Irak sigue siendo un foco de tensión importante en Oriente Medio. Diecisiete años después de su “liberación” por una coalición liderada por Estados Unidos, el país sigue padeciendo un sinfín de problemas políticos, sociopolíticos, socioeconómicos y de seguridad.

 

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Un mural que representa las protestas antigubernamentales en Irak. AHMAD AL-RUBAYE/AFP via Getty Images

En 2019, por varios motivos, la población volvió a demostrar su descontento en las calles, pidiendo un cambio radical a nivel político y económico. Pero las aspiraciones de los iraquíes tampoco pueden desvincularse del contexto que prevalece a escala regional e internacional.

Mientras el país sufre una situación socioeconómica dramática, también hay que destacar los efectos generados por las interacciones con los actores extranjeros y sus aspiraciones. En las críticas llevadas a cabo por la población iraquí, se han oído eslóganes en contra de dos Estados en particular: EE UU e Irán. ¿Qué puede ocurrir entonces? ¿Cómo tenemos que leer las protestas en Irak? Por otro lado, ¿podrían cambiar las alianzas tradicionales de Irak hasta perjudicar las relaciones del país con Washington y Teherán? ¿O se van a mantener los fundamentos iraquíes hasta que asistamos a otra tormenta?

 

Las protestas iraquíes de 2019

Desde la invasión de Irak en 2003, han sido muchos los motivos que han alimentado la decepción y la frustración de los iraquíes. De hecho, mientras se les había prometido que el derrocamiento del poder del expresidente Sadam Husein les traería democracia, desarrollo y riqueza, los ciudadanos acabaron recogiendo subdesarrollo, pobreza e inseguridad.

La oportunidad que se les ha dado a elegir a sus representantes políticos, ya  sea de forma directa (consejos y parlamento) o indirecta (primer ministro, presidente), ni siquiera ha solucionado la cuestión de la legitimidad política. De hecho, los iraquíes no han encontrado satisfacción con ninguno de los líderes que se han sucedido en el poder desde 2003.

Al mismo tiempo, cabe decir que las características de la sociedad iraquí (con una proporción de la población bastante conservadora y dirigida más hacia las perspectivas locales) contradicen las lógicas de “representatividad nacional" tal y como las entendemos desde un punto de vista occidental. Por supuesto, los iraquíes prefieren poder elegir a sus representantes políticos en lugar de vivir bajo un orden dictatorial y opresivo; dicho eso, las elecciones organizadas a lo largo de estos últimos diecisiete años también han puesto en evidencia cómo los ciudadanos favorecen a candidatos que perciben como más cercanos desde un punto de vista identitario –empezando por la afiliación étnica y/o religiosa. Además, dan mucha importancia a los asuntos y preocupaciones que prevalecen a nivel local.

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Protestas contra el Gobierno iraquí en Bagdad. Murtadha Al-Sudani/Anadolu Agency via Getty Images

De ahí que hablemos generalmente de Irak como un país cuyo gobierno es “de mayoría chií”. Esta particularidad refleja la realidad sociológica iraquí: su población es mayoritariamente chií (cerca 55% de la población). Al mismo tiempo, esta situación no necesariamente implica que aquellos que profesan esta rama del islam en Irak formen un bloque incondicionalmente pro-chií. Una gran parte de los manifestantes que vemos en la calle proceden de ciudades y barrios de mayoría chií, pero sus protestas contra la clase política iraquí son, en gran parte, una crítica de las políticas desarrolladas también por personalidades de esta comunidad religiosa. El sectarismo prevalece hasta cierto punto en Irak, pero eso no significa que haya acabado estructurando la sociedad.

Desde la caída de Sadam Husein, los iraquíes también se dieron cuenta de que sus líderes políticos habían fracasado a la hora de desarrollar sus perspectivas socioeconómicas. En octubre de 2019, el Banco Mundial lamentaba cómo “la lentitud del programa de reconstrucción, los problemas en términos de inversión pública y el aumento de los costes generados por las importaciones” estaban impidiendo llegar a una situación de pleno crecimiento. De hecho, las tensiones interiraquíes hay que leerlas a la luz de la frustración socioeconómica que la población está viviendo. De ahí la profunda revisión que necesitamos hacer a la hora de analizar la realidad del país, especialmente a raíz de los eventos que están desarrollándose en la actualidad.

A lo largo de la última década, los iraquíes salieron en las calles en varias ocasiones. No se habían animado a acompañar directa y activamente la ola de protestas que supuso la Primavera Árabe en 2011. Sin embargo, a lo largo de ese año, organizaron varias protestas, pidiendo más medidas en términos de lucha contra la corrupción y de seguridad, así como más eficiencia por parte de los ministerios públicos. Hubo otras manifestaciones en diferentes ocasiones, culminando en 2018 con las protestas veraniegas  lamentablemente caracterizadas –en parte– por una forma de sectarismo que oponía a  suníes y chiíes. Pero este sectarismo se contuvo.

Las protestas que prevalecen hoy, bajo el nombre de “revolución de octubre” (en referencia a la fecha de su inicio en ese mes de 2019), son una continuación de las dinámicas iniciadas previamente. Dan paso a reivindicaciones populares de tipo político y socioeconómico, apartando, de hecho, los asuntos sectarios. Con el tiempo, los iraquíes han ido acumulando un sinfín de factores de descontento, que se traducen, cada vez más, en ira contra el sistema político. Sus demandas son claras: quieren acabar con el sistema en vigor, con sus componentes (la élite política) y con su funcionamiento (corrupción, mala gestión o medidas percibidas como arbitrarias entre otras cosas).

Al mismo tiempo, es difícil plantearse el fin del sistema actual, o su posible transición hacia un nuevo orden donde la clase política se vería plenamente renovada. La población destaca por su capacidad de influir sobre los eventos: sus protestas llevaron a la dimisión de un primer ministro iraquí que había sido recién nombrado, Adel Abdulmahdi, en diciembre de 2019. Asimismo, esto no bastó para satisfacer a los iraquíes. El nombramiento de un sucesor a Abdulmahdi hizo que los ciudadanos mantuvieran activas sus demandas y sus críticas hacia un sistema que querían ver totalmente cambiado. De ahí las protestas en contra del nuevo Primer Ministro, Mohammad Tawfiq Allawi, que no ven tan diferente de sus predecesores. No porque no confíen en él como persona; más porque rechazan el sistema político y todo lo que puede generar.

Los iraquíes siguen decepcionados, y de ahí el hecho de que estén manifestándose en varias partes de Irak. Pero estos movimientos también hay que vincularlos a las alianzas diplomáticas del país.

 

Los ‘aliados’ de Irak

Irak es muy permeable a las influencias extranjeras. Desde la caída de Sadam Husein (2003), son muchos los Estados que han desarrollado estrategias propias en el país. Destacan entre ellos EE UU e Irán, junto con Rusia y Turquía, cuyo caso es igual de interesante, pero merecería un análisis aparte.

Estos Estados tienen por lo menos un punto en común: cada uno de ellos ha visto en la caída del dictador, y en el contexto que siguió, una oportunidad para favorecer sus intereses políticos y estratégicos.

Los casi veinte años que nos separan de la invasión de Irak han llevado a muchas fases. Dentro de ellas, los actores extranjeros han podido conseguir varios objetivos dependiendo de la fase que atravesaba el país. Mirando la situación, tal y como prevalece hoy, destaca lo siguiente.

EE UU identifica en Irak dos de los objetivos globales que consiguen a nivel regional: acabar con el terrorismo (y, más concretamente, con la organización autoproclamada como Estado Islámico), y debilitar a Irán. De ahí el hecho de que hayan puesto en marcha una coalición anti-Estado Islámico en 2014. En paralelo, las orientaciones anti-iraníes de Washington no son nuevas, pero culminaron a principios de enero de 2020 con el asesinato del general Qasem Soleimani, comandante de la Fuerza Quds.

Dicho eso, EE UU podría estar tomando hoy distancia con Irak. El pasado enero, el Parlamento iraquí, aunque dividido, aprobó un proyecto de ley que –aunque no vinculante– pidió poner fin a la presencia de fuerzas extranjeras en su territorio. A principios de febrero, el Gobierno validaba la transferencia de una parte de la estrategia de la coalición anti-Estado Islámico hacia la OTAN. Esta decisión, aunque la hayan pedido los ministros de defensa, sugiere que EE UU podrían poner fin a su presencia oficial en Irak, favoreciendo en cambio una implicación más activa por parte de la Alianza Atlántica. Estados Unidos continua siendo un actor determinante e influyente a través de la OTAN; pero, simbólicamente, esta evolución da la impresión de que Washington ha hecho una concesión a la voluntad del Parlamento iraquí –y de los manifestantes.

Irán también ve en Irak una pieza importante para su estrategia regional. Con la caída de su enemigo Sadam Hussein en 2003, la República islámica consiguió desarrollar una estrategia de influencia que le llevó a heredar un nuevo título: “líder chií de la región”. Son muchos los observadores que consideran que Irán lidera hoy una media luna regional, aprovechándose del lazo religioso que le une con los chiíes de Irak, Líbano, Arabia saudí y Bahréin, así como con los alauíes de Siria y los huties de Yemen. Esta teoría es muy aproximativa y bastante errónea en sus fundamentos: mientras Oriente Medio es una región con países sociológicamente heteróclitas, Irán ve a sus aliados regionales como Estados importantes desde un punto de vista estratégico, no identitario. Es más, en Siria, el presidente es alauí, pero los chiíes iraníes ven, desde un punto de vista religioso, a los alauíes como los miembros de una secta usurpadora y herética, lo que no les impide tener, al mismo tiempo, a este país como uno de sus mejores aliados en el Oriente Medio.

Del mismo modo, prevalece una realidad: Irán es un actor con gran influencia sobre los asuntos políticos, económicos y militares en Irak. La existencia de lazos estrechos entre Teherán y Bagdad, y el hecho de que esta relación permita a Teherán influir en las orientaciones del poder ejecutivo de su país vecino, la establecen los hechos. La dependencia del Ejército iraquí hacía las orientaciones sugeridas –o, mejor dicho, dictadas– por Irán también es una realidad irrefutable. La manera por la cual los iraníes han podido llevar a cabo la creación de las poderosas Fuerzas de movilización popular (conocidas como Hashd), una milicia influyente que se vio involucrada en los combates en Siria, es una muestra de esa influencia.

A finales de 2019, los iraníes dieron la impresión de perder influencia en Irak, dadas las críticas que se ejercieron en contra de ellos. La decisión del Gobierno iraquí de trasladar a un puesto de menor importancia a Abdul Wahhab al Saadi, un militar popular por su contribución a la lucha contra el Estado Islámico, fue interpretada por la opinión pública como un intento por parte de los iraníes de alejar a un general que veían demasiado próximo a EE UU. Esta decisión provocó protestas en septiembre de 2019 a las cuales se añadirían las demandas políticas y socioeconómicas de octubre de ese mismo año.

Al mismo tiempo, podemos pensar que la operación lanzada por Estados Unidos en enero de 2020, que acabó con la vida del general iraní Solaimani, haya provocado una reorientación del sentimiento de la población iraquí hacía Teherán. Mientras se les acusaba, hasta principios de enero de este años, de ser francamente antiiraníes, la operación contra Solaimani y sus acompañantes generó una ola de solidaridad en Irak que parecía contradecir lo que se decía hasta entonces sobre sus, supuestos, viscerales sentimientos en contra de Teherán.

Además, por lo que se refiere a Irak, todo indica que EE UU acabaron perdiendo más que los iraníes. De hecho, mientras Washington va redefiniendo su estrategia hacia el país, Irán sigue gozando de varias constantes: sus políticas, sus medidas, así como sus aliados locales.

 

Después de la primavera, el verano

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Estudiantes iraquies protestan contra el ministerio de Educación, Bagdad, 2020. Murtadha Al-Sudani/Anadolu Agency via Getty Images

Los iraquíes podrían estar viviendo una primavera árabe propia. El movimiento actual de protestas nació de frustraciones acumuladas a través de los años por una población harta de ver sus perspectivas de desarrollo comprometidas por culpa de una clase política corrupta. Es más, destaca, ahora, el hecho de que los iraquíes han conseguido cambios en el poder ejecutivo.

Igualmente, se recomienda siempre prudencia hacia eventos positivos en apariencia, pero que también llevan riesgos e incertidumbres. Conseguir el cambio de unos políticos es una cosa, llegar a reformar el sistema es algo bastante más complicado.

A los iraquíes les motivan la ira y la frustración acumuladas, pero de ahí a acabar con la corrupción, la inseguridad, las interferencias extranjeras y los disfunciones del sector público, existe un paso gigante que probablemente tardará bastante en verificarse.

Además, las interferencias extranjeras no van a acabar, ni a corto ni a medio, ni siquiera a largo plazo. EE UU está modificando los términos de su presencia en Irak, pero mantienen bastante influencia a través de la OTAN. Irán también se queda en una posición privilegiada. En paralelo, Turquía y Rusia gozan de manera similar de intereses y de una influencia que irán aumentando en el futuro.

Las protestas iraquíes, a pesar de las muertes y heridas que las acompañan, son motivo de satisfacción para quien quiere ver a Irak evolucionar hacia mejor. Pero a estas alturas, el mundo árabe también nos enseñó que las transiciones no se consiguen de manera fácil, y que a las primaveras vienen generalmente seguidas de veranos largos y bastante calientes.