¿Tendrá Barack Obama la sensatez de cambiar una política antidroga que lleva décadas causando estragos en América Latina?

Desde hace casi 20 años, se viene utilizado la denominada teoría del globo para explicar la inutilidad de la guerra de EE UU contra las drogas. Es imposible controlar el cultivo de coca, marihuana u opio -afirma esta teoría- ya que si reduces la superficie dedicada al cultivo de coca en Bolivia, verás como el número de hectáreas cultivadas en Perú se incrementa en la misma proporción. Reduce la extensión cultivada en Perú y los narcotraficantes pronto trasladarán sus operaciones a Colombia. Da igual por dónde aprietes el globo, el aire simplemente se redistribuye de forma diferente.  

Ahora que el presidente Obama se dirige a México, donde espera inaugurar un nuevo capítulo en la guerra estadounidense contra el narcotráfico, debe entender las limitaciones derivadas de la teoría del globo. EE UU lleva 40 años embarcado en su “guerra contra la droga”, una batalla costosa, creada y alentada por Washington, pero que se libra en suelo latinoamericano y se cobra vidas latinoamericanas. Limitarse a retocar, reforzar o refinanciar las mismas políticas de siempre es inútil. Nada ha funcionado. Es más, Obama debería darse cuenta de que la teoría del globo no alcanza a describir la situación en toda su gravedad. El narcotráfico se parece más bien al virus del sida: cuando está presente, origina una enfermedad mortal en el organismo.

Y, como buen virus, resiste a los tratamientos convencionales -no importa cuán potentes sean. Veamos, por ejemplo, el caso de Colombia, posiblemente el país más afectado por el problema. Los gobiernos de este país llevan décadas atacando de forma simultánea y coordinada a los narcos y a los arraigados grupos guerrilleros, mediante una ofensiva diseñada para aplastar a ambos. Sin embargo, contra todo pronóstico, los dos principales grupos se aliaron. En 2000, el entonces presidente estadounidense Bill Clinton intentó reconducir la situación inyectando 1.300 millones de dólares (unos 1.000 millones euros) a través del Plan Colombia. Bogotá recibió agradecido el dinero, que ha permitido a su Ejército infligir daños severos a los grupos guerrilleros. Pero todo ello no ha servido para reducir lo más mínimo las cifras globales de exportación de sustancias prohibidas. En 1998 la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y la Delincuencia estimó que unas 600 toneladas de droga salieron de Colombia. Diez años más tarde, la cifra se mantiene igual.

De manera similar, destinar más fondos no ha servido para erradicar el problema en Bolivia y Perú. Los partidarios de la guerra contra la droga señalan el caso de Chapare, una remota región de Bolivia donde el cultivo de coca fue prácticamente erradicado. Pero aquello fue hace mucho tiempo: desde 1994 la cantidad estimada de coca producida y exportada en este país no ha dejado de crecer, y se está detectando la existencia de fábricas de cocaína en El Alto, municipio fronterizo con la capital, La Paz, lo cual no presagia nada bueno. En Perú el narcotráfico está resurgiendo, y su dinero está permitiendo que resucite una vieja pesadilla, el Partido Comunista de Perú -la demencial organización guerrillera conocida como Sendero Luminoso.

En México, que en estos momentos está en primera línea de la lucha contra la droga, la situación no es mejor, como bien sabe el Gobierno de Obama. El país azteca no padece un problema arraigado de guerrillas como el de Colombia, y tampoco produce coca (el 40% de los ingresos por tráfico estas sustancias ilegales en México provienen de la exportación de marihuana cultivada en el país). Lo que tiene son unas fuerzas de seguridad implicadas de lleno -a ambos lados de la ley- en la guerra entre cárteles rivales y el Estado.

El tráfico de drogas es tan rentable que las personas encargadas de luchar contra él -políticos, policías, militares- a menudo están a sueldo de los narcos. Según los datos de la Secretaría de Defensa mexicana, uno de cada tres traficantes tiene vínculos con el Ejército, que el año pasado sufrió 20.000 deserciones. En la localidad fronteriza de Ciudad Juárez se ha detectado que más de un tercio de la policía profesa lealtades ambiguas.

Del mismo modo que el sida abre la puerta a la neumonía y otras enfermedades sistémicas, el tráfico de droga ha guiado a los mexicanos hacia otras actividades ilegales. Debido a su larga frontera con Estados Unidos, el papel de contrabandistas de las mafias se ha extendido a otras actividades relacionadas o no con las drogas. Los beneficios, los contactos y la pericia que las bandas han adquirido transportando cocaína, heroína, metanfetaminas, marihuana y otras estupefacientes diversas, ahora se ponen en práctica en otras áreas: los delincuentes mexicanos se han convertido en los segundos productores mundiales de pornografía infantil, según algunas estimaciones; la pesadilla de los secuestros se está agravando; y las mafias de la droga participan muy activamente en el tráfico de personas -de todo tipo, desde inmigrantes ilegales procedentes de cualquier país hasta prostitutas en mayor o menor grado esclavizadas.





























           
Las personas encargadas de luchar contra el tráfico de drogas -políticos, policías, militares- a menudo están a sueldo de los ‘narcos’
           

Por desgracia, las medidas adoptadas hasta la fecha por EE UU y México no han conseguido frenar esta infección mortal. Durante su primera semana de mandato, el presidente Calderón anunció que iba a enviar al Ejército a las ciudades y regiones donde la violencia relacionada con la droga estaba aumentando. Ahora hay más de 30.000 soldados desplegados en más de una docena de Estados, y el efecto más visible ha sido la confusión y el caos. Los resultados a largo plazo tampoco han sido esperanzadores. Numerosos narcotraficantes de alto nivel han sido detenidos, pero es perfectamente posible que ello desemboque en nuevas luchas de poder entre los supervivientes. Y lo que es peor, el Ejército mexicano, que desde hace mucho tiempo venía manteniéndose al margen de la política, ha sido convertido en foco de atención en un tema fuertemente polémico, y dejado a merced del poder de corrupción -aparentemente ilimitado- del dinero del narcotráfico. Incluso aunque el plan tenga éxito a corto plazo, la enfermedad empeorará de nuevo cuando se suspendan estas duras medidas de erradicación.

Además, y a pesar de las promesas y los gestos simbólicos de las autoridades estadounidenses, la actual cooperación bilateral contra la droga es insignificante, si consideramos lo que se espera lograr con ella. Hasta la fecha se han desembolsado unos 300 millones de dólares -ni siquiera lo prometido- para combatir una actividad cuyo valor se estima en unos 25.000 millones de dólares anuales. Y la ayuda está enfocada, como era de esperar, hacia la vertiente material del problema: helicópteros, un avión y sistemas de radar. Pero la cirugía no sirve para curar un virus. Apenas se presta atención o financiación a lo que algunos expertos antidroga consideran la clave del problema: en México no hay un aparato estatal eficiente e incorruptible que haga cumplir la ley. El país necesita desesperadamente agentes capaces de investigar el blanqueo de dinero; de localizar, detener y llevar a juicio a delincuentes de primer orden y mantenerlos encerrados en la cárcel; y de ganarse el respeto de los ciudadanos mexicanos respetando sus derechos y manteniendo la paz. Poco hace la ayuda de EE UU en estos frentes.

En resumen, hemos llegado a una situación terrible. En 1974, el cultivo y la exportación de drogas ilegales se limitaban a México, los países andinos, Afganistán y el Sureste Asiático. Ahora, tras 40 años de guerra infructuosa contra la droga, los narcotraficantes operan también, y cada vez con más impunidad, en Brasil, Venezuela, Argentina, Paraguay, América Central, el Caribe, Europa del Este, gran parte de Asia y -quizá lo más alarmante, dada la pobreza de sus sociedades- en zonas de África. Antes de que este enfoque militarista sin sentido provoque más daños, es el momento de cambiar de política.

 

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