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Estadounidense que apoya a Trump. Mark Makela/Getty Images

Muchos votantes republicanos siguen defendiendo a su candidato y deberíamos preguntarnos cuáles son sus motivos en vez de tratarlos con condescendencia.

Siempre es tentador considerar la irracionalidad de quienes votan en un sentido diametralmente opuesto al que lo haríamos nosotros y, muy especialmente, cuando son extranjeros. Ese mero pensamiento nos hace sentirnos sabios, superiores y sagaces a su lado sin realizar el menor esfuerzo por escucharlos y comprenderlos. También hay quienes, aun concediéndoles a los votantes trumpianos algún tipo primitivo de raciocinio, los miran con paternalismo y atribuyen a sus opiniones una forma de ignorancia tan supina como autodestructiva. Pobre gente.

Naturalmente, de esos prejuicios no saldrán más que unos pseudoargumentos que no nos permitirán ni conocer mejor la realidad de Estados Unidos, ni respetar al discrepante en una era marcada por la polarización extrema. Por todo eso, nos vendría bien considerar, al menos hipotéticamente, que muchos de los votantes de Trump son tan inteligentes, racionales e idealistas como nuestros vecinos. Ni más ni menos. Lo que de verdad los diferencia son sus objetivos, y la convicción de que el Presidente ha demostrado en su primer mandato que es el que mejor puede ayudarles a alcanzarlos.

¿Pero cuáles son esos objetivos y qué motivos (y medias verdades) pueden hacer que tantos millones de personas sigan creyendo en Trump después de cuatro años?

 

Economía y clase media: ¿estamos mejor que en 2016?

Durante los tres primeros años del mandato de Trump, los ingresos de los hogares pasaron de 63.000 a más de 68.500 dólares anuales, los salarios por hora de la clase baja aumentaron un 7% en total (pueden consultarse aquí y aquí) y el desempleo llegó a hundirse a niveles nunca vistos desde los 60. Los ingresos de los hogares, ajustados a la inflación, no superaron las cifras del año 2000 hasta 2016 y el mandato de Trump ha sido el primero en encadenar tres ejercicios consecutivos, en los que los ingresos han rebasado los de hace dos décadas.

En paralelo, el crecimiento económico que Trump atizó con sus recortes fiscales en 2018 no ha cambiado demasiado la distribución de ingresos entre los distintos grupos de población. Los hogares de clase baja y media baja siguieron captando en 2019 el mismo porcentaje que en 2016, los de la clase media-media cedieron un 0,1%, los de clase media alta cedieron un 0,2% y los de clase alta incrementaron su porción del pastel en un 0,4%.

Como se ve, los empeoramientos estuvieron muy repartidos, algo que evitó que un colectivo se sintiese especialmente golpeado. Además, esas caídas se produjeron en términos relativos, porque el crecimiento económico llevó a que prácticamente todos los grupos aumentasen sus ingresos y a que fuese fácil encontrar un empleo. Por último, aunque es cierto que la desigualdad se ha ensanchado con Trump en la primera potencia mundial, también lo es que, desde 2017 hasta 2019, los salarios por hora de la clase baja fueron los que más crecieron.

Dicho esto, ¿cómo es posible que los votantes trumpianos no le hayan dado la espalda a su líder con la brutal recesión que ha provocado en su país la pandemia? ¡Pero si el paro se multiplicó en abril por más de tres!

En fin, después de lo que hemos visto en nuestros países, ¿nos sorprendería mucho que los trumpianos llegasen a esgrimir que la crisis no es culpa de su Gobierno federal o que matizasen que la mala gestión es una responsabilidad compartida con administraciones anteriores, con sus líderes regionales y locales y con potencias extranjeras como China, que tardó demasiado en reportar la gravedad del coronavirus y la expansión de los contagios?

Por último, si es cierto que el paro se catapultó del 4,4% de marzo al 14,7% en abril, no lo es menos que se ha reducido en más de un 45% desde entonces y que, en marzo, Estados Unidos lanzó un histórico plan de estímulo de dos billones de dólares, que incluía cheques al portador para las familias y la ampliación de los subsidios de desempleo.

 

Guerras comerciales: ¿hemos ganado, Donald? 

En 2018, Trump había conseguido renegociar el tratado de libre comercio con México y Canadá, y arrancarles a estos dos países unas modestas concesiones que favorecían a los gigantes de la automoción y las empresas lácteas estadounidenses. Su electorado pudo sentirlo como una victoria, pero aquello era caza menor. Había que ir a por China.

Según Pew Research, los estadounidenses que ven negativamente al gigante asiático han pasado del 47% en 2017 al 66% en 2020 y les preocupa el poder de sus multinacionales tecnológicas. Además, la mitad de los ciudadanos considera problemas "muy serios" la pérdida de empleos por culpa de China y el déficit comercial de su país con ella.

Pues bien, el déficit comercial con China se desplomó casi un 20% entre 2018 y 2019 y cayó un 30% más en el primer cuatrimestre de 2020. En segundo lugar, durante lo peor de la guerra comercial (desde enero de 2018 hasta enero de 2020), se crearon unos 300.000 empleos industriales en EE UU y, no lo olvidemos, el paro se hundió a niveles de los 60 y aumentaron claramente los salarios de la clase baja. No será muy difícil que millones de estadounidenses relacionen, erróneamente, la confrontación con esa prosperidad.

El pasado mes de enero, en una señal que muchos interpretaron como el resultado natural de la victoria de Washington sobre Pekín, China aceptó comprar 200.000 millones adicionales de productos americanos durante dos años (por encima de los niveles de 2017), mejorar la protección de la propiedad intelectual estadounidense, detener las transferencias de tecnología coercitivas y abstenerse de utilizar la devaluación de la moneda como arma comercial. A Trump eso no le ha impedido seguir hostigando, este mismo verano, a Huawei o intentar acabar con WeChat o TikTok en EE UU.

 

¿Has acabado con el legado de Obama?

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Donald Trump haciendo campaña en Pensilvania, octubre de 2020. Spencer Platt/Getty Images

Para muchos votantes republicanos, el legado de Barack Obama es una herencia tóxica sostenida por cuatro grandes pilares: su reforma sanitaria, sus intervenciones militares en el extranjero, su compromiso con el cambio climático y su supuesta falta de compromiso con la identidad tradicional de Estados Unidos que, naturalmente para ellos, es fundamentalmente conservadora. Trump puntúa muy mal en el primer apartado, pero, entre los suyos, seguramente apruebe con nota en el resto.

El desmantelamiento republicano de la reforma sanitaria de Obama ha sido un fracaso sin paliativos. De hecho, su apoyo entre los estadounidenses ha pasado del 49% al 55% en dos años y, aunque se ha reducido en tres puntos entre los republicanos, se ha catapultado en 11 puntos entre los independientes, que incluyen demócratas y republicanos moderados. Además, la pandemia ha mejorado la valoración de la reforma sanitaria de Obama y ha erosionado la reputación de Trump. Solo el 39% de los ciudadanos lo ve como el líder más adecuado para luchar contra la crisis de salud global que es, no olvidemos, el principal desafío de su país en estos momentos.

Los trumpianos lo tienen más fácil en el apartado militar. Su presidente ha frenado la tendencia descendente en los gastos del Pentágono desde 2010 y ha comenzado a incrementarlos de nuevo. Adicionalmente, ha reducido las tropas en Siria y, en menor medida, Irak y Afganistán… y ha humillado y marginado a halcones neoconservadores como Bill Kristol, que celebraron y animaron no solo la guerra de Afganistán, sino también la de Irak durante la administración Bush.

En el campo del cambio climático, además del abandono del Acuerdo de París, Trump ha lanzado decenas de acciones legislativas o administrativas para relajar las regulaciones ambientales y sobre emisiones. Uno de los casos más obvios ha sido el reemplazo del Clean Power Plan de Obama (focalizado en la reducción de las emisiones del sector eléctrico) por una versión muy descafeinada.

 

Somos americanos

Por fin, la defensa de la supuesta identidad tradicional estadounidense por parte de Trump es un totum revolutum, que incluye unas relaciones interraciales satisfactorias para los republicanos, la lucha contra la inmigración ilegal, la eliminación de impuestos y burocracia (¡acabemos con el leviatán!) y la promoción de los valores tradicionalistas en los tribunales.

Más del 70% de los republicanos valora positivamente la gestión de las relaciones interraciales de Trump, pero las expectativas se han desinflado en los últimos cuatro años. Más de la mitad de sus simpatizantes cree que los afroamericanos lo tienen más difícil que los blancos y la ventaja de Trump entre estos votantes se ha desplomado a la mitad frente a Biden. Hillary Clinton era, en este sentido, una rival mucho más asequible.

Para los trumpianos, el resultado de la política migratoria, fiscal y judicial de su candidato es menos ambiguo. El actual inquilino de la Casa Blanca ha multiplicado las detenciones de inmigrantes ilegales en la frontera con México, llevándolas en 2019 a máximos de los últimos doce años, ha incrementado en casi un 25% los arrestos de todos los sin papeles dentro del país y, por último, ha aumentado las deportaciones, que ahora son más rápidas.

Trump llevó a cabo en 2017 la reforma fiscal más profunda desde los tiempos de Ronald Reagan: supuso una rebaja tributaria de un billón y medio de dólares. Además, sus recortes regulatorios podrían haber ahorrado más de 50.000 millones de dólares durante sus tres primeros años de mandato, aunque algunos de ellos, ya lo dijimos, diluyeron la eficacia de normas contra las emisiones y el cambio climático.

Por último, Trump no solo ha nombrado a más de 50 jueces afines  en las Cortes de Apelación, sino que también ha conseguido situar a tres magistrados conservadores (Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett) en el Tribunal Supremo. A partir de ahora, gane o no gane Biden, tendrá que convivir con la mayoría conservadora más aplastante que ha existido en el alto tribunal desde los años 50. Y los votantes republicanos saben a quién agradecérselo en las urnas.