España tenía ante sí un reto difícil: ser el primer país encargado de poner en marcha el Tratado de Lisboa, con cambios institucionales de calado, y en medio de una crisis económica. Misión cumplida. -Inés Esteban González    

 

EL TERMÓMETRO DE LA PRESIDENCIA
ESPAÑOLA DE LA UNIÓN

En un contexto “difícil y especial” como lo definió el Presidente de la Comisión Europea José Manuel Durão Barroso, España tomaba a comienzos de 2010, y por cuarta vez, las riendas de la Presidencia rotatoria del Consejo de la Unión Europea. El Gobierno español sabía de antemano que su mandato nacería con importantes complicaciones: la crisis, su propia credibilidad en la gestión económica, y la minuciosa tarea de poner en marcha el Tratado de Lisboa con los nuevos cargos europeos, el presidente permanente del Consejo y la Alta Representante para la Política Exterior. Sin embargo, España necesitaba tanto una inyección de autoestima que, lejos de poner el listón bajo, las expectativas se colocaron elevadas. Quizá por ello hay quien se sienta decepcionado. En el amplio margen que nos deja la visión pesimista de algunos y la triunfalista de otros, nos encontramos con los objetivos cumplidos y las metas frustradas para hacer con ellos el balance de un semestre singularmente intenso.

Sólo 12 días después del comienzo de la presidencia, Haití sufría el peor terremoto de su historia. Era la primera prueba de equilibrio para la Alta Representante Catherine Ashton y para el Gobierno español, que debían demostrar sobre el terreno la eficacia de la Unión Europea como actor internacional. La operación no estuvo exenta de desacuerdos (Sarkozy fue el único líder europeo que visitó el país caribeño), pero se saldó con el envío de 430 millones de euros y 300 agentes de policía.

España se había marcado como una las prioridades de su presidencia reforzar el papel de Europa como actor global. El objetivo incluía la puesta en funcionamiento del Servicio Europeo de Acción Exterior, el cuerpo diplomático de la Unión. En este punto hubo acuerdo político, y se firmó en Madrid entre representantes del Parlamento Europeo, la Comisión y el Consejo. En asuntos exteriores, la presidencia española se colocaba también las medallas del Acuerdo de Asociación UE-Centroamérica y el de la Unión Europea con Mercosur.

Sin embargo, los triunfos cosechados por el Gobierno de Zapatero en política internacional se vieron deslucidos por los sonados fracasos que significaron las fallidas cumbres con Estados Unidos y la Euromediterránea. La reunión con países del Mediterráneo se aplazaba hasta el próximo octubre cuando se espera que hayan prosperado las tensas negociaciones entre Israel y Palestina, y se den las condiciones necesarias para celebrarla con éxito.

La cancelación de la cumbre entre la UE y Estados Unidos se juzgó con más dureza. La diplomacia norteamericana se apresuró a atribuir la ausencia de Obama a una apretada agenda doméstica. La prensa europea, en cambio, lo interpretó como una señal de desinterés hacia un continente que sigue sin poseer un discurso único en asuntos internacionales. Los ecos de la famosa pregunta de Kissinger en la que reconocía no saber a quién llamar para hablar con Europa, volvían a inquietar a los mandatarios comunitarios que pensaban que el Tratado de Lisboa había resulto esa cuestión.

Parte de la labor de España ha sido precisamente esa, la de pivotar la transición hacia Lisboa y coordinar a sus nuevos cargos. El gobierno bicéfalo compuesto por primera vez por la presidencia permanente de la Unión de Herman Van Rompuy, y la rotatoria de José Luis Rodríguez Zapatero, ha dado lugar a malentendidos. Pero también es cierto que éstos han tenido más transcendencia mediática que real. El documento de Lisboa lo deja claro: Van Rompuy es quien hace los brindis y gestiona las crisis, como sucedió en el caso de Grecia.

Si hubiera que elegir un momento cumbre para esta Presidencia española de la Unión, sería sin duda el rescate de la enferma economía griega. En febrero, de forma más o menos inesperada, el país helénico declaraba una deuda pública de más del 115% de su PIB y un déficit fiscal del 12,7%, muy por encima de los parámetros que marca el Tratado de Maastricht. La afección griega hizo saltar todas las alarmas por su posible efecto contagio a otros países de la zona euro (incluida España) y puso en duda la credibilidad económica del proyecto europeo. Los mandatarios de la Unión se demoraron cerca de tres meses en aprobar el plan de rescate, cifrado en 110.000 millones de euros.

España aprovechó la circunstancia para hacer valer otro de los asuntos prioritarios en su agenda de gobierno. La necesidad de una gobernanza económica europea era difícil de cuestionar a la vista de la descoordinación en las políticas económicas, la dependencia de inversores foráneos y fondos especulativos, y las turbulencias del mercado. El Gobierno español logró sentar las bases de este nuevo edificio comunitario. Lo hizo a través de la decisión unilateral de publicar los resultados de las pruebas de solvencia (stress tests) realizadas a los bancos españoles, decisión que fue imitada por los demás países. Un importante paso en la transparencia de las instituciones financieras que culminó con la aprobación del Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera con un valor de 750.000 millones de euros, para paliar futuras crisis e insuflar confianza en los mercados.

En materia económica, la Estrategia Europa 2020, aprobada por el Consejo el pasado junio, ha sido otro de los grandes hitos del semestre. El plan lleva como eslogan convertir la Unión en una “economía verde e inteligente”. Europa 2020 se marca cinco ambiciosos objetivos: que el 75% de la población activa trabaje (actualmente es el 69%); los Estados inviertan el 3% del PIB en innovación; la industria europea recorte al menos un 20% las emisiones de CO2; 20 millones de personas escapen de la pobreza; y el 40% de los jóvenes posean una titulación universitaria.

Si hubiera que elegir un momento cumbre de la Presidencia española sería sin duda el rescate de la enferma economía griega

La política social es un ámbito en el que el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero se siente cómodo. En la columna del haber, la presidencia española podrá incluir la Orden Europea de Protección a las víctimas de la violencia machista, según la cual una orden emitida en cualquier Estado miembro tiene validez en los 26 restantes. La normativa le costó al Gobierno español un áspero enfrentamiento con la comisaria de Justicia, Viviane Reding, quien califi- có la propuesta de “lío”. La presidencia española de la Unión también puso énfasis en botar el buque de la Iniciativa Ciudadana, que permitirá mediante la recogida de un millón de firmas, impulsar leyes dentro del Ejecutivo comunitario. El Parlamento aún está considerando su aprobación.

Quizá tomando nota del excesivo optimismo de su predecesora, la veterana Bélgica ha asumido la presidencia rotatoria el pasado 1 de julio con un perfil bajo. Sus cuitas nacionales –la interinidad del Gobierno o la fractura social– tampoco le dejan mucho margen para alegrías. Los belgas confían en que su compatriota y presidente permanente del Consejo, Van Rompuy, adquiera el protagonismo que la presidencia rotatoria está perdiendo. De cualquier forma, Bélgica tendrá que ocuparse de la herencia que España ha dejado, siguiendo el protocolo del llamado “trío de presidencias” que finalizará Hungría, y que supone fijar prioridades comunes en la agenda de las presidencias durante 18 meses.

La crisis ejercerá sobre el mandato belga un protagonismo idéntico al que ha tenido en los anteriores. Según el propio primer ministro Yves Leterme, el desafío inicial consistirá en volver al crecimiento de manera sostenible. Para ello, Bélgica se concentrará en impulsar reformas económicas que permitan al bloque superar la actual etapa de altísimo endeudamiento. Incluso han marcado el objetivo de expansión en al menos un 2% anual. La adopción de nuevas reglas sobre los hedge funds, los fondos especulativos, también figura entre las metas. De igual forma, la responsabilidad sobre la Estrategia Europa 2020, aprobada durante mandato español recaerá en sus manos. Ellos serán los encargados de asegurar que se le dé un seguimiento adecuado al debate durante el Consejo de octubre, y garantizar la cobertura a todos los actores implicados.

En materia de política exterior, Bélgica ha declarado que dejará el peso de la gestión a la Alta Representante, Catherine Ashton. Sin embargo, deberá responsabilizarse de poner a punto la estructura del Servicio Europeo de Acción Exterior, cuyo arranque está previsto para el 1 de enero de 2011. La articulación de una postura común de la UE cara a la cumbre sobre los Objetivos del Milenio que celebrará la ONU en septiembre, y la pospuesta reunión Euromediterránea, serán algunas de las tareas que también deberá asumir la presidencia belga. En el encuentro con Estados Unidos está previsto que se discuta sobre la nueva estrategia de la OTAN, la lucha contra el terrorismo, el gobierno económico internacional, o la situación en Oriente Medio.

El cambio climático también tendrá su espacio en este segundo semestre de 2010. Bélgica ya ha anunciado que dará una especial importancia a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebrará en Cancún (México) el próximo diciembre.