Luces y sombras del rescate a la banca desde una perspectiva ciudadana.

 

Fotolia

 

En 2003, un documento del Fondo Monetario Internacional planteaba porqué era necesaria la condicionalidad en el marco de su asistencia a países con problemas. Si el objetivo del país que toma financiación es restablecer sus equilibrios y el de la institución que la otorga es que los restablezca, ¿no tomará el país beneficiario las medidas apropiadas sin necesidad de que se las impongan desde fuera? Las respuestas que ofrece el informe del FMI son muy útiles para evaluar la bondad de la condicionalidad en el rescate europeo de la banca española (¡Quién lo hubiera pensado entonces!). Primera: la entidad prestataria podría tener conocimientos técnicos e información superiores a los del país receptor y/o estar libre de las influencias distorsionantes del corto plazo político. Segunda: la entidad prestataria podría tener una agenda oculta que sirviera a sus intereses, pero no a los del beneficiario. Tercera: pudiera ser que al beneficiario le venga bien la condicionalidad para consolidar su compromiso con las reformas, afrontar la oposición doméstica o dotar de mayor credibilidad a los ajustes.

¿Cuál de estas hipótesis sería aplicable al rescate de la banca española? Las instituciones europeas no están en situación de superioridad técnica respecto de las españolas y, desde luego, no deberían de estarlo en términos de información. Se podría argumentar que están más libres de influencias políticas de corto plazo, aunque la toma de decisiones de última instancia corresponde al Consejo o al Eurogrupo, cuyos miembros sí responden ante un electorado. Además, la independencia teórica de las otras instituciones implicadas no es, a mi modo de ver, tan positiva como se pinta: no son objeto de control democrático efectivo (pero sí de presiones en la sombra) y nadie les exigirá, en la práctica, pagar por los errores de juicio o de ejecución que pudieran cometer.

¿Podría ser que la UE en su conjunto, o el Eurogrupo, tuvieran una agenda oculta que sirviera a sus intereses pero no a los de España? Así formulado, no parece que sea el caso. Pero sí es cierto que hay visiones diferentes y una de ellas se está imponiendo sobre las demás.

Finalmente, ¿le viene bien al Gobierno español o a España en su conjunto que se impongan condiciones para el rescate bancario? Los contenidos del Memorandum of Understanding (MOU) pueden apuntar a una respuesta a esta pregunta. El MOU impone la identificación de las necesidades de capital de la práctica totalidad de los bancos y la recapitalización, reestructuración y/o liquidación de todos los que presenten una situación débil. Divide a las instituciones bancarias en cuatro grupos en función de sus necesidades de capital y de ayuda estatal y propone medidas específicas para cada grupo. Este proceso es metódico, detallado y completo. Parece que es el buen camino. E incluye –tal vez este era uno de los tabúes para los que era imprescindible la imposición exterior– la liquidación de los bancos no viables. Parece que el temido contagio de las liquidaciones bancarias no da tanto miedo a los redactores del MOU, quienes prefieren atribuir las pérdidas a aquellos que libremente decidieron asumir riesgos en sus inversiones, antes que al resto de los contribuyentes que no tienen ni arte ni parte en el desastre. Esto no parece tan malo desde un punto de vista ciudadano. El MOU también impone la creación de una compañía de gestión de activos (el “banco malo”) que comprará y gestionará los activos de mala calidad y, en especial, los inmobiliarios.

Varias otras condiciones deberían sonar bien al oído del ciudadano medio: impone un tope a las remuneraciones de los ejecutivos y miembros de los consejos de los bancos asistidos; impone nueva reglamentación para asegurar la transparencia de los bancos y, finalmente, prescribe la mejora de la legislación para la protección del consumidor, (el cliente final tiene que ser plenamente consciente de los riegos que corre cuando compra productos no cubiertos por el Fondo de garantía de depósitos –si sólo esta medida hubiera estado en vigor desde hace 10 años, se hubiera ahorrado gran parte del daño a los pequeños ahorradores).

Además, insiste en minimizar el coste de todo este proceso para el contribuyente a través de, entre otros mecanismos, que los bancos asuman con sus propios recursos el máximo posible del coste de la reestructuración –o sea, que la paguen los dueños y los acreedores y no los ciudadanos en su conjunto. De llevarse a la práctica, esto debería disminuir la sensación de millones de españoles de estar pagando, o avalando con sus impuestos, el arreglo de un desaguisado del que no son responsables.

Si son medidas apropiadas, ¿por qué ha habido que esperar a que se impongan desde fuera? ¿No hubiera podido España sola ponerlas en marcha antes? La respuesta es no. Porque no existían los recursos financieros suficientes ni para cubrir las necesidades de recapitalización ni para financiar la compañía de gestión de activos. Y, ¿si Europa hubiera puesto a disposición la financiación sin condicionalidad, se hubiera procedido a un proceso tan riguroso? Nunca sabremos la respuesta, pero me inclino a pensar que hubieran seguido poniendo haciendo reformas parciales para salir del paso a medida que una u otra entidad entrara en crisis. Lo que faltaba, además de los recursos financieros, era pues la capacidad política de enfrentarse al sector bancario en su conjunto –en gran parte responsable de la crisis económica general –, decir “hasta aquí hemos llegado” y ponerles firmes. Para esto, como aventuraba el documento del FMI, resulta útil la condicionalidad.

Pero no todo es tan positivo. El MOU también contiene elementos de cuasi-condicionalidad macroeconómica al vincular, en su apartado VI “recomendaciones” previamente dirigidas a España a las nuevas condiciones explícitas. Aquí es donde la cuestión del camino “único” se hace más visible, puesto que obliga a un determinado calendario de reducción del déficit público. Además, hay algo de cuadratura del círculo cuando prescribe la introducción de un “sistema impositivo acorde con los esfuerzos de consolidación fiscal y que fomente más el crecimiento”, pero no dice nada de cómo se hace, que no parece fácil.

En todo el ejercicio hay algo de wishful thinking (idealismo): no será tan fácil determinar ni las necesidades financieras precisas ni la viabilidad futura de los bancos ni los justiprecios de los diferentes activos a cambiar de manos. Ya hemos visto demasiados errores estrepitosos por parte de auditores, consultores, autoridades supervisoras y agencias de rating, como para creer en su infalibilidad y aún menos cuando el ejercicio se va a realizar con premura y bajo enormes presiones de todo signo. Hay mucho margen de error y de apreciación. Y el coste de todos los escenarios anticipados y que no se materialicen lo pagará el contribuyente que es el que toma los prestamos vía estado español. Vuelvo aquí al argumento presentado más arriba: las personas que van a pilotar este proceso por la parte europea (Comisión, BCE, ABE) no responderán ni políticamente ni mucho menos patrimonialmente, de sus posibles errores de cálculo o diagnóstico. Los españoles y, tal vez, otros europeos sí sufrirán las consecuencias.

Finalmente, este ejercicio que se desarrolla en España es un anticipo de lo que puede ser la genuina unión económica y monetaria esbozada por Van Rompuy en el último Consejo Europeo y generalmente aclamada como la solución a nuestros problemas bajo la caracterización de “más Europa”. En España, el entusiasmo por mas (de esta) Europa es fruto de la necesidad inmediata. La realidad podría parecerse más a una sensación de intervención permanente y para siempre. Tal y como se está configurando, esa unión genuina puede resultar algo muy parecido a la imposición de un modelo social y económico por parte de unos países sobre otros o, peor aún, por parte de una nebulosa de toma de decisiones en la que no está claro quién ha decidido qué. Consciente de que esa UEM puede suponer una transferencia de soberanía de dimensiones históricas, Van Rompuy propone hacer de la legitimidad y responsabilidad democráticas de los que manden sobre ella, uno de sus cuatro pilares. Pero leyendo lo que propone en concreto no se ve nada nuevo.

Existe una necesidad acuciante de inventar nuevos mecanismos y de emprender acciones creativas, decididas, profundas y de largo plazo a través de la Unión (o por lo menos, del Eurogrupo) que lleven la percepción ciudadana de apropiación democrática de la toma de decisiones europea a niveles cercanos a los que existen en las democracias nacionales. Sin esto, no hay democracia en la Unión. La toma de decisiones en política económica obliga a elegir entre opciones cuyos resultados sólo pueden ser estimados, no garantizados. Si dentro de 10, 15 o 20 años, análisis revisionistas muestran que las medidas adoptadas hoy –o las no adoptadas–condujeron a algo que casi nadie ni en España ni en Europa quería, será difícil comprender cómo permitimos que decidieran por nosotros un grupo de señores y señoras cuyos nombres la inmensa mayoría de los españoles y de los europeos ni siquiera conocían.