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Un trabajador de la construcción en Pekín, China. Greg Baker/AFP/Getty Images
Los países emergentes están sentados sobre una bomba de relojería que todavía tienen margen para desactivar. Pero la cuenta atrás ha comenzado.
Muchos emergentes pueden presumir una deuda pública relativamente ligera en términos de PIB pero saben que eso nunca impediría una debacle financiera. Simplemente, se multiplicaría a toda velocidad hasta la asfixia si los ingresos de los tributos se desploman, los inversores salen corriendo y los bancos tienen que ser rescatados porque las empresas, muy endeudadas, ya no pueden devolverles el dinero.
En esas situaciones extremas, se impone nacionalizar parte de la deuda privada para estabilizar la economía y, en pocos años, una deuda pública modesta se convierte en un lastre agobiante que exige un rescate del Estado o de una parte de su sistema financiero. En España lo saben bien, porque así es cómo su deuda pública pasó del 36% del PIB en 2007 a superar el 100% del PIB en 2015.
Ese escenario puede repetirse a corto plazo en muchos países emergentes, pues, aunque su deuda pública es relativamente modesta, la de sus empresas,
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