En política exterior, a veces resulta preferible el
conflicto a sus posibles remedios
.

La mayoría de los problemas lo son porque no tienen solución.
Dicho de otra manera, si tuvieran remedio, no serían problemas. Precisamente
por este motivo, el intento de resolverlos ocupa tanto tiempo de nuestras vidas.
En demasiadas ocasiones, sin embargo, las personas, llevadas por la vanidad,
tienden a pensar que no se pueden arreglar porque nadie tan listo como uno
mismo lo ha intentado con anterioridad. El verdadero obstáculo es que
este defecto humano, tan recurrente, de pensar que los problemas son acertijos
esperando a ser resueltos sí que origina numerosísimas dificultades.

Aunque en muchas ocasiones el enfoque erróneo sea parte de los problemas, éstos
no suelen ser visiones borrosas que puedan arreglarse cambiándose de
gafas o concentrándonos mucho en ellos. Más bien al contrario,
por desgracia, la naturaleza de la mayoría está excesivamente
clara: el terrorismo existe porque hay gente que considera legítimo
utilizar la violencia con fines políticos; el tráfico de mujeres
tiene lugar porque hay hombres que consideran aceptable pagar una cantidad
por un servicio sexual; el contencioso de Gibraltar no se resolverá mientras
Londres se niegue a imponer a los llanitos el acuerdo al que España
y el Reino Unido puedan llegar, y el conflicto árabe-israelí seguirá tal
cual mientras Israel esté convencido de que un Estado palestino independiente
será más perjudicial para sus intereses que la situación
actual.

Como indica la propia definición del término, los problemas
son "proposiciones o dificultades de solución dudosa". Muchos
de ellos no son de fácil arreglo. Otros ni siquiera tienen un desenlace
complejo. Con demasiada frecuencia, las pretendidas soluciones no son tales
porque, o bien preceden a los problemas o se basan en falsas analogías
con otros distintos. Y, finalmente, es probable que en algunos casos prefiramos
vivir con ellos que con algunos de sus remedios. Una sociedad democrática
puede decidir soportar el terrorismo antes que pagar el precio de entregar
sus ideales a una minoría violenta. Por la misma razón, también
elegirá que los inmigrantes entren en el país saltando sus vallas
fronterizas en vez de acabar con el asunto instalando sistemas de disparo automático
en las fronteras.

Lo normal es que cuanto más importante sea el problema, más
probable es que no tenga solución. ¿Qué hacemos entonces
con ellos? ¿Cruzarnos de brazos y mirar hacia otro lado? Naturalmente,
no. Pero, sin duda, comenzar la aproximación a un asunto estudiando
por qué es un problema, por qué llegar a su fin es difícil
o imposible, y continuar con un análisis sobre qué medidas agravarían
el asunto o lo harían preferible a un posible arreglo es un buen comienzo.
Por tanto, más que resolverlos, lo que se debe hacer es encauzarlos
para que no se desborden, acotarlos para que no se agraven, dinamizarlos para
que no se anquilosen. ¿Cómo? Marcando y estrechando los límites
de lo que es aceptable e inaceptable, institucionalizando el diálogo
en torno a su solución, combatiendo las consecuencias más perniciosas
de la existencia de dichos obstáculos en el día a día,
decidiendo qué cosas hay que intentar salvaguardar, independientemente
de que se arregle o no el problema. En definitiva, generando principios y normas
que confinen las posibles soluciones dentro de un rango aceptable.

Inmigrantes africanos abandonados en el Sáhara en octubre de 2005
Inmigrantes africanos abandonados
en el Sáhara en octubre de 2005

Por tanto, frente a un modelo de política exterior basado en la lista
de buenos deseos respecto al fin de asuntos tan complejos como el hambre en
el mundo, la convivencia entre Occidente e islam o el conflicto del Sáhara,
existe un modelo alternativo. Éste consiste en asegurarse de que los
problemas no se reproduzcan, agraven o extiendan: gestionar eficazmente sus
consecuencias más indeseadas, contribuir a fijar los principios e instituciones
que incidan en su desarrollo ulterior. Por ejemplo, pese a lo que se pretenda
en ocasiones, el compromiso moral de España con el pueblo saharaui en
razón de su pasado colonial no le obliga a preferir un Estado polisario
independiente a una amplia autonomía dentro de Marruecos ni a hacer
gestiones en uno u otro sentido, pero sí a comprometerse tanto con los
derechos civiles y políticos de los saharauis como con su bienestar
material, sin tener en cuenta si residen en Tinduf (Argelia), acceden a un
Estado independiente o logran una autonomía dentro de Marruecos. Igualmente,
aunque España no tiene capacidad económica para erradicar el
hambre en el mundo ni para ayudar a todas las víctimas de desastres
naturales, sí que puede cumplir su compromiso de elevar la ayuda oficial
al desarrollo o proponer reforzar el sistema de Naciones Unidas mediante la
creación de una organización internacional de protección
civil, que prevenga y actúe en caso de catástrofes. En el mismo
sentido, aunque España pueda hacer poco por llevar la democracia a Cuba,
sí debería hacer más por convertirse en un referente moral
y de solidaridad de primer orden para el pueblo cubano, y dejar atrás
su imagen de empresario sólo preocupado en mantener sus negocios a salvo
de la política y sus intereses a salvo de sus principios.

Aunque la promoción del diálogo entre civilizaciones sea un
noble empeño, la mejora de las condiciones de vida y posibilidades de
integración de los magrebíes que residen en las ciudades españolas
o malviven en condiciones lamentables en las huertas murcianas también
está al alcance de la mano de cualquier gobierno. Igualmente, aunque
la situación de desesperación que lleva a los subsaharianos a
abandonar sus países requiera actuaciones a muy largo plazo, el Ejecutivo
podría no conformarse con extender una orden de expulsión a los
que logran entrar y dejarlos en la calle sin más para ser explotados
por las redes de pirateo. Probablemente, para que el multilateralismo sea eficaz,
deberá ser primero minimalismo efectivo.

En política exterior, a veces resulta preferible el
conflicto a sus posibles remedios
. José Ignacio Torreblanca

La mayoría de los problemas lo son porque no tienen solución.
Dicho de otra manera, si tuvieran remedio, no serían problemas. Precisamente
por este motivo, el intento de resolverlos ocupa tanto tiempo de nuestras vidas.
En demasiadas ocasiones, sin embargo, las personas, llevadas por la vanidad,
tienden a pensar que no se pueden arreglar porque nadie tan listo como uno
mismo lo ha intentado con anterioridad. El verdadero obstáculo es que
este defecto humano, tan recurrente, de pensar que los problemas son acertijos
esperando a ser resueltos sí que origina numerosísimas dificultades.

Aunque en muchas ocasiones el enfoque erróneo sea parte de los problemas, éstos
no suelen ser visiones borrosas que puedan arreglarse cambiándose de
gafas o concentrándonos mucho en ellos. Más bien al contrario,
por desgracia, la naturaleza de la mayoría está excesivamente
clara: el terrorismo existe porque hay gente que considera legítimo
utilizar la violencia con fines políticos; el tráfico de mujeres
tiene lugar porque hay hombres que consideran aceptable pagar una cantidad
por un servicio sexual; el contencioso de Gibraltar no se resolverá mientras
Londres se niegue a imponer a los llanitos el acuerdo al que España
y el Reino Unido puedan llegar, y el conflicto árabe-israelí seguirá tal
cual mientras Israel esté convencido de que un Estado palestino independiente
será más perjudicial para sus intereses que la situación
actual.

Como indica la propia definición del término, los problemas
son "proposiciones o dificultades de solución dudosa". Muchos
de ellos no son de fácil arreglo. Otros ni siquiera tienen un desenlace
complejo. Con demasiada frecuencia, las pretendidas soluciones no son tales
porque, o bien preceden a los problemas o se basan en falsas analogías
con otros distintos. Y, finalmente, es probable que en algunos casos prefiramos
vivir con ellos que con algunos de sus remedios. Una sociedad democrática
puede decidir soportar el terrorismo antes que pagar el precio de entregar
sus ideales a una minoría violenta. Por la misma razón, también
elegirá que los inmigrantes entren en el país saltando sus vallas
fronterizas en vez de acabar con el asunto instalando sistemas de disparo automático
en las fronteras.

Lo normal es que cuanto más importante sea el problema, más
probable es que no tenga solución. ¿Qué hacemos entonces
con ellos? ¿Cruzarnos de brazos y mirar hacia otro lado? Naturalmente,
no. Pero, sin duda, comenzar la aproximación a un asunto estudiando
por qué es un problema, por qué llegar a su fin es difícil
o imposible, y continuar con un análisis sobre qué medidas agravarían
el asunto o lo harían preferible a un posible arreglo es un buen comienzo.
Por tanto, más que resolverlos, lo que se debe hacer es encauzarlos
para que no se desborden, acotarlos para que no se agraven, dinamizarlos para
que no se anquilosen. ¿Cómo? Marcando y estrechando los límites
de lo que es aceptable e inaceptable, institucionalizando el diálogo
en torno a su solución, combatiendo las consecuencias más perniciosas
de la existencia de dichos obstáculos en el día a día,
decidiendo qué cosas hay que intentar salvaguardar, independientemente
de que se arregle o no el problema. En definitiva, generando principios y normas
que confinen las posibles soluciones dentro de un rango aceptable.

Inmigrantes africanos abandonados en el Sáhara en octubre de 2005
Inmigrantes africanos abandonados
en el Sáhara en octubre de 2005

Por tanto, frente a un modelo de política exterior basado en la lista
de buenos deseos respecto al fin de asuntos tan complejos como el hambre en
el mundo, la convivencia entre Occidente e islam o el conflicto del Sáhara,
existe un modelo alternativo. Éste consiste en asegurarse de que los
problemas no se reproduzcan, agraven o extiendan: gestionar eficazmente sus
consecuencias más indeseadas, contribuir a fijar los principios e instituciones
que incidan en su desarrollo ulterior. Por ejemplo, pese a lo que se pretenda
en ocasiones, el compromiso moral de España con el pueblo saharaui en
razón de su pasado colonial no le obliga a preferir un Estado polisario
independiente a una amplia autonomía dentro de Marruecos ni a hacer
gestiones en uno u otro sentido, pero sí a comprometerse tanto con los
derechos civiles y políticos de los saharauis como con su bienestar
material, sin tener en cuenta si residen en Tinduf (Argelia), acceden a un
Estado independiente o logran una autonomía dentro de Marruecos. Igualmente,
aunque España no tiene capacidad económica para erradicar el
hambre en el mundo ni para ayudar a todas las víctimas de desastres
naturales, sí que puede cumplir su compromiso de elevar la ayuda oficial
al desarrollo o proponer reforzar el sistema de Naciones Unidas mediante la
creación de una organización internacional de protección
civil, que prevenga y actúe en caso de catástrofes. En el mismo
sentido, aunque España pueda hacer poco por llevar la democracia a Cuba,
sí debería hacer más por convertirse en un referente moral
y de solidaridad de primer orden para el pueblo cubano, y dejar atrás
su imagen de empresario sólo preocupado en mantener sus negocios a salvo
de la política y sus intereses a salvo de sus principios.

Aunque la promoción del diálogo entre civilizaciones sea un
noble empeño, la mejora de las condiciones de vida y posibilidades de
integración de los magrebíes que residen en las ciudades españolas
o malviven en condiciones lamentables en las huertas murcianas también
está al alcance de la mano de cualquier gobierno. Igualmente, aunque
la situación de desesperación que lleva a los subsaharianos a
abandonar sus países requiera actuaciones a muy largo plazo, el Ejecutivo
podría no conformarse con extender una orden de expulsión a los
que logran entrar y dejarlos en la calle sin más para ser explotados
por las redes de pirateo. Probablemente, para que el multilateralismo sea eficaz,
deberá ser primero minimalismo efectivo.

José Ignacio Torreblanca es
investigador principal del área de Europa en el Real Instituto Elcano,
profesor de Ciencia Política en la UNED y miembro del Consejo Editorial
de
FP EDICIÓN ESPAÑOLA.