La gente realiza mitin patriótico en Kiev mientras la invasión militar rusa parece posible. (Sean Gallup/Getty Images)

Ucrania vuelve a la portada de la actualidad internacional. Su destino inmediato parece ser volver al siglo XX; a vivir en un estado de pasado inacabado y someterse así al cruce de intereses de una guerra fría que, a diferencia de muchos de sus vecinos, nunca fue capaz de dejar atrás. ¿Qué lecciones debemos sacar de la crisis de Ucrania?

El año 2013 fue crítico para entender los problemas que persiguen a Ucrania. Aquel año, incluso con un líder abiertamente pro ruso como Víktor Yanukóvich, el lento y accidentado acercamiento del país al mundo occidental parecía inevitable. La firma del Acuerdo de Asociación con la Unión Europea, previsto para noviembre de ese mismo año, se daba por hecho.

Apenas un mes antes, la reunión anual de YES (Yalta European Strategy) logró congregar a la flor y nata de la elite occidental. La ocasión no pudo ser más oportuna ni el lugar más simbólico, al reunirse en el Palacio de Livadia en Yalta (Crimea-Ucrania), donde casi setenta años antes Joseph Stalin, Winston Churchill y Franklin Roosevelt se daban cita para reconsiderar el mapa de Europa.

Esta vez dicha conferencia era mucho más que un mero ejercicio de networking. Mientras Víktor Pinchuk, un magnate ucraniano con apetito por el debate intelectual y el tejemaneje político cumplía con su labor de maestro de ceremonias, los reservados del palacio asistían a un ejercicio de diplomacia extraordinario, donde figuras como Bill Clinton, Gerhard Schröder, Mario Monti, Larry Summers, David Petraeus, Tony Blair, Dominique Strauss-Kahn y un número considerable de altos funcionarios americanos y europeos ponían su granito de arena a las bondades de Occidente.

Una vez más se demostró que a Occidente le sobra ímpetu y a Rusia arrogancia. Putin ni siquiera se molestó en enviar a su embajador. Su único representante fue Sergei Glaziev, un asesor económico del presidente ruso, al que se encargó la tarea más difícil y la más ninguneada por muchos medios occidentales. Consistía en prevenir a Ucrania contra un paso “suicida”. Rusia advertía que el coste social y político de la integración en la UE podría provocar movimientos separatistas en el este y el sur de Ucrania y esto, a su vez, llevaría a Moscú a una situación delicada, en la que podía incluso llegar a considerar nulo el tratado bilateral que delimita las fronteras entre los dos países.

Yanukovich rechazó firmar el Acuerdo de Asociación con la UE, y esa decisión desencadenó la ingeniería de la protesta que, en febrero del 2014, encendió el Euromaidán, terminó con su gobierno y apuntaló tanto la desfiguración territorial del país como el enquistamiento del enfrentamiento entre Rusia y Occidente.

 

¿A quién le interesa Ucrania?

Lo que ocurre estos días tiene mucho menos que ver con la pertenencia o acceso a la OTAN que con la historia de un país que, como demostró aquella conferencia, siempre ha estado en los planes de todos. Ucrania importa mucho más que lo que los ucranianos probablemente desearían. En su accidentado periplo hacia una independencia nunca lograda del todo, inmediatamente viene a la cabeza la desproporcionada influencia de Rusia. Algo que, aunque cierto, no refleja toda la verdad.

Durante la Revolución Naranja (2004), el profesor Michael McFaul (posteriormente embajador de EE UU en Moscú entre 2011 y febrero de 2014) hizo unas declaraciones muy controvertidas cuando le preguntaron si Estados Unidos había intervenido en los asuntos internos de Ucrania. Su contestación fue: “Sí. Los agentes estadounidenses preferirían un lenguaje diferente para describir sus actividades –la asistencia democrática, la promoción de la democracia, el apoyo a la sociedad civil, etc– pero su trabajo, independientemente de cómo se quiera etiquetar, busca influir en los cambios políticos de Ucrania”.

Declaraciones como esta siempre llaman la atención, no tanto por la franqueza de McFaul (a la que no estamos acostumbrados) sino por la doble moral que fomentan. Mucha gente se lleva las manos a la cabeza, en un ejercicio de puritanismo absurdo, que suele terminar castigando al que se sale del guión.

Durante las semanas que siguieron al Euromaidán y a la precipitada salida de Yanukóvich se reforzó la narrativa del cambio necesario sobre unas premisas que, en política exterior, explican las heridas que después tardan años en cicatrizar. Victoria Nuland, subsecretaria de EE UU para Europa, se pronunció con el famoso “Yats is the guy”, en referencia a Arseni Yatseniuk, candidato preferencial de la UE y Estados Unidos y elegido como primer ministro por vía exprés. El Acuerdo de Asociación con la Unión Europea lo firmó también en un tiempo récord, apenas 20 días más tarde de tomar posesión del cargo.

Mientras lo que ha quedado en la retina es la movilización de tropas rusas al sur del país, a todo aquello, por mucho que uno no quiera admitirlo, no le faltó el sello de un trastorno familiar y recurrente en las relaciones internacionales: promueve la democracia, pero sólo si la puedes controlar.

 

¿Cómo ha evolucionado Ucrania?

El Euromaidán podría recordarse, en su versión más épica, como la protesta de un pueblo que, a través de un ejercicio de rabia e indignación, tuvo el valor de lanzarse a la calle, reclamar un futuro que combatiese un estado profundamente corrupto y reconciliar a los ciudadanos con el logro de sus legítimas aspiraciones, apresurando la batalla por la libertad y el cambio que el país tanto deseaba desde hacía años. Eso lo vimos por televisión, la cuestión es ¿qué vino después?

Las cámaras se fueron y el país continuó su rumbo hacia el sueño europeo, en una situación precaria, en bancarrota y en pleno proceso de desestabilización política y desmembración territorial. Su futuro inmediato consistía en ir adoptando una larga lista de reformas, exigidas a cambio del apoyo de occidente, e imposibles de vender al electorado en el corto plazo. Sin embargo, sí se produjeron otras cosas más mundanas, como el aumento considerable del paro como resultado de los recortes del sector público, el incremento del coste de vida como consecuencia de la pérdida de la subvención rusa de la energía y el enquistamiento del conflicto en el sur del país.

El jefe de política exterior de la Unión Europea, Josep Borrell, visita Ucrania. (Anadolu Agency via Getty Images)

Casi diez años más tarde, los avances son cuestionables. Ucrania sigue siendo un país que no es Rusia ni tampoco la UE. Es ambas en una mezcla tan bella como incongruente; una combinación muy poco práctica de corazón y cabeza, expresada a través de la historia, la cultura, las aspiraciones y los deseos discordantes de un pueblo y un territorio dividido.

Sin duda se han producido algunas mejoras en ámbitos como los servicios médicos, las pensiones, la descentralización o la reforma de la administración pública. Sin embargo, dos de sus grandes debilidades persisten. Por un lado, sigue siendo enormemente sensible a cualquier decisión que se tome fuera de Kiev. Tanto es así que el actual gobierno de Ucrania ni siquiera ha sido invitado a la cumbre en Ginebra, crítica para el futuro de su país. La segunda es posiblemente la más desmoralizante para el ciudadano medio. La lucha contra la corrupción fue el anzuelo más efectivo para el éxito del Euromaidán y de todos aquellos que aspiraban a ser clase media por sus propios esfuerzos, deseosos de un cambio y algo de justicia. Los continuos retrasos en las reformas que afectan a la justicia y a la economía demuestran lo difícil que es luchar contra la oligarquía que apresó las antiguas empresas estatales y viven enquistados en las decisiones de poder, demostrando que, como en tantos otros sitios, la impunidad sigue siendo la forma en la que una parte importante del Estado funciona.

 

Una reflexión necesaria

Es natural que durante las próximas semanas Putin acapare mucha de la atención de la actualidad internacional. No me cabe duda de que hará todo lo posible por hacerlo. Sin embargo, conviene aclarar que los rugidos del presidente ruso son necesarios de cara a su gente, pero no demuestran su fortaleza, sino más bien su debilidad. El gran drama ruso es que tiene muy poco que ofrecer, incluso a los que durante mucho tiempo fueron parte de su esfera de influencia más inmediata. Hoy, a modo de ejemplo, la integración en la Unión Económica Eurasiática (compuesta por Rusia, Bielorrusia y Kazajistán), principal alternativa a la Unión Europea, es apoyada por apenas un 13% de los ucranianos, y este no ha parado de menguar en los últimos años. Es, exactamente, lo opuesto a lo que le ocurre a la UE, que no necesita hacer ningún aspaviento, y hace bien en evitar una confrontación que claramente está dirigida, por la combinación de razones que sean, a EE UU.

Pero más allá de eso, es preciso hacer una reflexión. Durante las próximas semanas, los medios de comunicación nos invitarán a practicar la guerra fría, removiendo la historia según convenga, incitando a tomar parte, aunque sea a distancia y online, de los próximos movimientos en la frontera de Ucrania y Rusia. Pero la cuestión que importa es si hemos aprendido algo de todo esto o simplemente nos vamos a dejar llevar por la atracción malsana de la escalada militar.

Se mire como se mire, el caso de Ucrania es el de un desastre sin paliativos. Un ejemplo de manual sobre las artes que acompañan la desfiguración de un país. No hay nada de lo que sentirse orgulloso, nada noble en ninguno de los argumentos apadrinados por un ejército de maquilladores de último minuto, ya sean rusos, americanos o europeos.

El siglo XXI, enorme en aspiraciones y desarrollo tecnológico, nos va dejando ejemplos manifiestos de que la política exterior no suele estar a la altura de ellas, e igual que pasa con otros países como Siria o Afganistán, mucho me temo que Ucrania no va a ser el último ejemplo de esa lista.