Por qué los pobres y no los expertos resolverán la crisis alimentaria.   

 

Toda ONG tiene su declaración de intenciones.  Por ejemplo, para CARE, una de las más grandes y mejor financiadas del mundo, la meta es: “Asistir  a las personas y a las familias de las comunidades más pobres del mundo. Aprovechando la fortaleza  de nuestra diversidad global, nuestros recursos y nuestra experiencia, promovemos soluciones innovadoras y   defendemos la responsabilidad global”. Sin  duda, CARE cuenta con un equipo de expertos  con años de experiencia en más de setenta  países, y sus esfuerzos para abordar las  “causas subyacentes de la pobreza” son impresionantes.  En sus objetivos, al igual que en los  de la mayoría de ONG, está implícita la idea  de que posee un conocimiento excepcional  sobre cómo responder a las necesidades de  los más desfavorecidos en el mundo. Pero,  ¿es la que mejor lo sabe?

Fijémonos en uno de los problemas globales  más confusos de hoy en día: la exorbitante subida  del coste de los alimentos. Los precios de las  cosechas de arroz o trigo han aumentado más del  doble desde 2006, generando una tensión enorme  para los 1.200 millones de personas que  viven con un dólar o menos al día. En 2004, un  agricultor pobre en Udaipur (India), ya gastaba  más de la mitad de su dólar diario de ingresos en  alimentos, y eso era antes de que los precios del  grano se pusieran por las nubes.

Las ONG y las agencias de asistencia están  en primera línea de la crisis global, repartiendo alimentos y ayudando de diversas formas. Pero es  posible que el reparto de comida sea lo último que  los países pobres necesitan en este momento. En  muchos de los lugares más devastados, la agricultura  es la principal fuente de empleo. Los elevados  precios de los alimentos brindan a los agricultores  de estos países una oportunidad  excepcional para conseguir sustanciosos beneficios.  Inundar el mercado de productos importados  reducirá los ingresos de muchos campesinos y,  por tanto, podría ser más negativo que positivo.  Los programas de trabajo a cambio de un mísero  salario podrían ayudar a las personas a evitar el  hambre, pero también alejarlas de sus tierras de  cultivo justo cuando la agricultura está convirtiéndose  en un negocio lucrativo.

Las prioridades varían dependiendo de las  personas y de los lugares. Un agricultor del oeste  de África puede preferir renunciar a las semillas y  el fertilizante de la próxima temporada para poder  comer hoy. Un basurero de Yakarta (Indonesia)  puede sacrificar la visita al médico para no pasar  hambre. Los padres mexicanos pueden dejar a  sus hijos sin colegio si el coste de la educación  des  borda el presupuesto familiar. Las agencias de  asistencia no siempre pueden predecir lo que los  pobres valoran más.

Por tanto, el primer paso para abordar en  serio la crisis alimentaria es abandonar la idea de  que los donantes saben mejor lo que hay que  hacer. En lugar de más consejos u otro saco de  arroz, habría que entregar vales de ayuda. La premisa  básica es simple: darles la oportunidad de  decidir qué tipo de asistencia quieren recibir. Los  vales de ayuda, respaldados por los principales  países donantes, podrían repartirse a las personas  que lo necesitan. Sus beneficiarios podrían  canjearlos por productos (como alimentos o fertilizantes)  o por servicios (atención sanitaria o  formación  profesional) que más les convengan. Este  sistema permitiría a las familias satisfacer sus  necesidades sin perjudicar a los mercados que  pueden dar lugar a soluciones permanentes. Al  mismo tiempo, podría servir de incentivo para  que las empresas y las ONG presten servicios más  amplios.

Las agencias de asistencia no siempre pueden predecir lo que los pobres valoran más

Los vales podrían también ahorrar a las ONG  millones de euros que las víctimas nunca ven.  Descubrir lo que las personas necesitan durante  un desastre natural es bastante difícil desde un  helicóptero. Los efectos de la crisis alimentaria  son más difíciles de diagnosticar. Cada ONG  debe llevar a cabo estudios en los hogares, contratar  expertos, reunirse con representantes del  Gobierno local y los donantes extranjeros, y después  redactar solicitudes de subvención y recaudar  fondos antes de poder siquiera ayudar a su  primera víctima. Entretanto, monitorizar estos  esfuerzos absorbe unos recursos preciosos. Con  los vales, las agencias seguirían los dictados de la  mano invisible del mercado, en este caso, del  mercado de la ayuda.

Resolverían otro problema: la transparencia  en las cuentas. La mayoría de las ONG responden  sólo ante quienes financian sus operaciones,  no a sus verdaderos clientes: los pobres. Los  principales donantes hacen todo lo posible para  asegurarse de que su dinero se gasta de acuerdo  con sus promesas. En vista de la ausencia de un  mecanismo para que los pobres comuniquen sus  prioridades, las ONG sólo tienen que rendir  cuentas ante sí mismas. Un sistema de vales de  ayuda cambiaría esta situación. El mundo del  desarrollo está atestado de proyectos que siguen  recibiendo financiación después de dejar de ser  útiles. Con un sistema de vales, si una ONG ha  repartido un producto que nadie necesitaba, o no  ha logrado distribuir lo prometido, los beneficiarios  dejarían de acudir a ella para obtener  ayuda. Las organizaciones no tendrían que desperdiciar  fondos en costosas evaluaciones. Después  de todo, Pepsi no tiene que demostrar si su  refresco mejora la vida de sus consumidores. Los  productos que la gente no tiene intención de  adquirir no sobreviven mucho. Es hora de  exponer  al sector humanitario al mismo feedback del  mercado. Si esto asusta a algunas ONG, no debería.  Con demasiada frecuencia, deben atender  los caprichos de los donantes cuando preferirían  servir a los desfavorecidos. Sin apoyo financiero,  nunca podrían llevar a cabo su importante trabajo.  Pero si una parte significativa de su financiación  se canalizara a través del canje de los  vales, serían capaces de centrar su atención en los  pobres sin preocuparse tanto por agradar a las  fundaciones y agencias gubernamentales.

Los vales, por supuesto, no son la panacea.  La corrupción y el fraude serán una preocupación.  Pero ya han dado frutos. La organización  Servicios Católicos de Ayuda fue pionera en su  uso en 2000 con la celebración de ferias de semillas  para los agricultores. En Etiopía en 2004,  esta organización introdujo con éxito vales de  ganado para obtener ovejas, cabras e incluso  servicios veterinarios. Los gobiernos llevan  mucho tiempo utilizando otros tipos de vales a  una escala mayor: para colegios, en países en vías  de desarrollo, y en forma de cupones de alimentos  en EE UU. En definitiva, los vales pueden  funcionar, y es hora de aumentar su lógica  a una variedad de problemas mucho más amplia.  Ha llegado el momento de conceder a los pobres  el poder de elegir.