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Un hombre recolecta basura en un barrio al norte de Lima por la que cobrará, 3,5 dólares al día. (Mario Tama/Getty Images)

El país ha ido evolucionando de forma positiva, pero aún se enfrenta a múltiples retos que minan su democracia. ¿Qué necesita resolver Perú para fortalecerla?

La democracia peruana, desde su reinstauración en mayo de 1980 –coincidiendo con la primera acción armada de Sendero Luminoso- ha ido paulatinamente desarrollándose sobre la base de una serie de falencias y desatenciones que aún hoy irresolutas, se ponen en evidencia, tal y como ha sucedido, tras diferentes acontecimientos, en los últimos dos años de gobierno del actual presidente, Martín Vizcarra.

De un lado, conviene remarcar algunos de los aspectos estructurales más característicos del país. Así, de acuerdo con los datos publicados por Freedom House, la democracia de Perú es limitada. Si bien es verdad que ha dejado atrás los rasgos autoritarios de la década ominosa del gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000), no ha conseguido avanzar en las últimas dos décadas en sus estándares de calidad democrática. Lo anterior, se debe a varias cuestiones que, indistintamente, están presentes en la mayor parte de las democracias andinas y centroamericanas de la región. Esto es, un país fracturado en términos de desigualdad, con un coeficiente de Gini de 0,42, pero en donde la mayor evidencia se encuentra en cómo, por ejemplo, la pobreza rural triplica la tasa de pobreza urbana para situarse en un 45% -especialmente visible en departamentos como Junín, Cuzco, Apurímac, Huancavelica, Puno o Ayacucho. Asimismo, y aunque la tasa de violencia presenta unos niveles muy reducidos comparativamente en el continente, con apenas 7,8 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, existen escenarios especialmente complejos por el tipo de actividades criminales que llevan asociadas, tal y como sucede en el Valle del Alto Huallaga y en especial, en el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro. Una región ésta en donde aún es posible encontrar vestigios, totalmente cartelizados, del otrora grupo armado de impronta maoísta, Sendero Luminoso.

Relacionado con esta situación podría decirse que, si bien es verdad que el país ha ido evolucionando positivamente con el paso de las décadas, mantiene una estructura excluyente, desigual y que sirve de caldo de cultivo para la conflictividad social, tal y como ha venido sucediendo en los últimos años, a tenor de los innumerables paros agrarios y protestas provenientes, sobre todo, del sector campesino y minero. Por esto, no llama la atención, por ejemplo, que si hacia 2005 los conflictos sociales contabilizados en el país apenas eran 850, en la actualidad se han multiplicado y superan los 9.000, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo.

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Un frutero en un mercado de Lima, Perú. (ERNESTO BENAVIDES/AFP/Getty Images)

Al respecto, las cuestiones que están detrás de esto son varias. En primer lugar, una economía reprimarizada –sus principales exportaciones son bienes de bajo valor agregado como el café, el mango, el espárrago, el aguacate o la quinoa- resultado de una estructura poco competitiva y notablemente desregulada, fruto de la liberalización creciente de uno de los mercados, junto al colombiano, más aperturista de los últimos años. Así, con un Estado endeble, con poco margen para las subvenciones, el mercado entra en las contradicciones de un capitalismo global que, por ejemplo, deja consigo la creciente importación de la patata holandesa, que es uno de los productos estrella de la producción y la gastronomía peruana.

Sin embargo, el problema va más allá. Una escasa presión fiscal, unida a una informalidad en el mercado primario que asciende hasta casi el 75% y a una notable concentración de la propiedad agraria dificulta a todas luces la disposición de recursos, la inversión en tejido productivo y, en conclusión, el incremento de competitividad. Un trinomio de factores, al que se suma una inelasticidad vertical de renta del 70%, a todas luces recentralizadora y que, desde la perspectiva de economías de escala, y ante una regionalización creciente del mercado global, obliga a repensar estos términos no solo en clave nacional sino desde una perspectiva latinoamericana.

El otro de los grandes males, con difícil solución, al que se enfrenta el actual presidente, Martín Vizcarra, es la corrupción endémica del país. Así, en apenas dos años, se han producido una cuestión de confianza que hizo dimitir en bloque al Ejecutivo;  la salida y nueva entrada en prisión de Alberto Fujimori, producto de sus responsabilidades directas en crímenes de lesa humanidad como las masacres de Barrios Altos (1991) y La Cantuta (1992), y a la destitución, producto de sus implicaciones en un sonado caso de corrupción, del presidente hasta marzo de 2018, Pedro Pablo Kuczynski.

Y es que, con todo, he aquí uno de los elementos más difíciles de paliar para la democracia peruana. Su sistema se encuentra cooptado por una suerte de élites políticas que al más alto nivel gubernamental, y sin saber de izquierdas o derechas, ha protagonizado continuos casos de malversación, cohecho o prevaricación que han implicado directamente a expresidentes como Alan García –motivo por el cual se suicidó en su domicilio el pasado mes de abril-, Alejandro Toledo –bajo petición de extradición-, Ollanta Humala –quien lleva nueve meses bajo arresto, y el referido Kuczynski, con una petición de arresto domiciliario de 36 meses. Incluso, la misma Keiko Fujimori –hija del dictador- o la exalcaldesa progresista de Lima, Susana Villarán, han sido detenidas recientemente por esta misma razón.

En todos los ejemplos expuestos, Odebrecht y Lava Jato, en general, aparecen asociados a los escándalos, lo cual no es ajeno a otros países de la región, poniendo de manifiesto la transnacionalidad de este fenómeno de corrupción en toda América Latina, al registrarse acciones de cohecho, corrupción y tráfico de influencias en Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá. Perú o Venezuela. No obstante, en ningún caso, con la excepción de Perú, se ha implicado directamente a cuatro presidentes de gobierno, lo que muestra hasta qué punto permeó la constructora brasileña en la agenda política al más alto nivel gubernamental en Perú.

Lo anterior, iría conectado con otros elementos que, igualmente, desdibujan la democracia peruana, y también a buena parte de los sistemas políticos de la región. De un lado, asistimos a un proceso de polarización política en donde los sistemas partidistas tienden hacia contextos centrífugos, en los que, lejos de coaliciones gubernamentales, nos encontramos oposiciones cainitas que anteponen la desestabilización como razón de ser para, con ello, erosionar los aparatos gubernamentales y satisfacer sus ambiciones políticas. De ello dan buena cuenta, las oposiciones del APRA pero, sobre todo, la del fujimorismo más recalcitrante. Asimismo, lo anterior convive con una utilización del sistema estatal en favor de la circulación de élites personalistas, que, por un lado, limitan la función de los partidos políticos per se, y por otro, personifican la acción pública de una manera tan vertical como despótica, tal y como ha venido sucediendo con Alan García o con Alberto Fujimori y sus correligionarios.

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Un hombre se manifiesta contra la corrupción en su país y a favor de las reformas constitucionales propuestas por el presidente Martín Vizcarra. (ERNESTO BENAVIDES/AFP/Getty Images)

Lo peor de aquello es que estas élites y apellidos han ido permeando, poco a poco, en buena parte de las estructuras del Estado, y han terminado por afectar a las estructuras judiciales y a los órganos de control, que más que parte de la solución, se tornan en muchas ocasiones parte del problema. Más si cabe, cuando la corrupción y la politización de la justicia se erigen como un binomio indisociable de parte de la política peruana a tenor de los últimos acontecimientos. De este modo, la clave fundamental, y por suerte, así lo entiende la otra parte del sistema político y judicial peruano, reposa en fortalecer las claves de la democracia: mayor inversión pública, mejores mecanismos de rendición de cuentas y transparencia, unido a la necesidad de acotar los circuitos clientelares y los ámbitos de acción de las familias políticas que instrumentalizan para beneficio propio el Estado.

Es decir, en definitiva, se trata de fortalecer los cimientos institucionales del Estado, y en particular, las responsabilidades y garantías del ejercicio de la acción pública las principales urgencias hacia las que debe mirar la democracia peruana. En especial, para dejar atrás el legado de un aprismo, de un fujimorismo y de un secuestro en general de las élites peruanas que solo podrá cambiar con nuevos vientos de una cultura política, parroquializada a la fuerza, pero que en ciertos sectores críticos y con alta capacidad movilizadora de la sociedad civil, especialmente limeña, pero no en exclusiva, puede encontrar aires de renovación.

Es por todo lo anterior que se requiere seguir trabajando en clave de visibilizar, problematizar y politizar estos dos aspectos que ahora mismo condensan mayor atención en la agenda de gobierno: mejores condiciones sociales y económicas, por un lado, revisando para ello los ajustes institucionales que devienen imprescindibles al respecto, y mejor funcionamiento de la democracia, interviniendo de manera directa sobre la corrupción, por otro. De hecho, es así que se entiende la cuestión de confianza solicitada el pasado 29 de mayo y con la que Marín Vizcarra presiona el respaldo del Congreso. Una sociedad crítica y movilizada, unida a un posicionamiento protagónico de estos aspectos en la agenda del presidente –y que requerirá de cierto respaldo del Legislativo- sumado a una labor férrea del poder Judicial, en donde destacan nombres, hasta el momento incorruptibles, como Rafael Vela o José Domingo Pérez, son la piedra angular que requiere para sí el fortalecimiento de una democracia, a día de hoy, con importantes dilemas y necesidades que resolver.