Las recientes medidas del rey Abdalá están dirigidas a reforzar el poder del Estado no a reformarlo.

 

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Tres años y medio después de heredar el trono, todo el mundo está alabando al rey Abdalá por hacer finalmente honor a su reputación de paladín de las reformas en Arabia Saudí. El pasado día de San Valentín, el venerable monarca llevó a cabo una profunda remodelación del Gobierno y varias importantes instituciones religiosas, realizando una serie de relevos que han sido pregonados como el inicio de una primavera saudí, un hito –según sugieren algunos observadores– que marcará el comienzo de una era de tolerancia, moderación y oportunidades.

No contemos con ello. Simplemente es demasiado pronto para celebrar la medida del rey saudí como el comienzo de una nueva era política. En realidad, algunos de los principales cambios que ha hecho indican que está más interesado en reforzar el poder del Estado central que en reformarlo.

Es cierto que su iniciativa posee características que pueden permitirnos considerarla como un cambio progresista, al menos en Arabia Saudí. En un país conocido por su draconiano sistema patriarcal y su intolerante ortodoxia islámica, la remodelación parece afrontar ambos retos. Por primera vez en la historia de la esta nación una mujer formará parte del Gobierno. Nura al Fayez, que hasta ahora dirigía el Dialogo Nacional de Arabia Saudí, un programa creado en 2003 con el objetivo oficial de fomentar la tolerancia en el país, asumirá el cargo de viceministra de educación femenina. El monarca también ha echado a dos de los máximos dirigentes religiosos, entre ellos al director de la temida Comisión para la Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio, la policía religiosa. En los últimos años, a medida que muchos saudíes se han cansado de la celosa vigilancia de las estrictas costumbres morales, este organismo se ha convertido en objeto de considerable oprobio público. Abdalá ha destituido también al juez de mayor rango, Salí al Luhaydan, que recientemente avergonzó a la nación al considerar permisible matar a los dueños de las emisoras de televisión que retransmitan programas que no respeten su estricta interpretación de la moralidad islámica.

Aunque las medidas adoptadas pueden parecer revolucionarias, en realidad denotan una inclinación conservadora y un astuto sentido de la arabia saudí el extremismo religioso.

El nombramiento de Fayez como integrante del Ejecutivo podría sugerir la posibilidad de un cambio radical en el estatus político de las mujeres saudíes. Pero en este tema, la decisión de Abdalá resulta especialmente decepcionante. En una época en la que mujeres activistas de todo el país no dejan de reclamar mayores derechos políticos y el fin del estricto sistema de vigilancia masculina (el tema de la conducción, que tanto llama la atención en Occidente, es sólo la punta del iceberg), no se puede decir que el nombramiento de una respetada dirigente para un cargo de segundo rango con escasa autoridad ejecutiva anuncie un cambio profundo. La medida resulta aún más decepcionante si tenemos en cuenta que 2009 era el año en que supuestamente se iba a conceder a las mujeres el derecho de voto en las próximas elecciones municipales. En vez de eso, parece que los comicios han sido completamente descartados.

Si bien la inclusión de una mujer en el Gobierno es poco más que un gesto simbólico, el desafío del rey al poder religioso sí resulta más significativo desde el punto de vista político. Aunque también en este asunto se ha exagerado mucho la supuesta visión reformista de Abdalá.

Históricamente, el poder político de la Casa de Saud ha estado en parte ligado al clero. A cambio de independencia para ejercer su autoridad en temas religiosos y sociales, los clérigos saudíes han respaldado, y otorgado por tanto legitimidad religiosa, al poder político de la familia real. Pero, aunque los críticos del régimen saudí –especialmente los que surgieron tras los atentados terroristas del 11 de septiembre- señalan los estrechos lazos entre los Al Saud y eruditos islámicos extremistas como prueba de las peligrosas inclinaciones del Ejecutivo, lo cierto es que los gobernantes del reino llevan tiempo preocupados por los peligros que conlleva tener una clase dirigente religiosa poderosa.

No se ha concedido a los ciudadanos saudíes, incluidas las mujeres, el derecho a participar en el funcionamiento político del país

A lo largo del siglo XX la familia real trató de burocratizar a los eruditos religiosos, limitar su capacidad para influir más allá de los asuntos de fe y subordinarlos al Estado. Este proceso se interrumpió en 1979, cuando un grupo de radicales religiosos liderados por Yuhaymán al Utaybi sitió y ocupó la Gran Mezquita de la Meca. Los rebeldes nunca amenazaron militarmente al régimen, pero plantearon un desafío ideológico importante, al cuestionar abiertamente la credibilidad religiosa de la familia gobernante. Los Al Saud respondieron atacando la mezquita, pero no sin antes buscar el apoyo los máximos dirigentes clericales, que cobraron un alto precio por ello. A cambio de dar su aprobación a las autoridades para el uso de la violencia en suelo sagrado, pidieron y obtuvieron mayor poder de influencia. En la última parte del siglo, el Gobierno saudí destinó a las instituciones religiosas cantidades de dinero sin precedentes, con el fin de prevenir movimientos religiosos disidentes. Los Al Saud capearon el desafío a su poder planteado por los rebeldes de la Meca, pero los costes a largo plazo han sido considerables, con una comunidad de eruditos religiosos poderosa y beligerante que periódicamente les pone en situaciones embarazosas, y que ejerce un significativo control sobre el poder absoluto de la familia real.

Desde luego, las cosas han cambiado desde que Abdalá subió al trono. El monarca parece decidido a reinstaurar el poder central y eliminar las amenazas a su autoridad suprema y la de sus sucesores. Esto significa enfrentarse al clero. En los dos últimos años, el rey saudí ha reclamado reformas profundas del poder judicial, fuente del religioso. En la práctica, Abdalá pretende profesionalizar los tribunales, homogeneizar la formación de los jueces y dificultar los abusos judiciales. Desde un punto de vista político, esto significa, nuevamente, subordinar a los eruditos y jueces al Estado y romper el pacto de 1979. Su decisión de quitar a dos de las figuras religiosas más destacadas, incluido el jefe de la policía religiosa y el de los jueces, indica que el proceso ya esta totalmente en marcha.

Puede que la marginación de los partidarios de la línea dura religiosas alivie a los ciudadanos saudíes y a los observadores extranjeros. Y los esfuerzos de Abdalá para dejar fuera del equipo a algunos de los personajes más infames del país merece todo el apoyo, lo mismo que su decisión de hacer que las instituciones religiosas sean más representativas del verdadero panorama religioso del reino. Pero es una equivocación llamar a esto “reforma”. No se ha concedido a los ciudadanos saudíes, incluidas las mujeres, el derecho a participar en el funcionamiento político del país. Abdalá no ha dado ninguna señal de estar dispuesto a compartir el poder con aquellos sobre los que su familia gobierna. Y no lo hará.

 

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