Estados Unidos establece normas para el mundo y luego se las salta. Hay que acabar con el doble rasero.

Vuelva a leer las primeras líneas de la Declaración de Independencia de EE UU. En ellas, los fundadores obligaron a la nación a mostrar “un decente respeto hacia las opiniones de la humanidad”. Juraron resistir la tentación de pretender que la opinión de su país debería prevalecer siempre. Proclamaron que la idea misma de libertad presupone que no todos seguiremos el mismo camino.

De entre los reiterados agravios que echaron en cara al rey de Inglaterra, el primero era su negativa a “aceptar las leyes”, que son “sanas y necesarias para el bien común”. Hoy, Washington se salta a menudo las normas comerciales, las leyes internacionales y los derechos humanos que espera que el resto del mundo cumpla. La prioridad más urgente del próximo presidente será acabar con el doble rasero que Estados Unidos cree poder permitirse en razón de su fuerza y talla.

EE UU lideró la construcción de las organizaciones y normas internacionales creadas tras la Segunda Guerra Mundial. Construyó este marco multilateral porque era útil y porque era justo. Sin embargo, durante la última década, la Casa Blanca ha socavado importantes acuerdos multilaterales sobre cambio climático, la Corte Penal Internacional y la no proliferación nuclear. Ha hecho añicos la Convención de Ginebra. Ha abrazado abrazado a dictadores a quienes habría que tratar como parias internacionales.

Tras la Segunda Guerra Mundial, EE UU renació también como impulsor del libre comercio. Sin embargo, durante esta década se ha negado a acatar las mismas reglas cuya aplicación exige a los demás con firmeza. Tratados injustos de libre comercio, como el que recientemente ha impuesto a los países de América Central, difícilmente merecen tal denominación. Se obliga a países más pequeños y débiles a eliminar sus barreras mientras Estados Unidos mantiene protecciones para sus agricultores y fabricantes.

Igual que a los estadounidenses les molesta que los líderes extranjeros se entrometan en la elección de su presidente, la Casa Blanca debe abstenerse de presionar a los votantes del resto del mundo. Es una práctica contraproducente. Evo Morales preside Bolivia en parte debido a que el embajador norteamericano lo denunció públicamente antes de las elecciones de 2002, atrayendo hacia él la atención de votantes ansiosos por expresar su disgusto contra los políticos aliados de Washington. ¿Tortura? ¿Ahogamiento simulado? Es difícil aceptar que esas prácticas tan poco honorables sean utilizadas por el mismo país que denunció, con razón, los horribles abusos de sus enemigos contra sus soldados en las guerras de Corea y Vietnam. EE UU no debería torturar a prisioneros, del mismo modo que no le gustaría que torturaran a sus ciudadanos en otros países.

El próximo presidente debe restituir el respeto por las normas y organizaciones internacionales. Hagamos que el comportamiento que los estadounidenses esperan de los otros países sea la guía básica para sus propias acciones. La Declaración de Independencia de Estados Unidos compromete “nuestro honor sagrado”; la política exterior del país no debería conformarse con menos.