Saber quién posee qué es de gran utilizad a la hora de perseguir y castigar la corrupción, el lavado de dinero y la financiación del terrorismo.

Es probable que todos conozcamos el nombre o la imagen de algún comerciante de nuestro barrio. Seguramente, además de ser quién nos atiende, esa misma persona es la propietaria del negocio. Sin embargo, no podremos decir lo mismo de otros grandes negocios en los que también somos clientes, y mucho menos de las empresas que están detrás de los servicios de los que somos usuarios. ¿Quién es el principal accionista de la compañía constructora del edificio en el que vivo? ¿O de la que hace la recogida de basura? ¿Quién es el titular de la corporación a la que se ha adjudicado el hospital al que acudo?

Seguramente no disponemos de esa información porque en nuestro quehacer diario nos resulta irrelevante. Pero si alguna vez nos fuera de interés, ¿sabríamos dónde acudir para esa pesquisa?

beneficiarios
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El escándalo que conocemos como los Papeles de Panamá puso de manifiesto los complejos entramados corporativos tras los que se ocultan los titulares de algunas grandes fortunas y bienes de lujo. En la excelente película que es La Lavandería se expone cómo una empresa que factura millones de euros puede tener cómo única referencia física un apartado de correos en algún lugar perdido, con frecuencia insular. Y una reciente publicación de la organización británica Open Ownership muestra en un gráfico la complejísima estructura de los múltiples propietarios de los almacenes que explotaron y asolaron el puerto de Beirut en agosto de 2020.

Se estima que cualquier investigación judicial se prolonga al menos un año adicional y su costo se incrementa en un millón de euros por cada cambio de jurisdicción. En el mencionado gráfico sobre Beirut se señalan nueve jurisdicciones distintas.

Ser titular de una empresa registrada en otro país no es un delito en sí mismo. Tampoco lo es si esa compañía es parte de un complejo entramado corporativo. Ni siquiera es delito ser accionista de una empresa registrada en un paraíso fiscal. Pero los paraísos fiscales, las complejas estructuras empresariales y las compañías fantasma, sí pueden ser instrumentales para la corrupción, el lavado de dinero y la financiación del terrorismo.

Desde hace tres lustros, la comunidad internacional ha impulsado distintas iniciativas para poner en marcha registros de titulares reales y beneficiarios últimos. El objetivo es contar con bases de datos que permitan identificar las personas físicas que se benefician de las riquezas que generan las empresas o los activos que poseen. Sean éstos casas, yates o cualquier otro bien. Una vivienda de lujo puede ser propiedad de una empresa o un conglomerado de entidades, pero ninguna de ellos habitan casas ni se bañan en sus piscinas. Lo hacen las personas. Beneficiario último se refiere al individuo que en última instancia controla y se beneficia de una entidad o arreglo legal y del ingreso que éste puede generar. El beneficiario último nunca puede ser un apartado de correos, siempre deberá ser una persona de carne y hueso.

La Cuarta Directiva de 2015 sobre la Prevención del Blanqueo de Capitales, obligaba a los Estados Miembros de la Unión Europea a establecer registros de beneficiarios últimos. Tres años después, la Quinta Directiva sobre el mismo tema exigía abrirlos al público antes del 10 de enero de 2020. Sin embargo, según un reciente informe de Transparencia Internacional, más de un año después de la fecha límite, seis de los 27 países miembros no han hecho público sus registros, y otros tres ni siquiera cuentan con uno. Pero como demuestra el registro de Letonia, es posible hacerlo. Recientemente, en julio de 2021, la Comisión Europea aprobó lo que denominó un “ambicioso paquete de propuestas legislativas” para fortalecer las políticas comunitarias contra el lavado de dinero, lo que incluía el fortalecimiento de los requisitos para de beneficiarios últimos, que en el futuro deberá incluir también los activos virtuales. Más prevención y mayor cumplimiento parecen el camino señalado.

En países más allá de la Unión Europea es aplicable la recomendación 24 del Grupo de Acción Financiera (FATF por su acrónimo en inglés). Con frecuencia la corrupción, el lavado de dinero y la financiación del terrorismo son fenómenos transnacionales que ocurren entre Estados de la UE, pero también en terceros países. La FATF es un organismo intergubernamental —poco conocido— que desde 1989 elabora los estándares legislativos y operativos para combatir el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo. Se trata de estándares aplicables a todos los Estados con recomendaciones concretas para su desarrollo. La recomendación 24 —actualmente en proceso de revisión— trata del registro de beneficiarios últimos. Un reciente informe del Basel Institute on Governance sitúa en únicamente el 22% la media del grado de eficacia de los instrumentos que las 112 jurisdicciones analizadas han puesto en marcha para el cumplimiento de esa recomendación número 24. El 44% de los países analizados puntúan un 0%.

El registro no es un fin en sí mismo, sino un valioso instrumento que requiere de una gestión continua, para asegurar que toda la información está registrada; de una dotación suficiente de recursos para hacer posible la verificación de datos; y de la colaboración continua entre agentes, instituciones y Estados para que la información acumulada resulte de utilidad para perseguir y castigar la corrupción, el lavado de dinero y la financiación del terrorismo. El registro de beneficiarios últimos se alimenta de la información que aportan las entidades financieras, pero también se nutre de lo que informan abogados, notarios, agentes de la propiedad inmobiliaria, asesores, etcétera. Y la información de los registros es indispensable para las investigaciones policiales y judiciales, y muy útiles para la labor que las organizaciones de la sociedad civil realizan a favor de la transparencia y contra la corrupción. Y si bien es imprescindible que los registros y su acceso garanticen la privacidad, existen múltiples mecanismos para asegurar la protección de la información que contienen, lo que diluye uno de los principales argumentos contra los registros abiertos.

Para concluir imaginemos un caso que nos permita ilustrar la utilidad de los registros de beneficiarios últimos. Imaginemos un Estado que podemos situar en África, al norte del trópico de Capricornio y atravesado por el meridiano 15. Una empresa de aquel país se hace con un lucrativo contrato de telecomunicaciones, los pagos se canalizan a través de una empresa domiciliada en Malta, que a su vez es propiedad (parcialmente) de una corporación registrada en Reino Unido. La empresa adjudicataria nunca construirá las infraestructuras de comunicaciones del contrato que le fue adjudicado, pero sí otorgará un sustancioso préstamo en condiciones muy favorables a una ciudadana azerí que, de haber existido registros de beneficiarios últimos en todos los países, y de haber estado éstos debidamente conectados entre ellos, sabríamos que es la principal accionista de la empresa adjudicataria del contrato,  la titular única de la corporación inglesa, además de la hija del dictador del país tropical. El caso está basado en hechos reales, pero se ha simplificado, pues cuando se trata de corrupción, la realidad siempre supera lo imaginable.

Los registros de beneficiarios últimos permiten, entre otras cosas, reducir realidades complejas creadas para ocultar a un simple listado de quién posee qué.