¿Reformas en Libia? La política y la sociedad están experimentando un dinamismo hasta ahora desconocido en el país.

 

MAHMUD TURKIA/AFP/GettyImages

¿El fin del pasado feudal? El hijo de Gaddafi, Saif al Islam, podría ser la clase de reformista que Libia necesita.

Recientemente murió el disidente libio Fathi al Jahmi en un hospital jordano. El fallecimiento de este antiguo gobernador provincial, encarcelado en 2002 por su campaña a favor de la libertad de expresión y la democracia, ha reavivado la preocupación por el Estado policial en Libia. Sin embargo, si su prematura muerte hace que la lucha por la democracia pase a primer plano en el debate público, es que las cosas han cambiado mucho desde los tiempos en que Jahmi fue condenado a pasar sus últimos años bajo vigilancia policial. Este hombre dio su vida por una causa que empieza a extenderse por el país. Por primera vez desde que se recuerda, en Libia se respira cambio.

La fría atmósfera represiva ha empezado a resquebrajarse, abriendo espacios para la discusión y el debate, para propuestas de reformas legales e incluso compensaciones económicas para las familias de los cientos de asesinados durante una revuelta de presos hace una década. Y aunque las iniciativas reformistas, si es que se las puede llamar así, son frágiles y tímidas (se producen frecuentes encontronazos entre los aspirantes a reformistas y los dirigentes del aparato de seguridad, acostumbrados a ejercer su autoridad sin cortapisas), la política está adquiriendo un dinamismo y una vivacidad hasta ahora desconocidas en un país donde todo ha estado férreamente controlado desde hace décadas.

Visité Libia por primera vez hace cuatro años, justo cuando se preparaba para rehabilitarse ante la comunidad internacional, y regresé al año siguiente como integrante de la primera misión oficial de investigación de Human Rights Watch. El Gobierno estaba haciendo todos los gestos diplomáticos necesarios –aceptando renunciar a su programa de armas de destrucción masiva y compensar a las víctimas de atentado de 1988 contra el vuelo 103 de Pan Am, que contó con apoyo libio. Poco después, incluso se solucionó el caso de las cinco enfermeras búlgaras y el médico palestino encarcelados durante ocho años, acusados de haber infectado a niños libios con el virus del sida. Habían permanecido detenidos a pesar de que todas las pruebas indicaban que la causa de los contagios había sido la deficiente higiene de los hospitales del país.

Pero la represión contra la población seguía siendo tan asfixiante como siempre. El Libro Verde del presidente Muammar el Gaddafi, tan sacralizado por el Estado libio como el Libro Rojo de Mao en China, se citaba y se reformulaba en cualquier reunión, oficial o particular. En Libia existía una democracia directa perfecta, me decían. Todos los ciudadanos participaban en la toma de decisiones, por tanto, no hacían falta medios de prensa privados. De vez en cuando se escuchaba alguna vaga promesa de reforma, pero durante la visita nadie expresó ninguna opinión crítica, en público ni en privado.

Cuando volví a Libia en abril de este año, el cambio me pilló desprevenido. Salí de más de una reunión asombrada ante la repentina espontaneidad de los ciudadanos de a pie, que criticaban al Gobierno y desafiaban el estatus de las cosas con inesperada franqueza. Un grupo de periodistas con el que hablamos en Trípoli se quejó de la censura y de la facilidad con que las autoridades podían procesarles por difamación. Aunque ello no había impedido que sus periódicos mostrasen hospitales insalubres o suministros de alimentos contaminados. Un periodista nos dijo que, aunque temía ser procesado, le gustaba probar hasta dónde se podía llegar. Las páginas de Quryna, uno de los dos nuevos periódicos de Trípoli, están llenas de editoriales criticando las irregularidades y la corrupción administrativas, a pesar de los incontables procesos judiciales que tiene abiertos en su contra.

Aún más llamativo resulta el hecho de que las familias de las víctimas de la matanza de la cárcel de Abu Slim, en la que murieron unos 1.200 internos a manos de las fuerzas de seguridad el 28 y 29 de junio de 1998, se estén organizando –creando su propia asociación– después de una década de relativo silencio. En 2004, el Gobierno dijo haber puesto en marcha una comisión para investigar el suceso; nadie sabe si tal investigación realmente se llevó a cabo ni lo que pudo averiguar. En vez de eso, el Estado ha empezado a emitir certificados de defunción y ofrecer una compensación de 120.000 dinares (unos 63.000 euros). Pero las familias de algunas víctimas están rechazando el dinero y exigiendo que se reconozca públicamente lo sucedido y se juzgue a los asesinos de sus familiares. La asociación ha realizado varias manifestaciones, a pesar de las amenazas de arresto y ostracismo. Y, aunque sus miembros hablaron con nosotros con gran temor, la simple existencia de un debate público en torno a los abusos de la policía interna del régimen ya es algo inaudito en Libia.

El espíritu reformista también se está propagando por la administración, aunque sea lentamente. El nuevo proyecto de código penal limita la pena de muerte a los casos de asesinato (ahora existe un amplio abanico de delitos por los que uno puede ser ejecutado), si bien sigue imponiendo importantes restricciones a la libre expresión y asociación. La separación de los ministerios de Justicia e Interior en 2004 fue una medida clave que empieza a dar resultados. Ahora el ministerio de Justicia realiza un mayor papel de supervisión, exigiendo al aparato de seguridad que acate las sentencias y persiga los casos de supuestos abusos policiales. Los jueces están viajando al extranjero para recibir formación. Hay organizaciones internacionales trabajando en la mejora de las condiciones carcelarias (la simple admisión de que Libia pueda tener algo que aprender del resto del mundo ya constituye un avance revolucionario). Incluso Interior ahora está dirigido por un ministro más moderno, el general Abdelfatá al Obeidi, quien, según se dice, ha recibido el encargo de reformar la obsoleta policía libia, acostumbrada a actuar en la impunidad.

Aunque nada parece definitivo, resulta prometedor. De hecho, un grupo de unos 20 abogados con los que hablé estaban debatiendo precisamente esa cuestión: ¿El aumento de libertades es sólo algo temporal o el comienzo de algo permanente?

Muchos libios dicen que los cambios se habían hecho inevitables, ya que el acceso libre a Internet y la televisión por satélite durante la última década han hecho que la población descubra lo lamentable que resulta su Gran Yamahiría, el nombre oficial del gobierno, cuando se lo compara con el resto del mundo.

Pero el verdadero impulso transformador proviene exclusivamente de una organización casi oficial, la Fundación Internacional Gaddafi para la Beneficencia y el Desarrollo. Con Saif al Islam, hijo del líder libio, como presidente, y el profesor de universidad Yusef Sauani como director, esta institución ha planteado abiertamente la necesidad de que el país mejore su historial en materia de derechos humanos. Ha tenido varios encontronazos con el ministerio del Interior, con el que mantiene unas relaciones bastante distantes. Saif al Islam también es el responsable de la creación de los dos periódicos semiprivados que existen en Libia, Oea y Quryna.

Algunos dicen que las iniciativas del hijo de Gaddafi no son más que un intento de ganar popularidad de cara a suceder a su padre. Por tanto, no es de extrañar que promueva una imagen más amigable de Libia en la escena internacional. Aunque fuese así, no se puede subestimar la importancia de los esfuerzos realizados hasta la fecha. Esperemos que esta primavera dure.