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Un grupo de personas pidiendo Justicia y Verdad en Ayacucho, Perú, tras recibir los restos de sus familiares desaparecidos en 1980. (Cris Bouroncle/AFP/Getty Images)

¿Está Perú preparado para asumir responsabilidades y la reparación sobre los excesos cometidos entre 1980 y 2000?  

Este año 2018 fue denominado en Perú como el “Año del Diálogo y la Reconciliación Nacional”, si bien, a pesar de lo ampuloso del nombre, lo cierto es que el país está lejos, muy lejos, de cualquier superación de un conflicto que finalizó en los 90 y del que han transcurrido ya quince años de la publicación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Ello sin que la página de la historia más atroz de Perú haya sido aún leída.

De por sí, la denominación de cómo sea catalogada la violencia política en Perú es un instrumento que, por lo pronto, sirve para ubicar, desde un reduccionismo tan simplista como falaz, la posición ideológica de quien trata de aproximarse al estudio o conocimiento de este hecho. Es decir, mientras que las Fuerzas Militares o el fujimorismo tildan toda la violencia de “terrorismo”, lo cual denota (y justifica) un esfuerzo del Estado en superar una amenaza violenta que aspira a su destrucción per se, la propia CVR o, mayoritariamente, visiones más desapasionadas o académicas, recurren a una noción mucho más adecuada en la comprensión de los hechos como es “conflicto armado interno”. Es decir, entender la violencia como algo puramente político, en la que dicha violencia se torna como un medio y no como un fin, y en la que el papel del Estado, y particularmente de la Fuerza Pública, se redefine como un actor protagónico más en el curso de los acontecimientos. Y es que, no podemos olvidar que de las 70.000 muertes y desapariciones oficiales sucedidas entre 1980 y 2000, un 54% son atribuidas a Sendero Luminoso, un 1,5% a la guerrilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru – MRTA y un, nada desdeñable, 37% a la Fuerza Pública peruana, de acuerdo con el informe publicado por la CVR. Esto, por no contar las desapariciones de los invisibles, de los que nunca fueron ni siquiera contabilizados como muertos o desaparecidos, y por lo cual, en los últimos meses las autoridades oficiales han reconocido más de 7.000 nuevos casos.

Siempre que se piensa en cómo debe ser una Comisión de la Verdad, se recurre al caso peruano. Un ejemplo en el que la universidad y la sociedad civil tuvieron un protagonismo diciente y que, tras sus más de 4.000 folios, esconde casi 17.000 testimonios y más de veinte audiencias con víctimas a las que acudieron casi 10.000 personas. Sin embargo, y a pesar del impulso inicial del entonces presidente, Alejandro Toledo, ningún partido se ha adscrito a reconocer lo que allí se dijo. Es decir, en una Comisión que cumplió con la Verdad pero que se olvidó, fruto de la inacción del Estado, de lo concerniente a la Reconciliación.

Por ejemplo, la Fuerza Pública nunca reconoció ese informe, al considerar que la CVR dejaba de lado su papel garante con la seguridad, el control territorial y la derrota militar y estratégica de la que fue la principal amenaza de la siempre endeble institucionalidad peruana. Así, por ejemplo, hablar de la CVR con altos mandos de las Fuerzas Militares casi siempre deja en el interlocutor, una expresión de desasosiego, cuando no de rechazo. Recientemente, y haciendo trabajo de campo en Perú sobre las narrativas de la reconciliación entre actores de la violencia política, un muy reconocido integrante de las Fuerzas Militares de Perú, de manera abierta, me reconocía lo siguiente: “en realidad no hay nada que reconciliar. La agresión de las Fuerzas Armadas fue en defensa del Estado y siempre que el Estado sea atacado van a salir las Fuerzas Armadas. No tenemos nada que reconciliar”.

Negar la bandera de la reconciliación implica negar la responsabilidad de los hechos y, por extensión, el involucramiento directo que tuvo el Estado y la Fuerza Pública en un cúmulo de excesos en el que las desapariciones forzadas y selectivas y la violencia y el terrorismo de Estado fungieron como una realidad que no se puede negar, al menos, marcadamente, hasta 1995. Sin embargo, el mismo discurso vacío con la reconciliación se puede encontrar, por ejemplo, en un Sendero Luminoso que percibe una misma realidad distorsionada de los hechos. En varios de mis viajes a Perú y encuentros con antiguos dirigentes y cargos de responsabilidad de Sendero Luminoso he encontrado siempre una justificación benévola de la violencia, como algo comprensible por la inacción y el abandono del Estado peruano en las regiones olvidadas de la historia del país, como Ayacucho o Huanta. En donde la reconciliación y el reconocimiento de los hechos termina condicionado a que el Estado asuma igualmente sus responsabilidades, no solo con la población civil sino, especialmente, con Sendero Luminoso.

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Un tapiz hecho por mujeres desplazadas muestran escenas de los episodios vividos en sus comunidades. Los trabajos están expuestos en el "Lugar de la Memoria" en el museo de Lima, Perú. (Adrian Portugal/AFP/Getty Images)

Es decir, igual que en el conflicto, la población civil peruana, en muchos momentos y lugares quedó inscrita entre dos fuegos enemigos, el del Estado y el de los grupos armados, en la construcción del relato nacional, igualmente, queda entre dos posiciones irreconciliables que se imbrican en la negación mutua de los hechos y que impiden cualquier avance hacia una reparación integral y una búsqueda efectiva de recomposición del tejido social. Ni Sendero Luminoso, ni buena parte de la Fuerza Pública – que ha ido construyendo particulares versiones y relatos de lo sucedido – ni el aprismo (Partido Aprista Peruano) ni el fujimorismo, el cual obtuvo un importante rédito político y electoral en la necesidad de construir y alimentar un enemigo interno que justificase un Estado autoritario, encuentran incentivos por reconocer lo sucedido. Y así, en medio de todo queda la población civil. Mayoritariamente quechua-hablante (ocho de cada diez víctimas tienen esta condición), de pocos recursos, desplazada por la violencia o que habita zonas tan olvidadas como impronunciables, y que aún hoy son malditas por la historia de la violencia política del país en la cual se insertan. Para las instancias del Estado son casi como una suerte de molestia, incluso, aun cuando muchas de ellas han obtenido el amparo del Sistema Interamericano de Derechos Humanos décadas después, y que solo buscan un reconocimiento formal y una disculpa por algo nada baladí. Porque transcurridas más de tres décadas, su familiar entró en una dependencia policial o militar y de la misma nunca más volvió a salir.

Estos casos en Perú, desgraciadamente, se cuentan por miles incluso en la actualidad, lo cual no es óbice para que tal circunstancia se encuentre lejos de ser visibilizada, problematizada y politizada como merece. Todo lo contrario, son mayoritarios los extremos del sistema político peruano que continúan utilizando la comprensión de la violencia política en el país como un instrumento que permite simplificar imágenes, relatos o posiciones políticas y desde lo que construir el eje izquierda/derecha resulta relativamente sencillo. Asimismo, la protesta social, la reivindicación de derechos humanos o los actos simbólicos de repulsa, a menudo, son presentados en la esfera mediática como algo que incordia, y de algún modo, que se aproxima, en muchos casos, a la categoría semántica de “terruco”, utilizada como alteridad para entender que la preservación de un status quo debe prevalecer. Así, con la excepción de medios como Caretas o IDL-Reporteros, entre otros, en los de mayor popularidad predomina aún hoy la representación de lo que tiene que ver con las víctimas de la violencia en Perú, en una suerte de continuum que gravita entre lo anecdótico y lo molesto.

Un status quo que para buena parte de las elites políticas tradicionales del país es tan práctico como necesario. Mientras esto suceda así, cualquier condición de víctima corre el serio peligro de ser marginada cuando no estigmatizada. Cualquier esfuerzo por contar, con relativa distancia aséptica, lo sucedido entre 1980 y 2000 será tachada como de apologeta del terrorismo y, finalmente, cualquier versión que no sea la oficial y aprobada desde el Estado que derrotó a Sendero y al MRTA, resultará negada. Así, basta con dar cuenta del maltratado recibido el pasado mes de mayo por la película La casa rosada, en donde se reflejan las torturas y excesos de quienes eran sospechosos de ser senderistas, o la controversia en torno al Lugar de la Memoria (LUM) que, por sus siglas, denota para parte de la sociedad peruana una peligrosa relación con la palabra “luminoso”.

A pesar de todo, siguen siendo imprescindibles acciones para reivindicar del Estado peruano una labor de reconocimiento, reparación simbólica y superación de la impasividad molesta en la que se inscriben sus acciones políticas y que, igualmente, son extensibles a los grupos armados y sus exmiembros y correligionarios políticos. Es imprescindible que medios desligados del establecimiento, que la universidad o que nuevos extremos de la sociedad civil den cuenta de que la batalla por la memoria y el reconocimiento es algo que compromete a todos los extremos de la sociedad peruana – de lo cual, la capital limeña, muy alejada de los centros de mayor violencia del conflicto, también ha de cuestionarse. La reparación de una urgencia colectiva de la construcción de paz y, por ende, es un valor social del que todos son corresponsables.

Asimismo, las víctimas deberán trabajar, como siguen haciéndolo, en muchos casos, tras más de tres décadas de olvido y humillación, para que sus derechos como víctimas sean reconocidos, protegidos y reparados. Una aspiración que, por difícil que parezca, sigue alumbrando la esperanza de muchas de ellas, como en tantas conversaciones y entrevistas en profundidad me han hecho saber, casi siempre, concitando el relato atroz con el control, casi siempre imposible, de la emotividad y de los sentimientos. Las víctimas en Perú saben perfectamente que mientras el fujimorismo mantenga su mayoría en el Legislativo y continúe la polaridad al respecto de qué supone y cómo se ha de superar el lastre de la violencia política en Perú, queda muy alejada cualquier opción de diálogo efectivo o de la reconciliación. Sin embargo, siguen albergando la ilusión de que ese momento llegará y de que, tarde o temprano, la asunción de responsabilidades y la reparación sobre los excesos serán interpretados no como un acto de vergüenza sino, todo lo contrario, de maduración, empatía y reconocimiento nacional. Esperamos, de verdad, que así sea.