Se suponía que los mercados libres debían impulsar las sociedades libres, pero la realidad es que la economía globalizada y sobrealimentada de hoy está socavando el poder de la gente en las democracias de todo el planeta. Bienvenidos a un mundo en el que los resultados importan más que el bien común y el gobierno se deja dominar por la gran empresa.

En teoría, eran la pareja ideal. El capitalismo y la democracia, nos dijeron durante mucho tiempo, constituyen los dos pilares ideológicos capaces de aportar al mundo una prosperidad y una libertad sin precedentes. En los últimos decenios, ambos han experimentado un ascenso. El capitalismo, desde casi todos los puntos de vista, está triunfando en el mundo. La mayoría de los países forman parte de un mercado mundial único, integrado y turboalimentado. La democracia ha tenido un renacimiento similar. Hace 30 años, había elecciones libres en un tercio de los Estados del planeta; hoy se celebran casi en dos terceras partes del mismo.

Suele decirse que, donde florece uno de estos dos sistemas, el otro le sigue muy pronto. Pero lo cierto es que su suerte está empezando a ser distinta. Mientras que el capitalismo –vendido durante mucho tiempo como el yin del yang democrático– está en auge, la democracia se mantiene a duras penas. China, a punto de convertise este año en el tercer mayor país capitalista del mundo, por detrás de Estados Unidos y Japón, ha adoptado la libertad de mercado, pero no la política. Muchos Estados prósperos –desde Rusia hasta México– son democracias sólo en teoría. Padecen los mismos problemas que han pervertido la democracia en Estados Unidos en años recientes, al permitir que las empresas y las élites mantenidas por un éxito económico desenfrenado debiliten la capacidad del Gobierno de abordar las inquietudes de los ciudadanos.

botaPor supuesto, democracia significa mucho más que un proceso de elecciones libres y limpias. Es un sistema para realizar cosas que sólo pueden lograrse cuando los ciudadanos se unen para favorecer el bien común. Sin embargo, aunque el libre mercado ha supuesto una prosperidad inusitada para muchos, ha ido acompañado de unas desigualdades crecientes de rentas y riqueza, más inseguridad en el empleo y riesgos medioambientales como el calentamiento global. La democracia debería permitir que los ciudadanos aborden estas preocupaciones de manera constructiva. No obstante, los habitantes de Europa, Japón y Estados Unidos sienten cada vez más impotencia política, al mismo tiempo que aumenta el poder de los consumidores y los inversores. En pocas palabras, ninguna nación democrática está resolviendo los efectos negativos del capitalismo.

Pero esto no es culpa de este sistema económico. A medida que estas dos fuerzas se han extendido por el mundo, hemos ido difuminando sus responsabilidades, en detrimento de nuestras obligaciones democráticas. El papel del capitalismo es incrementar el pastel económico, y nada más. Y, mientras que este modelo ha aprendido muy bien a dar respuesta a lo que quieren los ciudadanos como consumidores, las democracias luchan por llevar a cabo sus funciones básicas: articular el bien común, actuar en función de él y ayudar a las sociedades a crecer y ser más igualitarias. La democracia, cuando funciona como es debido, permite que los ciudadanos mantengan un debate colectivo sobre cómo repartir el pastel y decidan qué normas deben regir los bienes privados y cuáles los públicos. Hoy en día, esas tareas recaen, cada vez más, sobre el propio mercado. Lo que se necesita a toda costa es un límite claro entre el capitalismo globalizado y la democracia, entre el juego económico, por un lado, y la forma de fijar sus normas, por otro. Si el propósito del capitalismo es permitir que las empresas actúen de la forma más agresiva posible en el mercado, el reto que deben afrontar los ciudadanos es el de impedir que esas entidades económicas dicten las normas que rigen nuestras vidas.

 

EL COSTE DE HACER NEGOCIOS
La mayoría de la gente tiene ideas contradictorias. Como consumidores e inversores, queremos las oportunidades y la alta rentabilidad que permite la economía globalizada. Como ciudadanos, no nos gustan muchas de las consecuencias sociales de esas transacciones. Preferimos culpar a las grandes empresas de los males que derivan de ellas, pero la verdad es que es un pacto que hemos hecho con nosotros mismos. Al fin y al cabo, sabemos dónde están las raíces de las grandes circunstancias económicas que disfrutamos. Están en los trabajadores obligados a trabajar con peores sueldos y menos prestaciones. Están en empresas que se olvidan de su lealtad respecto a las comunidades y se transforman en cadenas de suministro globalizadas. Están en directivos que cobran sueldos exorbitantes. Y están en industrias que, a menudo, destruyen el medio ambiente.

Por desgracia, en Estados Unidos, el debate sobre el cambio económico suele producirse entre los dos extremos, el de los que quieren que mande el mercado, sin ninguna cortapisa, y el de los que desean proteger los empleos y las comunidades tal como están. En vez de encontrar formas de suavizar el impacto de la globalización, compensar a los que salen perdiendo o hacer que el cambio sea más lento, preferimos presentar batalla. Casi siempre ganan los consumidores y los inversores, aunque los ciudadanos, a veces, logran alguna victoria simbólica, cuando tratan de impedir un nuevo acuerdo comercial o protestan contra la venta de empresas estadounidenses a conglomerados extranjeros. El hecho de que las reacciones sean tan esquizofrénicas, muchas veces, es un síntoma del conflicto interior que padecemos, entre el consumidor y el ciudadano que todos llevamos dentro.

Cada vez dejamos más responsabilidades al sector privado y sus relaciones públicas, como si creyéramos que cierto sentido intrínseco de moral va a obligarles a actuar en defensa del bien común

Estos sentimientos contradictorios existen a ambos lados del Atlántico. La reciente oleada de reestructuraciones empresariales en Europa ha sacudido el tradicional compromiso del continente de garantizar la seguridad del puesto de trabajo y el bienestar social, y está dividiendo a los europeos, que no están seguros de si prefieren las ventajas privadas del capitalismo globalizado frente a unos costes sociales en aumento, tanto en sus propios países como en el extranjero. Un ejemplo es el sector del automóvil. En 2001, DaimlerChrysler sufría pérdidas económicas cada vez mayores, a medida que los compradores europeos daban la espalda a la compañía para pasar a otros rivales más baratos. De modo que su consejero delegado, Dieter Zetsche, eliminó 26.000 puestos de trabajo de la plantilla en todo el mundo y cerró seis fábricas. Y hasta las empresas más rentables sienten las presiones para serlo todavía más. En 2005, Deutsche Bank anunció un 87% de aumento de beneficios netos y, al mismo tiempo, un plan para eliminar 6.400 puestos laborales, casi la mitad de ellos en Alemania y Gran Bretaña. Un total de 1.200 de esos empleos se trasladaron a países con salarios más bajos. Hoy, a los consumidores e inversores europeos les va mejor que nunca, pero la inestabilidad laboral y las desigualdades van en aumento, incluso en socialdemocracias que se crearon para contrarrestar las injusticias del mercado. Ante estos cambios, las democracias europeas se han quedado paralizadas, y la única forma que tienen los ciudadanos de expresar su oposición son los boicots y las huelgas.

En Japón, muchos negocios han acabado con los puestos de trabajo vitalicios, han reducido plantillas y han cerrado líneas de negocio que no eran rentables. Pocos meses después de convertirse en el primer consejero delegado no japonés de Sony, Howard Stringer anunció que la compañía iba a deshacerse de 10.000 empleados, aproximadamente el 7% de su plantilla. Desde luego, algunos consumidores e inversores nipones se han beneficiado de esas reducciones empresariales: en 2006, el mercado de valores de Japón alcanzó su máxima cota en 14 años. Pero atrás se han quedado muchos trabajadores. Un país que, en otro tiempo, se enorgullecía de ser una “sociedad de clase media” está comenzando a sufrir tremendas diferencias de rentas y riqueza. Entre 1999 y 2005, la proporción de hogares sin capacidad de ahorro se duplicó, pasó del 12% al 24%. Y los ciudadanos declaran sentirse impotentes. Como muchos otros países libres de todo el mundo, Japón está adoptando el capitalismo globalizado con una democracia demasiado débil para hacer frente a todas las consecuencias sociales del mercado libre.

En el otro extremo del espectro político se encuentra China, que se ha lanzado a la piscina del capitalismo sin el menor atisbo de democracia. Está muy bien para los que invierten en el gigante asiático, pero las repercusiones sociales para sus habitantes son cada vez mayores. Las diferencias de ingresos aumentan enormemente. Los nuevos líderes empresariales chinos viven en mansiones situadas dentro de urbanizaciones protegidas y envían a sus hijos a estudiar en el extranjero. Mientras tanto, las ciudades rebosan de campesinos llegados de las zonas rurales, que se hunden en la pobreza urbana y el desempleo. Y los más afectados tienen pocos instrumentos políticos para cambiar la situación, aparte de organizar protestas que siempre terminan aplastadas por la fuerza.

Por el contrario, los ciudadanos de países democráticos no sufren esas limitaciones. Tienen la capacidad de modificar las reglas del juego, por lo que el coste social no tiene por qué ser tan grande. Y, sin embargo, cada vez más dejamos esas responsabilidades en manos del sector privado –de las propias empresas y sus escuadrones de profesionales dedicados a las labores de presión y las relaciones públicas–, como si creyéramos que cierto sentido intrínseco de la moral o el civismo corporativo va a obligarles a actuar en defensa del bien común; cuando lo cierto es que no tienen ninguna responsabilidad innata de abordar las desigualdades ni de proteger el medio ambiente. Nos olvidamos de que su único deber es el de proteger la cuenta de resultados.

 

LAS REGLAS DEL JUEGO
¿Por qué ha triunfado el capitalismo mientras que la democracia se ha debilitado sin cesar? La última flaquea, en gran parte, porque las empresas, al agudizar la competencia en busca de consumidores e inversores mundiales, dedican cada vez más dinero a las labores de presión, las relaciones públicas e incluso los sobornos, para tratar de lograr la aprobación de leyes que les ofrezcan ventaja sobre sus competidores. El resultado es una pelea por tener influencia política que está ahogando las voces de los ciudadanos corrientes. En Estados Unidos, por ejemplo, las luchas que preocupan al Congreso, las que consumen meses o semanas de trabajo de los funcionarios de las cámaras, suelen ser disputas entre empresas o sectores rivales.

Aunque cada vez es más frecuente que las empresas redacten sus propias normas, por otro lado se les atribuye una especie de moral o responsabilidad social. Los políticos las elogian por actuar “de forma responsable” o las condenan por no hacerlo. Pero el propósito del capitalismo es obtener buenos resultados para los consumidores y los inversores. Los directivos de las empresas no están autorizados por nadie –y mucho menos por sus inversores– a hacer equilibrios entre los beneficios y el bien público. Tampoco tienen los conocimientos necesarios para hacer esos cálculos morales. En teoría, la democracia es la que traza tales límites en nombre del pueblo. Y el mensaje de que las empresas son entidades morales, con responsabilidades sociales, desvía la atención pública de la necesidad inicial de establecer ese tipo de normas y leyes.

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Es más o menos lo mismo que ocurre con la supuesta labor benéfica de las empresas. En el capitalismo tan competitivo de hoy en día, las compañías dan dinero a buenas causas sólo en la medida en la que la donación es beneficiosa para las relaciones públicas y, por tanto, mejora la cuenta de resultados. Pero los accionistas no invierten contando con que su dinero se va a emplear con fines benéficos. Invierten para obtener buenos rendimientos. Es de suponer que el accionista que quiera ser caritativo hará donaciones a las organizaciones que él prefiera y en las cantidades que decida. El mayor peligro es que esas muestras tan conspicuas de beneficencia de los negocios engañan a la gente y le hacen creer que las empresas tienen unos impulsos generosos a los que es fácil recurrir en caso necesario.

Al pretender que el éxito económico de las compañías les impone unos deberes sociales determinados, lo único que se consigue es distraer a la opinión pública de la responsabilidad que tiene la democracia de fijar las reglas del juego y, de esa forma, proteger el bien común. La única manera de que el ciudadano que llevamos dentro predomine sobre el consumidor es contar con leyes y normas que conviertan nuestras compras e inversiones en decisiones sociales además de personales. Por ejemplo, un cambio de las leyes laborales que permita a los empleados organizarse y negociar mejores condiciones puede incrementar el precio de los productos y servicios. A mi yo consumidor no le gustará mucho la idea, pero el yo ciudadano quizá piense que es justo pagar ese precio. Un pequeño impuesto de transmisiones sobre las ventas de acciones, para desacelerar ligeramente el movimiento de capitales, puede dar a las comunidades más tiempo para adaptarse a las circunstancias cambiantes. Es posible que los beneficios de mi fondo de pensiones disminuyan mínimamente, pero mi yo ciudadano pensará que merece la pena. La prolongación del seguro de desempleo, junto al seguro salarial y la formación profesional, podría aliviar la situación de los trabajadores que se vean atrapados en la corriente descendente de la globalización.

Seamos claros. El propósito de la democracia es alcanzar objetivos que no podemos conseguir de forma individual. Pero la democracia no puede cumplir su función cuando las empresas utilizan la política para mejorar o mantener su posición, ni cuando parece que contraen responsabilidades sociales que, en realidad, no tienen capacidad ni autoridad para asumir. Lo que ocurre entonces es que las sociedades no pueden tratar de resolver los sacrificios que para la sociedad supone el crecimiento económico, como la inseguridad del empleo, el aumento de las desigualdades y el cambio climático y, como consecuencia, los intereses de los consumidores y los inversores acaban siendo casi siempre más importantes que las preocupaciones comunes.

La inmensa mayoría de nosotros somos consumidores internacionales y, al menos de forma indirecta, inversores mundiales. Como tales, debemos intentar lograr el máximo beneficio posible. Ésa es nuestra forma de participar en la economía global de mercado. Pero esos beneficios privados suelen tener costes sociales. Y quienes vivimos en democracias tenemos la obligación de recordar que somos, además, ciudadanos con el poder de reducir esos costes y hacer que el verdadero precio de los bienes y servicios que adquirimos sea lo más bajo posible. Es una tarea más amplia, que sólo podremos llevar a cabo si nos tomamos en serio nuestro papel. El primer paso, que es muchas veces el más difícil, es aclararnos las ideas.

 

 

¿Algo más?
Robert Reich afirma que la democracia ha perdido eficacia frente al moderno mercado globalizado en Supercapitalism: The Transformation of Business, Democracy, and Everyday Life (Alfred A. Knopf, Nueva York, 2007). Tiene un blog en el que escribe habitualmente sobre economía y política mundial: www.robertreich.blogspot.com. En I’ll Be Short: Essentials for a Decent Working Society (Beacon Press, Boston, Massachusetts, EE UU, 2002), aboga por la recuperación de un “contrato social” que defienda los derechos básicos de los ciudadanos, hecho trizas por el darwinismo social.

La obra clásica de Milton Friedman Capitalismo y libertad (Rialp, Madrid, 1966) establecía la libertad económica como condición previa indispensable para la libertad política. En The Great Risk Shift: The Assault on American Jobs, Families, Health Care and Retirement-And How You Can Fight Back (Oxford University Press, Nueva York, 2006), Jacob Hacker examina un Estados Unidos que vive en la prosperidad pero en el que los ciudadanos se sienten cada vez más impotentes desde el punto de vista político. Para obtener datos actualizados y estadísticas sobre las consecuencias sociales del capitalismo global es imprescindible consultar el Informe anual sobre desarrollo humano del PNUD, que se encuentra disponible en la web de ese organismo (http://hdr.undp.org), y la página del Banco Mundial (www.worldbank.org).