El Presidente ruso, Vladímir Putin, durante una rueda de presa en Moscú. Alexander Nemenov/AFP/Getty Images
El Presidente ruso, Vladímir Putin, durante una rueda de presa en Moscú. Alexander Nemenov/AFP/Getty Images

Vladímir Putin se enfrenta a un laberinto de problemas y contradicciones que él mismo ha creado intentando convertir a Rusia en superpotencia.

Putin pertenece a una generación de rusos que recuerdan con nostalgia el poder de la Unión Soviética incluso cuando se refieren a Stalin, que tanto daño les hizo a muchas de sus familias, y contemplan con asco y vergüenza la postración que sienten que sufrieron con la implosión de su imperio en los noventa y el posterior programa de rescate y austeridad que les impuso el Fondo Monetario Internacional a cambio de prestarles 23.000 millones de dólares.

En el colmo de su debilidad vieron cómo el nuevo amigo estadounidense incumplía sus promesas y ampliaba el perímetro de la OTAN al mismo tiempo que animaba a la Unión Europea a incorporar a las ex repúblicas soviéticas al bloque comunitario, que para ellos no era otra cosa que una fría esfera de influencia. Además, millones de rusos sentían que no tenían por qué aguantar cómo los criticaban por tratar a los países vecinos como satélites al mismo tiempo que Francia intervenía en Costa de Marfil, que Estados Unidos invadía Irak o que Japón compraba unilateralmente unas islas cuya soberanía se disputaba con China.

Éste es el contexto de orgullo nacional herido y de franco sentimiento de agresión en el que Vladímir Putin ha convertido el regreso de Rusia al panteón de las grandes potencias primero en un objeto de deseo y después en un sueño que, para muchos de sus compatriotas, ha conseguido hacer realidad con su fortaleza implacable.

 

Del sueño a la pesadilla

Sin embargo, a este sueño, como también le ocurre a Estados Unidos, lo acompaña su propia penitencia en forma de una madeja de intereses contradictorios que se parecen más a un laberinto. El Minotauro de San Petersburgo, Putin, tiene que estabilizar la economía para que nadie cuestione su legitimidad, demostrar permanentemente que Rusia no es una potencia débil que Washington pueda manipular a conveniencia, mantener bien atados a los países que integran su esfera de influencia y ayudar a que los emergentes se conviertan en una alternativa a la hegemonía occidental.

Para estabilizar la economía, que este año se va a contraer más de un 3%, Moscú necesitaría un entorno sin sanciones en el que los tipos de interés en Estados Unidos no siguieran animando la fuga de capitales, una huida que ascenderá según el banco central ruso a 280.000 millones de dólares en total para 2014 y 2015. También les ayudaría que se recuperasen rápidamente los precios del crudo y el gas a niveles de principios de 2014 (los combustibles fósiles representan más del 50% de los ingresos de sus exportaciones) pero Stratfor, la firma de análisis geopolítico, no cree que eso vaya a ocurrir antes de 2017.

Lamentablemente para el Kremlin, el levantamiento inmediato de las sanciones implicaría llegar a un acuerdo con Ucrania, algo que proyectaría imagen de debilidad entre los votantes de Putin y entre los miembros de la esfera de influencia rusa que no se alejan más de Moscú por miedo. Los inquilinos de la Plaza Roja tampoco pueden esperar ninguna ayuda por parte de Casa Blanca en lo que tiene que ver con las decisiones de la Reserva Federal si quieren demostrar a Washington que el orgullo de Rusia no tiene un precio.

Finalmente, saben que evitar el desplome del gas y del crudo exigiría algún tipo de pacto con Arabia Saudí, que no solo es un aliado preferente de Estados Unidos sino que, según expertos en Oriente Medio como Jean-François Seznec, está hundiendo el precio del barril precisamente para perjudicar a Rusia y dañar la capacidad productiva de sus plantas de extracción; según otros analistas, también lo hace para castigarla de paso por su alineamiento con Siria e Irán.

Decíamos que Putin también tiene que demostrar que nadie debe atreverse a manipularlos, algo que obviamente exige contar con una política exterior autónoma que apoye a sus viejos aliados y castigue a sus enemigos, que cuente con unas fuerzas armadas modernas dispuestas a proyectar su poder rápidamente, y que sea capaz de utilizar su mayor activo –el gas– como arma de destrucción económica. En definitiva, Moscú necesita imponerse sin necesidad de atacar, y atacar rápida y eficazmente cuando llegue el momento.

Por desgracia para el Kremlin, apoyar a los viejos aliados manteniendo una política exterior autónoma exige, por ejemplo, defender la posición de Bashar al Asad en Siria. Eso tensa aún más la relación con quien está hundiendo el precio de los combustibles fósiles –Arabia Saudí– y con los países occidentales que deberían levantarle las sanciones para que estabilizase su economía. También enfrenta a Rusia con Turquía, que era un país emergente con el que quería contar en su equipo para contrapesar a Washington y el aliado que iba a ayudarla a desarrollar un gaseoducto que transportase su combustible a Europa sin pasar por Ucrania, a quien podría de este modo seguir amenazando con cortarle el grifo.

La congelación de las negociaciones sobre el gaseoducto y la renovada molestia de los clientes finales de esa infraestructura (los países europeos se sienten heridos por el despliegue aéreo ruso a favor del dictador sirio) restan fuerza a las presiones sobre Kiev y a la capacidad del gas como arma de destrucción económica…Y minan de paso el objetivo ruso de mantener bien atados a los Estados que integran su esfera de influencia, porque si éstos ven que la campaña contra Ucrania se debilita, pensarán lógicamente que Moscú ha perdido potencia de fuego.

Comentábamos más arriba que para construir una política exterior autónoma y orgullosa frente a la primera potencia mundial era necesario un ejército moderno y bien financiado. El problema de esta necesidad es que requiere un considerable gasto en Defensa que Putin apenas puede permitirse en estos momentos precisamente porque ha demostrado la autonomía de su política exterior invadiendo la Península de Crimea y avalando al dictador sirio. Estas dos cuestiones, junto con el tremendo desplome del barril de crudo, han contribuido a provocar una recesión económica en Rusia que hace muy difícil la continuidad del plan de 700.000 millones de dólares con el que iban a modernizar las fuerzas armadas entre 2010 y 2020.

Por supuesto, muchos analistas sospechan que el Minotauro de San Petersburgo está lanzando un plan de estímulo escondido en una secreta multiplicación del gasto militar. La intervención en Siria –más aún si se lleva a cabo con la coordinación de potencias europeas como Francia o Reino Unido– o el derribo del avión ruso en el Sinaí proporcionan una justificación ideal para multiplicar la inversión en cañones a costa de otras partidas. El presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt sacó de la crisis a su país y consiguió un tercer mandato gracias en gran medida al impulso económico que supuso desde 1938 hasta 1945 la preparación, el estallido y la intervención en la II Guerra Mundial. Tal vez Vladímir Putin se plantee hacer algo parecido pero a menor escala.

 

El patio trasero, en orden

El tercer gran objetivo de su política exterior era mantener en orden su esfera de influencia, que integran sobre todo las ex repúblicas soviéticas que no se han incorporado ni a la OTAN ni a la Unión Europea. Las tensiones entre esta meta y las demás son tan evidentes como las de las anteriores: hostigar Ucrania y ocupar parte de su territorio han conllevado sanciones y un daño considerable para la economía rusa, algo que ya ha debilitado la proyección internacional de su poder (cuenta con muchos menos recursos para proyectarlo) y que puede hacer lo mismo con los apoyos que sostienen el gobierno de Vladímir Putin.

Queda por mencionar entonces el cuarto gran objetivo: ayudar a que los emergentes se conviertan en una alternativa a la hegemonía occidental. Esta gran meta se ha concretado en las cumbres, complicidades e incluso en la constitución de un banco de desarrollo con China, Brasil, Suráfrica o India. Rusia también ha apostado por seducir a otras potencias como Turquía.

Posicionarse públicamente como una alternativa al poder de Washington, que es lo que Putin busca internacionalmente para exhibírselo después a unos votantes que deberían premiarlo por devolver al país la grandeza perdida, requiere que el crecimiento y la estabilidad económica de los emergentes, que es la base sobre la que éstos construyen su poder, no dependa de las decisiones de la primera potencia mundial.

Desafortunadamente para ellos, sus altos niveles de deuda privada -que ha superado los 18 billones de dólares-, el desplome del 40% del precio de los combustibles fósiles desde mediados de 2014 y la menor demanda global para sus exportaciones han hecho que su estabilidad haya dependido y siga dependiendo en gran medida de la reacción de los inversores extranjeros y de decisiones pasadas y futuras de la Reserva Federal como la retirada de los estímulos cuantitativos o la subida de los tipos de interés.

Otro problema adicional es que los emergentes son un grupo extremadamente diverso, con intereses contrapuestos y que comparten el orgullo herido de haber sido manipulados en su historia reciente por potencias extranjeras. Quizás por eso, a la hora de coordinar sus políticas exteriores, ninguno de ellos está dispuesto a aceptar al liderazgo de otro ni siquiera por razones prácticas. Para presentarse como alternativa a Occidente necesitan compartir una visión del mundo que rivalice con la occidental, pero hay veces, como muestra el caso e Turquía y Rusia en Siria, en que sus objetivos e intereses ni siquiera son compatibles.

Vladímir Putin puede presumir de haber devuelto a Rusia al centro de la escena internacional en los últimos 15 años después de una terrible década de implosión, postración y desmembramiento del imperio soviético. Nadie puede despreciar ahora la influencia de Moscú en el mundo y sus intereses están muy presentes en Asia, América y Europa, pero este regreso al panteón de las grandes potencias, aunque Rusia no sea ni China ni Estados Unidos, ha creado un laberinto de amenazas y necesidades lleno de contradicciones para Moscú. El Minotauro de San Petersburgo se ha vuelto mucho más influyente pero también más solitario y vulnerable en el laberinto en el que ahora tiene que sobrevivir.