Un crucifijo con esmeraldas incrustadas perteneciente al tesoro encontrado en el pecio español "Nuestra Señora de Atocha", que ha sido subastado en Nueva York. (Don Emmert/AFP/Getty Images)
Un crucifijo con esmeraldas incrustadas perteneciente al tesoro encontrado en el pecio español "Nuestra Señora de Atocha", que ha sido subastado en Nueva York. (Don
Emmert/AFP/Getty Images)

Es necesario poner en marcha proyectos público-privados para extraer los tesoros españoles de las profundidades marinas.

Han sido subastados en Nueva York algunos de los objetos de mayor valor recuperados por Mel Fisher del galeón Nuestra Señora de Atocha, hundido en 1622 por un huracán mientras navegaba hacia España con un valioso cargamento de oro y plata. Como cabía esperar, la ocasión ha dado lugar a una nueva ola de indignación en algunos medios, que recuerda a la que se vivió a raíz del hallazgo del tesoro de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida a traición en 1804 por navíos ingleses.

Más de veinte años separan el hallazgo de ambos buques y en ese tiempo han cambiado muchas cosas. Además de existir una mayor sensibilidad sobre la importancia de estudiar de manera adecuada los restos históricos sumergidos y evitar su degradación en campañas de salvamento con finalidad lucrativa, 51 países han ratificado ya la Convención de la UNESCO sobre Protección del Patrimonio Cultural Subacuático y se ha consolidado la jurisprudencia sobre la inmunidad soberana de los buques de Estado.

Este último desarrollo, quizás el más importante, debe mucho a la defensa que España ha hecho en los últimos años de sus derechos sobre la carga de los buques hundidos bajo pabellón español a lo largo de los siglos, un combate que la fragata Mercedes parece haber ganado definitivamente para nuestras armas. Pero si la devolución a nuestro país de las 575.000 monedas extraídas de la Mercedes fue, sin lugar a dudas, un final feliz para una larga lucha en defensa de nuestra historia sumergida, quizás debería haber sido también el inicio de una reflexión sobre la forma más acertada de gestionar nuestro patrimonio subacuático.

Por increíble que pueda parecer, España sigue sin haber organizado una campaña de arqueología submarina de importancia, y ello a pesar de que pocos países tienen tantos buques hundidos. Solo en la segunda mitad del siglo XX hemos asistido al saqueo del Nuestra Señora de la Concepción, al fabuloso descubrimiento del Nuestra Señora de Atocha, a la recuperación de los restos del San Diego en Filipinas y de las fragatas Juno y Galga en Estados Unidos, al estudio de los barcos de la Flota del Azogue de 1724, o a la exploración de las zonas en las que se perdieron los buques de las flotas de la plata de 1715 y 1733. Todos ellos son naufragios españoles en cuyo descubrimiento, estudio y eventual recuperación, la Administración española brilló por su ausencia. Solo el Nuestra Señora de Guadalupe y el San José, alias La Tolosa, que componían la Flota del Azogue de 1724, fueron estudiados por arqueólogos españoles, pero lo hicieron a iniciativa del Gobierno dominicano y gracias a la ayuda de instituciones privadas.

De no ser por los piratas de Odyssey, los centenares de miles de monedas de la Mercedes seguirían en el fondo del mar, al igual que los miles de objetos y riquezas recuperados por entusiastas con mejor o peor método, como Mel Fisher o Franck Goddio. El que tenga dudas de esto, no tiene más que ir a Ribadeo; allí, a cuatro sobrecogedores metros de profundidad, se encuentra el pecio de un galeón español de 32 metros de eslora que podría estar entre los mejor conservados del mundo. Su hallazgo se produjo en 2011 pero, a pesar de que podría ser comparable con el Mary Rose de Enrique VIII, que naturalmente cuenta con museo propio en Portsmouth, nadie ha hecho gran cosa por estudiarlo en los últimos cuatro años. Este verano, al parecer, un equipo internacional que cuenta con ayuda del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, recogerá algunas muestras de madera para ver de qué estaba hecho. Y, eso será todo, al menos por el momento.

Existe, por tanto, un problema evidente. Por un lado la Administración española ha conseguido el nada desdeñable éxito de ver reconocidos nuestros derechos sobre la enorme cantidad de pecios que tenemos diseminados por los mares del mundo. Por otro lado, ese mismo Gobierno carece de los recursos necesarios para llevar a cabo las labores que impide realizar a los demás. El éxito en la defensa legal de nuestro patrimonio, se convierte así en un obstáculo insalvable para su recuperación física.

A falta de esos buques que ahora yacen bajo el mar y que otrora nos traían las riquezas de América, nuestro país tiene unos recursos limitados que aún lo están más por la situación de crisis que atraviesa. Sería muy difícil defender un gran programa de arqueología submarina en todo el mundo en un momento en el que la sociedad española tiene tantos y tan acuciantes problemas planteados. Sin embargo, es evidente que en estas circunstancias nuestras políticas tienen que variar. Si los medios públicos a disposición de nuestras instituciones científicas y culturales son insuficientes, habrá que diseñar un nuevo marco legal en el que se dé cabida a la iniciativa privada.

En condiciones ideales, esta colaboración público-privada pasaría por conseguir el apoyo de entidades sin ánimo de lucro o de empresas que jueguen un papel de patrocinadores de los proyectos arqueológicos. Pero tampoco debe descartarse por completo la colaboración con inversores o empresas que esperen cierto retorno a cambio de su ayuda. En los proyectos de arqueología submarina se recuperan a menudo miles de objetos; algunos con un valor histórico y científico excepcional y otros, por el contrario, con un valor importante a ojos de muchos coleccionistas pero ya bien conocidos y estudiados. De las 575.000 monedas de la Mercedes, por ejemplo, 275.000 están en tan mal estado que no tienen ningún interés y casi todas las demás son reales de a ocho muy similares entre sí, por lo que cabe preguntarse si es necesario tener nada menos que 300.000 en las vitrinas –y sobre todo en los sótanos–de nuestros museos. Si permitiendo que parte de estos hallazgos menos relevantes acaben en manos de coleccionistas privados, se facilitara la recuperación de un patrimonio que, de otra manera, permanecería en el fondo del mar, nos parece que hacerlo estaría más que justificado.

La alternativa es seguir como hasta ahora, incapaces de extraer nada de las profundidades marinas, dedicados en el mejor de los casos a lo que se ha llamado la conservación in situ y en el peor a garantizar que nadie estorba el proceso de degradación de los restos sumergidos. Nos aseguraremos así de que no haya privilegiados que puedan disfrutar del patrimonio histórico más que el común de los ciudadanos, pero será al precio de privar a estos últimos de cualquier posibilidad de hacerlo y, una vez más, habremos conseguido que nuestra obsesión igualitaria y estatista nos empobrezca a todos.