenazados para ser un país sin guerra.

Los cárteles mexicanos –Zetas, de Sinaloa y del Golfo– han operado en Honduras desde hace tiempo. También se pasea por el litoral hondureño el grupo criminal colombiano, Los Rastrojos, conectado a Los Cachiros y Los Urabeños. Las pandillas juveniles o maras –MS13 y Mara 18– controlan las periferias de las ciudades más importantes hasta determinar quién entra y sale del barrio. Las pandillas son el último escalón de los cárteles, como subcontratados en la distribución al menudeo de las drogas, según fuentes policiales hondureñas y Naciones Unidas.

 

Solo notas rojas

Sin embargo, en los medios solo aparecen las fotos de crímenes, típicas notas rojas de hechos sangrientos, sin mayor explicación. La Fundación Mepi, analizó durante 2012 los principales periódicos para identificar el tratamiento de la información y el nivel de autocensura. En los últimos cuatro años, 29 periodistas han sido asesinados, al menos 16 por razón de su trabajo, según el Comité para la Protección de Periodistas de Nueva York.

Según el escrutinio de Mepi, los medios publican sobre crimen organizado, pero se protegen al no identificar a quiénes están detrás. Consignan los actos violentos de los pandilleros, pero evitan mencionar al narcotráfico internacional y sus conexiones con hombres de negocios, policías y grupos políticos. Los editores, periodistas y analistas entrevistados lo atribuyen al miedo y la fuerte presión que tienen frente a una violencia desatada contra ellos.

En el análisis, siete de cada diez historias no incluían detalles sobre las víctimas ni los motivos del crimen. La información se limita a fotografías de cuerpos ensangrentados, bajo titulares como: “Aparece muerto después de visitar a su madre”; “Meten a tres hombres en bolsas plásticas y los ejecutan”; “Sacan a travesti de su casa para matarlo”; o “Sale a hacer un mandado y después lo hallan muerto”.

Para Mepi, la violencia adquirió ya gran dimensión y premeditación, pues ocho de cada diez crímenes son por arma de fuego, muchos cadáveres muestran señales de tortura y, como en México, bastantes cuerpos aparecen maniatados dentro de bolsas negras de basura.

En marzo de 2012 los medios reflejaron un aumento de víctimas decapitadas y descuartizadas, pero ninguna explicación de las causas. Un periodista mencionó que los mexicanos Zetas llevaban varios años en Honduras, incluso establecidos en los barrios de pandilleros. “Hace un año y medio comienzan a aparecer los embolsados. Se relaciona esto a Los Zetas, pero el Gobierno no lo reconoce”, explica.

Además, como en México, algunos crímenes incluyen mensaje, sea en la forma de asesinar o con un escrito junto a los cuerpos. En algún caso, era un pie o una mano amputada, quizás “porque la víctima robó y se escapó”, según un analista salvadoreño.

 

La prensa frente a la violencia

Para algunos comunicadores, tanta nota roja y tan poco análisis es por la falta de información de las autoridades y el miedo a ser perseguidos si dan detalles. “Hace unos años estaba de moda un bandido apodado el Gato Negro dedicado al narcomenudeo, pero si alguien lo identificaba en una nota, él iba al medio de comunicación a preguntar su nombre”, explicó un periodista.

Muchas redacciones vetan que sus reporteros ingresen en los barrios violentos de San Pedro Sula y Tegucigalpa, o que viajen a los departamentos de Olancho, Atlántida, Puerto Cortés y Colón donde se mueve el narcotráfico. “Es muy difícil cubrir sucesos en nuestro país. Los familiares no quieren hablar, y por seguridad muchas veces no seguimos las notas”, explica un editor en Tegucigalpa.

Además, consignar los hechos con notas rojas provoca quejas. “Incluyen imágenes para vender más, y aunque entienden el impacto de tanta violencia, no les importa”, asegura un funcionario de Derechos Humanos. En una encuesta de DLA Consulting Group, cuatro de cada diez ciudadanos sentían “miedo, nervios y preocupación” al leer la prensa, y para empresarios y líderes cívicos los medios de comunicación pintan una Honduras irreal.

En el debate, el Presidente Lobo aprovechó para regular a los medios con una propuesta de ley muy criticada porque incluye sanciones por difundir violencia, exaltar el crimen, el delito o expresiones que atenten “contra la moral y las buenas costumbres”. Los directores de los medios pactaron en mayo una autorregulación que promueve valores y evita imágenes que inciten “al vicio y a la violencia”. Pero para el Presidente Lobo algunos medios siguen lucrándose con la violencia.

A mediados de julio, partes de un cuerpo despedazado y parcialmente quemado flotaban los cañaverales de una pequeña laguna en San Pedro Sula. Era Aníbal Barrow, un comentarista de televisión secuestrado por diez hombres fuertemente armados cuando transitaba en vehículo por una calle de esa ciudad. También se llevaron al conductor y miembros de su familia, posteriormente liberados.

Barrow era íntimo amigo del presidente Lobo, al igual el también reconocido periodista, Ángel Alfredo Villatoro, secuestrado en mayo de 2012 y cuyo cuerpo apareció dos semanas después, vestido con un uniforme del policial escuadrón especial Cobra, en un aparente mensaje, pues unos días antes la Policía suspendió su escolta.

La información seria sobre los asesinatos de periodistas es escasa y las motivaciones se sepultan en suposiciones, dice un editor. “A veces ahondamos demasiado en los casos, sin llegar a ningún punto”. Según otro periodista, tienen miedo de quiénes son los autores, y las posibles conexiones entre sectores políticos, periodísticos y policiales con el crimen organizado.

Según los periodistas y editores entrevistados, la inseguridad de los trabajadores de los medios de comunicación aumenta por la falta de información gubernamental. Medicina forense rehúsa dar detalles sobre víctimas, y las jefaturas de Policía solo proporcionan escuetos informes. Además de los vínculos del Estado y el crimen organizado, algún grupo de seguridad practica la limpieza social y la eliminación de los disidentes. Pero también existe inseguridad entre los policías y funcionarios, pues más de 120 agentes han muerto violentamente en tres años.

El caso más significativo fue el propio Zar antidrogas, Arístides González. Fue asesinado en diciembre de 2009, en la confusión posterior al golpe contra Zelaya. El móvil no fue nada confuso: acababa de anunciar que el Gobierno tomaría medidas contra las pistas de aterrizaje en el departamento de Olancho y había ordenado investigar a un grupo aliado del cártel mexicano de Sinaloa. El asesinato fue coordinado por un traficante local.

El paralelismo entre la expansión del narcotráfico en Honduras y el aumento de la violencia es evidente, como también el incremento de amenazas y asesinatos de periodistas, y la autocensura que ha convertido la nota roja y la foto de cadáveres –la información de flash– en la casi única manera de informar, frente a unas instituciones impotentes, contaminadas o debilitadas.

 

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