Piñata del Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en una protesta en Ciudad de México, México. (Alejandro Cegarra/Getty Images).

Las fuerzas políticas en el país luchan por conseguir el poder, pero lo que es necesario realmente es limitar sus excesos. 

A pesar de que falta año y medio para las elecciones federales (junio 2024), en México estamos ya en plena, -aunque ilegal e informal-, campaña electoral. Son tiempos que invitan a la reflexión más profunda sobre el sistema político mexicano, porque el panorama es sombrío. La profunda polarización de la sociedad y la debilidad de los partidos de oposición enfrentan a los ciudadanos, una vez más, a la necesidad de un voto pragmático, sea a favor o en contra de Morena, o más bien, a favor o en contra del presidente Andrés Manuel López Obrador. Para algunos, es una situación cómoda, que les ofrece un sentimiento de claridad moral, sin necesidad de evaluar programas o candidatos. Para la democracia, es una catástrofe, porque la reduce a un acto de elección periódica de una oferta programática inexistente.

Idealmente, los partidos políticos deben representar proyectos nacionales basados en ideologías distintas. En México, el sistema de partidos moderno nace con el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó como partido hegemónico por más de setenta años. No era un partido ideológico, sino el atrapalotodo (catch-all), un partido que afianzó su poder sobre las redes clientelares y un presidencialismo fuerte, acostumbrando a la sociedad a una cultura política paternalista. En cuanto a la oposición real, el Partido de Acción Nacional (PAN), de orientación democristiana, ha sido el más estable y definido. Desde la izquierda, el panorama ha sido mucho más cambiante y fragmentado. Por un lado, el PRI reclamaba ser heredero de la Revolución Mexicana, por ende, de izquierda. Por el otro, los partidos de denominación socialista o comunista fluctuaban entre la legalidad e ilegalidad, sin oportunidad ni capacidad de lograr un apoyo social más amplio. Los partidos de nueva generación, tristemente, no han ampliado la oferta democrática ni ideológica. El Partido Verde Ecologista, fundado a finales de los 80, es un negocio familiar, más que un proyecto político (mucho menos ecologista). El Movimiento Ciudadano, desde finales de los 90, intenta posicionarse como una alternativa socialdemócrata, pero tampoco ha superado su dependencia de los protagonismos personales de Dante Delgado o Enrique Alfaro en Jalisco.

Llama la atención la ausencia del liberalismo como eje ideológico de alguna de las formaciones políticas. Andrés Manuel López Obrador en su proyecto de la Cuarta Transformación (4T) explícitamente retoma la victoria de los liberales sobre los conservadores en el siglo XIX como un evento histórico igualmente importante que la Independencia de México o la Revolución. Benito Juárez, el liberal más célebre de México, es su ídolo personal y político. Pero en su discurso, AMLO no reivindica el liberalismo, aunque sí, constantemente fustiga el conservadurismo. La tradición liberal no arraigó en México, y hoy en día es una ausencia que puede ser fatal para el futuro de la democracia.

De la muy rica tradición liberal, retomaremos dos principios fundamentales, que México necesita recuperar, reflexionar y asumir como indispensables para salvar la democracia. Son: la existencia de contrapesos institucionales al poder y la libertad entendida como protección del individuo en contra de la tiranía de la mayoría.

El liberalismo moderno es, en términos de la profesora Judith Shklar, un liberalismo de miedo. Miedo a la opresión, a la discriminación y la exclusión promovida o protegida desde el Estado. En este sentido, es también un liberalismo de la memoria, más que de la esperanza. Quizás por eso a los mexicanos, los partidos de izquierda les parecen más atractivos, porque ofrecen un futuro mejor, prometen lo que nunca se ha logrado en el pasado: mayor equidad, justicia social. El discurso de la Cuarta Transformación es uno de la esperanza, que hace olvidar el pasado con un simple argumento, repetido constantemente por López Obrador, de que nosotros no somos iguales. Pero la realidad desmiente el discurso: la pobreza ha crecido, la corrupción sigue rampante, las mujeres siguen siendo asesinadas, igual que los periodistas y luchadores sociales o activistas medioambientales. La única promesa cumplida parece ser la destrucción del andamiaje liberal de contrapesos al poder del Poder Ejecutivo.

Aunque no fue una promesa electoral, desde que llegó al poder, López Obrador cargó en contra de los organismos independientes, con estrategias distintas. Los ataques directos al Instituto Electoral Nacional (INE) son los más conocidos, y que más resistencia han encontrado. Cuando fracasó el intentó de modificar la Constitución para desaparecer este órgano electoral, el Presidente presentó el llamado plan B, que busca hacerlo inoperante, recortando drásticamente el presupuesto y el personal. El 26 de febrero de este año, más de medio millón de ciudadanos salimos al Zócalo para protestar en contra del plan B, convocados precisamente por la memoria histórica de los fraudes pasados, pero también del esfuerzo ciudadano para construir un órgano electoral independiente, eficaz.

Pero el INE no es el único organismo independiente en peligro de ser destruido. La misma estrategia de recorte de presupuesto y de plazas ha sido aplicada a la Comisión Reguladora de Energía y al Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática. En el caso del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación o el Banco de México, la estrategia fue imponer a su gente cercana para ocupar los cargos directivos. El caso más controvertido fue la elección de Rosario Piedra Ibarra como la presidenta de la CNDH (noviembre 2019) en medio de las acusaciones de fraude. Bajo su dirección, la CNDH se ha quedado callada ante la militarización de México, el aumento de feminicidios o asesinatos de periodistas. Eso sí, en noviembre del año pasado, ¡emitió una recomendación al Poder Legislativo ordenando que votaran a favor de la reforma constitucional para hacer desaparecer el INE!

En el caso de la Comisión Reguladora de Energía, además del recorte presupuestal, el Presidente ensayó una estrategia diferente, pero igualmente mortal: forzó la renuncia del presidente y dos de los comisionados, y después consistentemente se opuso a nuevos nombramientos. Cuando pasó el término reglamentario, nombró a los funcionarios, cuyo perfil no era técnico, sino político: son favorables a fortalecer las empresas estatales frente a la iniciativa privada. Una vez comprobada la efectividad de esta estrategia, la aplicó al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), que desde 1 de abril de este año quedó paralizado por falta de quórum para sesionar, vacío que fue creado por los consistentes vetos del Presidente a los nombramientos sugeridos por el Legislativo.

Portada de periódico con el asesinato del periodista Javier Valdez en Ciudad de México, México. (Miguel Tovar/Getty Images)

La prensa ha reportado estos abusos del Poder Ejecutivo, pero dado que la mayoría son organismos altamente especializados, la ciudadanía no se ha movilizado en su defensa. También hay que subrayar que todas estas medidas han sido acompañadas por una campaña de desprestigio, dirigida desde las conferencias de prensa matutinas del Presidente, quien azuza la opinión pública en contra de la burocracia dorada, que cobra sueldos desorbitantes, sin hacer nada productivo. En todos los casos, López Obrador presentaba cifras millonarios que se iban a ahorrar y destinar a programas sociales, es decir, al pueblo. En un país como México, con niveles vergonzosos de desigualdad, la justicia social es una aspiración urgente y válida. Pero no puede lograrse a costa de la eliminación de los contrapesos al Ejecutivo. La esperanza debe ser matizada por la memoria que advierte que el poder corrompe, y el poder absoluto, corrompe absolutamente.

Y si hablamos del poder absoluto, no debemos olvidar la opinión pública y el daño que la tiranía de la mayoría puede infligir a las libertades individuales. John Stuart Mill, en su ensayo Sobre la libertad, define la tiranía de la mayoría como las opiniones y sentimientos prevalecientes en una sociedad, que imponen castigos profundos a los individuos disidentes, penas tanto más peligrosas en cuanto que son más difíciles de objetar judicialmente.

Podemos alegar que en las sociedades modernas no hay opiniones mayoritarias, que estamos acostumbrados a la diversidad. Pero diversidad no es lo mismo que polarización. Y cuando ésta es promovida desde el poder, invita a la hostilidad. En 2021, el mundo vio asombrado como la turba enardecida por el presidente Trump, asaltó el Capitolio. En México, cada mañana el presidente López Obrador ataca a sus opositores y los convierte en víctimas de sus trolls. En diciembre del año pasado, Ciro Gómez Leyva, periodista crítico al régimen, fue atacado camino a su trabajo, y se salvó del atentado gracias al blindaje del vehículo. ¿Cuál fue la reacción del presidente? Primero, minimizó el incidente, cuestionando por qué un periodista utilizaría un vehículo blindado, sugiriendo que porque era parte de estas élites doradas, que lo atacan por trabajar a favor del pueblo. El que México sea el país con más periodistas asesinados, por delante de Afganistán incluso, no era un factor importante. La violencia y el acoso en redes sociales que viven los opositores es una manifestación actual de la tiranía de la mayoría: un acoso anónimo, imposible de perseguir penalmente, aunque pone en riesgo la vida de las personas.

Desgraciadamente, México no está aislado en esta tendencia autoritaria. Vivimos en una época antiliberal, que empezó con el auge de los populismos. Los populismos ganan a los electores porque critican a las élites y prometen restaurar la soberanía popular, regresarle el poder al pueblo. Estigmatizan a los supuestos enemigos del pueblo y los someten a un juicio sumario de la opinión pública. El partido en el poder y los partidos de oposición están absortos en una lucha por el poder. México necesita una fuerza política que no busque asumir el poder, sino limitar sus excesos.