Los vástagos de los ex líderes asiáticos siguen llevando las riendas del continente.

 

Xi Jinping

El presidente chino, Xi Jinping . Johannes Eisele/AFP/Getty Images
El presidente chino, Xi Jinping . Johannes Eisele/AFP/Getty Images

El actual líder chino cuenta con todo un aval en la figura de su padre, Xi Zhongxun, quien cimentó una fulgurante carrera política que lo llevó a la vicejefatura del Gobierno, junto al trono de Mao Zedong. Su trayectoria se truncó en 1962, cuando cayó en desgracia y fue degradado hasta un modesto puesto directivo en una fábrica de tractores. Sufrió el encarcelamiento y la persecución durante la Revolución Cultural, y sólo en 1975 vio su honor rehabilitado.

Desde su retirada de la vida pública en 1988, el difunto Xi Zhongxun es recordado por los chinos como un líder moderado y modernizador, como una figura clave en la exitosa dirección de la política económica china, así como una figura heroica y revolucionaria a la que se rinde tributo en múltiples bustos y esculturas.

Su hijo, Xi Jinping, ha optado por un liderazgo menos conciliador. El nuevo mandatario ha concentrado un poder casi inédito, asumiendo más competencias y puestos que sus predecesores, poniéndose al frente de importantes cuerpos del Estado –entre ellos, los que controlan el uso de Internet– y fortaleciendo su autoridad y la de su círculo íntimo mediante un uso abusivo de las medidas anticorrupción. Asimismo, ha desarrollado un cierto culto a la personalidad del que habían prescindido sus antecesores inmediatos, y que muy probablemente no habría sido del gusto de su austero padre.

Desde que Xi Jinping alcanzó la cima del poder, el número de turistas que acuden a honrar la memoria de su progenitor se ha multiplicado. Pero es el hijo quien, en última instancia, puede beneficiarse de ese aval y hacer así historia en la China del siglo XXI, aprovechando ese legado para agrandar su propia imagen.

 

Park Geun-hye 

La presidenta de Corea del Sur, Park Chung-hee, enciende un incienso en recuerdo a su padre, Park Chung-Hee. Eon Young-Han/AFP/Getty Images
La presidenta de Corea del Sur, Park Chung-hee, enciende un incienso en recuerdo a su padre, Park Chung-Hee. Eon Young-Han/AFP/Getty Images

La presidenta de Corea del Sur desde 2013 nunca ha sido una desconocida. No sólo es la hija del ex presidente Park Chung-hee, quien gobernó con mano firmísima entre 1961 y 1979, sino que tuvo que ejercer como Primera Dama desde el asesinato de su madre en 1974 por un simpatizante del régimen norcoreano. Así, la mayor parte de los surcoreanos ha crecido con la costumbre de ver a la presidenta Park entre las bambalinas del Estado, habiéndose criado en el poder al abrigo de su padre hasta que fue asesinado en 1979 por el encargado de su propia seguridad.

El aval dinástico ha ayudado a la mandataria a hacerse con el poder y a derribar algunos de los prejuicios machistas que dificultan el acceso de la mujer surcoreana a posiciones de alto rango. A pesar de haber expresado su deseo de que se la juzgue por sus propios méritos, muchos de sus compatriotas quieren ver en ella la reencarnación política de su padre, a quien se le atribuye un papel crucial en la transformación económica del país.

Muchos surcoreanos admiran la eficiencia desplegada por el antiguo mandatario durante su largo periplo en el poder, pero otros lo recuerdan por sus maneras autoritarias. Éstas pesan sobre su hija, quien en 2012 se vio obligada a pedir perdón públicamente por los desmanes dictatoriales del ex presidente.

Al contrario que su padre, a quien se acusó de projaponés por priorizar las relaciones comerciales frente a la exigencia de perdón y reparaciones por los abusos cometidos por los nipones en la Segunda Guerra Mundial, la presidenta se ha mostrado más combativa en este sentido. Sin embargo, su postura es menos beligerante que la de su padre con respecto a Corea del Norte, país con el que el ex mandatario libró duros enfrentamientos armados.

Estos y otros gestos esbozan a una líder que busca su propio sello y que huye de un legado familiar del que le es imposible desembarazarse, puesto que gracias a él pudo forjarse precozmente en la alta política y lograr el apoyo de sus compatriotas.

 

Lee Hsien Loong 

El primer ministro de Singapur, Lee Hsien Loong , rinde homenaje a su padre, Lee Kuan Yew . Roslan Rahman/AFP/Getty Images
El primer ministro de Singapur, Lee Hsien Loong , rinde homenaje a su padre, Lee Kuan Yew . Roslan Rahman/AFP/Getty Images

El primer ministro de Singapur desde 2004 tiene la difícil tarea de estar a la altura de lo que logró su padre, el histórico mandatario Lee Kuan Yew. Éste gobernó entre 1959 y 1990 y es considerado como el padre fundador de la nación; fue también el creador del partido People’s Action Party (PAP), que se ha mantenido en el poder desde 1959.

El espíritu de Lee Kuan Yew sigue procurando al actual gobernante un caudal ingente de capital político, y es en parte por eso que ha podido renovar su mandato dos veces, en 2011 y 2015. La otra razón es el propio éxito de Singapur y de la tradicional política de democracia autoritaria y ultraeficiencia económica que instauró su padre, y que los habitantes de la ciudad-Estado no ven la necesidad de remplazar.

Pero las críticas de nepotismo dirigidas a Lee Hsien Loong abundan, y últimamente vienen desde su propia familia: su hermana le acusó recientemente de abusar de su poder y de ocupar la cúspide de una dinastía política, extremo que fue negado por el actual primer ministro, quien defendió la meritocracia como un valor fundamental de Singapur.

Es cierto que Lee Hsien Loong, gracias a su linaje y a su condición de primogénito, se labró desde muy temprano una carrera estelar –a los 32 años ocupó un alto puesto militar, y desde joven se asumía que algún día no lejano heredaría los mandos de la nación–. Además del poder ejecutivo, disfruta también de una excepcional influencia financiera, puesto que entre él y su mujer controlan los dos principales vehículos de inversión del país, la Corporación Inversora de Singapur, que él preside, y el grupo Temasek Holdings, en el que su esposa ejerce como consejera delegada.

Ser el vástago del padre de la nación le ha asegurado el camino a la cima del poder, dejando que sean quizás los escalafones inferiores los que se rijan por la mencionada meritocracia. 

 

Shinzo Abe

El primer ministro japonés, Shinzo Abe. Toru Yamanaka/AFP/Getty Images
El primer ministro japonés, Shinzo Abe. Toru Yamanaka/AFP/Getty Images

El dos veces primer ministro de Japón, actualmente en el cargo desde 2012, es nieto de Nobusuke Kishi, un ferviente nacionalista que fue jefe del Gobierno entre 1957 y 1960. En ciertos aspectos, como la política económica, el actual mandatario ha intentado distanciarse de su abuelo, al apostar por una cierta desregulación frente a las propensiones intervencionistas de Kishi. Pero otros elementos, como la provisión de estímulos agresivos para acelerar el crecimiento económico y reforzar así la influencia internacional de Japón, son vistos por algunos observadores como una continuación de la obra de su abuelo.

Sin embargo, lo que más recuerda a Kishi es el empeño de Abe en fortalecer el Ejército y el rol militar de Japón en el mundo. A su abuelo se le acusó de crímenes de guerra por su papel en la ocupación japonesa de Manchuria y por el uso de trabajadores forzados chinos; a su vez, ya como primer ministro, Kishi trató de cambiar la Constitución antibelicista que Estados Unidos impusieron a Japón tras la Segunda Guerra Mundial, y que impiden a Tokio mandar sus Fuerzas Armadas al extranjero. Abe ha cumplido ahora el sueño de su abuelo, ya que su Gobierno propuso una ley, aprobada por el Parlamento en 2015, que permite al Ejército nipón luchar fuera de su territorio.

Se trata de un movimiento que el Ejecutivo considera clave para hacer frente a desafíos como el creciente poderío militar chino. Pero la maniobra del primer ministro, que revive el espíritu nacionalista de su abuelo, preocupa a Pekín y tiene el potencial de complicar aún más las relaciones sino-japonesas.

 

Najib Razak

El primer ministro de Malasia, Abdul Razak Hussein, más conocido como Tun Razak.Richard Wainwright - Pool/Getty Images
El primer ministro de Malasia, Abdul Razak Hussein, más conocido como Tun Razak.Richard Wainwright – Pool/Getty Images

El primer ministro de Malasia desde 2009 es el primogénito de Abdul Razak Hussein (más conocido como Tun Razak), y sobrino de Hussein Onn, quienes también ocuparon en su día la jefatura del Gobierno.

Sin duda la influencia más determinante procede de su padre, Tun Razak, líder histórico en el proceso de independencia en 1957 y creador de la todopoderosa coalición Barisan Nasional, que ha ocupado el gobierno de forma ininterrumpida desde entonces. A su vez, a Tun Razak se le recuerda por el lanzamiento en 1971 de la Nueva Política Económica de Malasia, que sentó las bases del desarrollo y de una drástica reducción de la pobreza. Najib se crió en su seno político, haciéndose sin competición con el escaño de su padre tras su defunción, y ocupando diversos cargos bajo la protección de Mahathir Mohamad, quien gobernó Malasia durante 23 años, hasta su designación como candidato del partido para el cargo de primer ministro.

El bagaje Najib va a ser, no obstante, mucho más modesto y dudoso que el de su padre. El actual mandatario ha recibido fuertes críticas por la aprobación en 2015 de una ley de seguridad nacional que otorga poderes abusivos a las fuerzas de orden público. A su vez, Malasia se enfrentó en 2014 a dos terribles accidentes aéreos cuyas consecuencias no fueron adecuadamente afrontadas por las autoridades. Najib también ha sido acusado de corrupción por la transferencia a sus cuentas personales de unos 700 millones de dólares supuestamente procedentes de un programa de modernización económica (finalmente, se ha concluido que ese dinero proviene de una misteriosa donación de la familia real saudí).

Con tan complicado historial, no es extraño que Najib pueda tener un recorrido más corto de lo esperado en la cima del Gobierno, ni que la oposición consiguiera los mejores resultados de su historia en los comicios de 2013. Pero a pesar de estas grietas, siempre será difícil apear del poder a la coalición que tan firmemente cimentó su padre.

 

Aung San Suu Kyi

Aung San Suu Kyi junto al retrato de su padre, el general Aung San. Romeo Gacad/AFP/Getty Images
Aung San Suu Kyi junto al retrato de su padre, el general Aung San. Romeo Gacad/AFP/Getty Images

Para el observador extranjero, Aung San Suu Kyi es la gran referencia de la lucha por la democratización de Myanmar. Ahora, tras la victoria de su partido en las pasadas elecciones, es el alma de un Gobierno dirigido por su amigo Htin Kyaw en el que ella ejerce el poder a la sombra. Sin embargo, en el país es admirada y conocida tanto por sus méritos propios como por ser la hija pequeña del general Aung San, el padre de la nación antes de que ésta fuera amordazada por la dictadura militar.

Fundador del partido comunista y jefe de Gobierno de la Birmania británica entre 1946 y 1947, Aung San se erigió como el principal artífice político de la independencia, si bien fue asesinado apenas seis meses después de alcanzarla.

El recuerdo del general magnifica la dimensión política de su hija, a pesar de que ésta tenía sólo dos años cuando lo mataron en 1947. Aun no habiendo conocido realmente a su padre, Aung San Suu Kyi ha hecho uso de su legado para convertirse en la líder política más relevante del país. La represión de las autoridades la llevó al arresto domiciliario en 1988, y con él se forjó la canonización de Suu Kyi como opositora. La junta militar, por su parte, se empecinó siempre en intentar borrar a su padre de la memoria colectiva.

La creciente apertura del país pone a esta líder ante el examen de la realidad. Rehén de las expectativas generadas durante sus 15 años de cautiverio, ella y el Ejecutivo del que forma parte tienen formidables retos por delante: la pobreza, la lucha de los múltiples ejércitos de minorías étnicas contra las fuerzas nacionales, el tráfico de jade y opio o las fricciones religiosas entre budistas y musulmanes.

Quizás Suu Kyi pueda encontrar en su padre la inspiración para abordar algunos de estos problemas. En su época, el general trabajó con los líderes de las minorías para buscar un consenso sobre el equilibrio de poder de la Birmania independiente. Ése es el espíritu que, según algunos observadores, debe restaurarse para conseguir que los ejércitos étnicos se desmovilicen e integren en la sociedad. Está por ver si Suu Kyi tiene la visión y el coraje que se la atribuyen para afrontar éste y otros retos, o si carece de la estatura que muchos la presuponen por ser la hija del gran Aung San.

 

Kim Jong-un

El joven líder norcoreano, Kim Jong-Un, en una ceremonia. Ed Jones/AFP/Getty Images
El joven líder norcoreano, Kim Jong-Un, en una ceremonia. Ed Jones/AFP/Getty Images

El mandatario norcoreano desde 2011 procede de una dinastía de líderes supremos que inició su abuelo, Kim Il-sung, quien gobernó durante 46 años (hasta 1994) con la promesa de un régimen marxista-leninista que acabó degenerando en la ideología del Estado norcoreano: el Juche, una amalgama de ideas que apuntan al aislamiento paranoide y la absoluta autarquía. A su vez, con el abuelo se inició el célebre culto a la personalidad del líder.

Kim Il-sung plantó la semilla de lo que hoy es probablemente el régimen más opresor del planeta, pero sus descendientes no han hecho sino distorsionar aún más su legado. Kim Jong-il, el padre del actual líder, prorrogó las ideas del abuelo y presidió sobre las grandes hambrunas que azotaron el país en los 90; pontificó sobre la doctrina del Juche, firmando obras en las que se desarrollaba esa ideología, y reclamó apelativos como el de Amado Líder. También sentó las bases para el poder que tomó su hijo en 2011, centradas en la disuasión nuclear, la complicidad de China como valedora de los desmanes de Pyongyang y la anestesia propagandística de su pueblo.

Kim Jong-un ha recogido el testigo y ha rebasado las directrices paranoicas de su padre. La amenaza militar ha ido más lejos que nunca con el joven mandatario, que recientemente dijo haber completado con éxito unas pruebas para el lanzamiento de misiles submarinos; a su vez, se estima que el arsenal nuclear norcoreano podría albergar hasta cien bombas en los próximos cinco años.

El tono revanchista y amenazante parece haberse recrudecido con el que quizás sea el corolario a un linaje político degenerado y cada vez menos preparado para ejercer sus responsabilidades. A su vez, el actual líder se ha encargado de apuntalar su impronta personal mediante la purga (con ejecución incluida) de algunas figuras del Estado próximas a su padre.

A pesar de su juventud, un hecho especialmente gravoso en un país que consagra las virtudes de la vejez, no hay ninguna indicación de que exista un desafío creíble a su poder. Su mandato no sólo lleva camino de ser más dañino que el de sus ancestros, sino quizás más largo.