El presidente electo Donald Trump, después de un mitin en la Torre Trump. (Drew Angerer/Getty Images)

El presidente electo podría ser mejor geoestratega que su predecesor en la Casa Blanca.

Desde que resultó elegido Donald Trump, las élites europeas se han dedicado a menospreciarle y especialmente a despreciar su ineptitud en materia de política exterior. Se ríen al relatar sus meteduras de pata cuando habla de asuntos internacionales. Me recuerda a lo que hacíamos con el presidente Reagan durante la guerra fría. En Reino Unido, el programa satírico de marionetas Spitting Image llegó a tener un sketch habitual titulado "Dónde está el cerebro del presidente". Sin embargo, a pesar del desdén de los intelectuales europeos, fue Reagan quien puso en marcha el final de la guerra fría y la liberación de Europa del Este de la tiranía soviética (una liberación sobre la que muchos intelectuales de Europa Occidental siguen mostrándose curiosamente ambiguos). ¿Es posible que el presidente electo Trump, pese al desprecio que suscita en Europa, y tal vez de forma no totalmente voluntaria, pueda elaborar una doctrina de política exterior mejor que la del presidente Obama?

Puede que el declive de la hegemonía de Estados Unidos tras la guerra de Irak y la crisis financiera mundial fueran inevitables. Desde luego, el presidente Obama no fue responsable de ninguna de las dos cosas. Pero quizá los peligros de la transición a un mundo multipolar se han agudizado debido a su política exterior o, mejor dicho, su falta de una política coherente. "No hacer tonterías" pudo parecer tranquilizador después de las idioteces de los neoconservadores, pero no constituye una doctrina de política exterior. No se trata de que Obama haya mostrado un exceso de ética. Ha sido un usuario entusiasta de los asesinatos selectivos mediante drones. Pero la falta de una concepción clara del papel estadounidense en el mundo ha generado incertidumbres peligrosas. Los aliados ya no pueden estar seguros de poder contar con Washington para defenderlos. Los rivales ya no pueden estar seguros de que Estados Unidos vaya a reprimirles sus ambiciones. El resultado ha sido un aumento de las tensiones y los conflictos en el anillo de tierra de Spykman, desde las repúblicas del Báltico hasta el Mar del Sur de China, pasando por Ucrania, Oriente Medio y Asia Central, a medida que aliados y rivales reexaminan sus hipótesis de seguridad. El principal beneficiario es Vladímir Putin, que ha aprovechado las vacilaciones de Obama para apoderarse de Crimea, desestabilizar Ucrania y labrar un nuevo papel para Rusia en Oriente Medio.

Las dudas que ha suscitado Obama entre amigos y enemigos recuerdan a la inseguridad generada por la política británica a comienzos del siglo XX. En aquel entonces, los intentos británicos de emplear la ambigüedad diplomática para seguir teniendo mano libre en Europa fueron un factor importante en el estallido de la Primera Guerra Mundial. La incertidumbre sobre las intenciones británicas en 1914 hizo que en las Cancillerías de Europa se cometieran graves errores de juicio geopolíticos. Otro aspecto en el que Obama recuerda a Reino Unido es el abandono del libre comercio mundial para adoptar una nueva versión de la Preferencia Imperial, en este caso el Acuerdo Transpacífico (TPP) y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP). Estas dos asociaciones han sustituido, en la práctica, las normas de comercio mundial de la Organización Mundial de Comercio (OMC) por áreas de libre comercio para los amigos y aliados de Estados Unidos (igual que Gran Bretaña, en los años 30, intentó limitar las ventajas del libre comercio a los territorios del Imperio). Es notoria la exclusión de China, Rusia e India. No obstante, incluso este aspecto de la política exterior estadounidense parece condenado al fracaso. Trump ha dicho que va a revocar el TPP, y varios ministros franceses y alemanes han rechazado aspectos fundamentales del TTIP.

Inmediatamente después de la elección de Trump, mientras me encontraba sentado en el área de salidas del aeropuerto de Madrid, traté de identificar cuáles serían las características más probables de su futura política exterior. No fue fácil. Ahora, aunque sigue habiendo muchas partes desconocidas, otros elementos de su idea de las relaciones internacionales empiezan a verse con más claridad. El presidente electo no cree en las instituciones internacionales ni las alianzas, salvo si los aliados pagan su parte. Cree que puede lograr un acuerdo con Putin que suponga el levantamiento de las sanciones a Rusia. Apoyará a Israel, pero está poco interesado en Siria y encantado de dejar al país en manos de Rusia e Irán. En cuanto a Europa, va a quedar más bien abandonada a su suerte. Al mismo tiempo, Trump defiende una posición dura contra China, a cuyos dirigentes ha amenazado con sanciones económicas y el reconocimiento de Taiwán. Los círculos de política exterior de Washington se han mostrado horrorizados. Ahora bien, ¿de verdad son tan absurdas estas propuestas?

En algún momento, alguien tendrá que firmar un acuerdo con Putin que permita levantar las sanciones contra Rusia. A Occidente no le interesa empujar a Rusia a la bancarrota económica y política. El presidente ruso ha logrado que su país, junto con Irán, sea un factor clave en la solución a la debacle siria (es posible incluso que el futuro de Siria se decida en las negociaciones trilaterales entre Rusia, Irán y Turquía en Kazajstán, sin presencia estadounidense ni europea). Dado que nadie está dispuesto a expulsar a los rusos por las malas, cualquier acuerdo tendrá que aceptar la ocupación de Crimea (aunque el texto se redacte con cautela para no sentar un precedente que permita la modificación de las fronteras por la fuerza). La contrapartida será seguramente la estabilidad en una Ucrania más pequeña y federalizada. Las garantías fronterizas para los Estados bálticos tendrán que compensarse con límites a la expansión de la UE y la OTAN. En cualquier caso, la OTAN no tendrá un papel tan importante como hasta ahora, puesto que Turquía está aproximándose a Moscú y Trump no está interesado. La tendencia a ponerse de acuerdo con Rusia se reforzará ante las elecciones presidenciales francesas, en las que los dos candidatos con más posibilidades de pasar a la segunda vuelta (Fillon y Le Pen) son abiertamente prorrusos. El pasado negociador del que presume Trump hará que, de forma natural, sea propenso a hacer este tipo de tratos.

Ahora que el esquisto está acabando con la dependencia del petróleo de Oriente Medio, Estados Unidos no tiene tanto interés en seguir involucrado en todos los conflictos de la región. Desde que empezó este siglo, todas sus intervenciones han sido desastrosas. El Gobierno de Obama ya se mostró dispuesto a sacrificar su tradicional relación con Arabia Saudí para lograr el acuerdo nuclear con Irán. Que Trump cumpla o no su promesa de anular ese acuerdo será quizá el factor decisivo en la elaboración de su estrategia geopolítica global. Putin le presionará para que no lo haga. También en este caso se puede atisbar un toma y daca que permita mantener el acuerdo con Irán y el ascenso de un triunvirato de Rusia, Irán y Turquía en Oriente Medio a cambio de que se ofrezcan garantías a Israel y Estados Unidos pueda retirarse. Desde el punto de vista de los intereses norteamericanos (aunque no los europeos), dejar que Rusia permanezca atrapada intentando resolver el caos de Oriente Medio puede tener ventajas estratégicas.

Un revista china con el Donald Trump en la portada. (Greg Baker/AFP/Getty Images)

También tiene sentido pensar que China constituye una amenaza más grave que Rusia para los intereses geopolíticos y económicos de Estados Unidos (tampoco esto es válido para Europa). Da la impresión de que la blanda actitud del Partido Demócrata estadounidense respecto a Pekín ha conseguido pocas cosas. El Gobierno de Xi Jinping está haciendo una brutal depuración interna del Partido Comunista y reprimiendo la libertad de expresión, al mismo tiempo que lleva a cabo una política exterior mucho más activa y agresiva que sus predecesores. Su reafirmación de la soberanía de su país en el Mar del Sur de China es un claro desafío al poder y la influencia de Estados Unidos en la región, un ejemplo típico de una potencia emergente que está poniendo a prueba la tolerancia y la determinación de una potencia hegemónica en declive. A medida que sigan aumentando las salidas de capitales de China, es posible que el Gobierno tenga la tentación de devaluar fuertemente el renminbi (dado que ya se ha fulminado un billón de dólares en reservas extranjeras para sostenerlo, quizá no tenga más remedio), y eso perjudicaría la economía regional y daría la razón a las quejas de Trump sobre la manipulación de divisas.

Tal vez no se trate sólo de que Trump obligue a Pekín a enseñar sus cartas, cosa que los gobiernos anteriores se han resistido a hacer. Si el nuevo presidente firma un acuerdo con Putin y, al mismo tiempo, intensifica el enfrentamiento con China, estará provocando una reordenación geopolítica en todo el mundo. Rusia tiene sus propios problemas con China en Asia Central (donde se disputan la influencia política y económica). El Gobierno chino se ha negado a apoyar al Kremlin en Crimea y Siria. Una estrategia de contención de China en la que participaran Estados Unidos y Rusia (además de Japón, India y Vietnam) reduciría, significativamente, la influencia china en el mundo. Aunque Trump no consiga algo así, un triángulo al estilo de Kissinger entre Washington, Moscú y Pekín podría ser una forma más eficaz de administrar la transición a un mundo multipolar que las inseguridades y la pasividad de Obama.

En otras palabras, a pesar del desprecio de los intelectuales europeos, Trump puede acabar siendo un geoestratega más acertado que Obama. Igual que Reagan que a la hora de la verdad tuvo más éxito que Carter. Lo más irónico podría ser que sea Europa, con sus divisiones internas y sus diferencias en política exterior, la que resulte cada vez más irrelevante y más vulnerable en ese mundo multipolar, un mundo que las élites de la Unión Europea anhelan desde hace tanto tiempo.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia