Cómo una década de malestar ha estallado finalmente en Bangkok.

 

La idea de que Bangkok se sumerja en una espiral de caos total –como ha sucedido en las últimas semanas, en las que 85 personas han muerto en las batallas callejeras entre el Ejército y los manifestantes –resulta chocante para los extranjeros. Tailandia no es Irak ni Yemen ni Pakistán; según aparece reflejado en un sinfín de anuncios turísticos y películas es un lugar pacífico y exuberante, el tipo de país en el que uno toma unas vacaciones de luna de miel. Y hasta hace muy poco, esa imagen era básicamente correcta.

Pero la agitación que ha consumido a este popular destino turístico desde que se produjo el primer estallido de violencia el 10 de abril es menos sorprendente para los propios tailandeses. La idílica imagen del país ha eclipsado las graves tensiones que se han ido acumulando y que finalmente explotaron este mes. El rápido crecimiento económico experimentado en los 80 y 90, impulsado por la globalización, dejó al margen a una gran parte de la población, en particular a la que vivía en las zonas rurales del norte y noreste. Según ciertos parámetros Tailandia sufre una desigualdad en las rentas peor que la de la vecina Filipinas, a pesar de que al primero se le considera en general como un país modernizado mientras que al segundo se le ve a menudo como una economía semifeudal de estilo latinoamericano.

El resentimiento se ha ido acumulando entre los tailandeses que, puede que fueran pobres, pero, lo que es más importante, se sentían cada vez más marginados de las tradicionalmente poderosas instituciones del país: la monarquía, el Ejército y el funcionariado, que tendían a favorecer a las redes establecidas de personas provenientes de las escuelas de Bangkok, las empresas de Bangkok y la formación militar de Bangkok.

 

BAY ISMOYO/AFP/Getty Images

 

No obstante, y a pesar de que los tailandeses del norte y el noreste, que conforman la mayoría de la población, han sufrido económicamente, durante la última década también han ido adquiriendo más poder político, reduciendo las ventajas de las que antes disfrutaban sólo las élites. Internet, las emisoras de radio comunitarias, la Constitución reformista aprobada en 1997 y un mayor acceso a la educación secundaria han originado una población rural consciente de sus derechos, y es más capaz de comparar su propia situación con la de ciudadanos de otros países. La llegada de una democracia real después de más de seis décadas de sucesivos regímenes militares significó que los pobres, si se unían, podían votar a favor de un líder más receptivo a sus preocupaciones.

En 2001, encontraron a su hombre, y Thaksin Shinawatra, un político populista y proveniente del norte, fue elegido primer ministro. Era un multimillonario magnate de las telecomunicaciones, y estaba interesado en usar el poder del Gobierno, al estilo de Silvio Berlusconi, para ayudar a su propia red de empresas. Pero también lanzó programas sociales, como la asistencia sanitaria nacional barata y los préstamos para la creación de empresas en los pueblos, que tuvieron sus efectos. Bajo casi cualquier tipo de cálculo, la pobreza se redujo durante su mandato. Esas iniciativas, junto con una sofisticada campaña publicitaria, le impulsaron para lograr una mayoría incluso más holgada en las elecciones de 2005.

Pero, al igual que Hugo Chávez y Evo Morales en América Latina, Thaksin aderezó sus cruzadas contra la pobreza con intentos de hacer retroceder el Estado de Derecho. Autorizó una guerra contra las drogas que se convirtió en un pretexto para el asesinato selectivo de sus oponentes políticos, intimidó a los medios de comunicación y socavó instituciones estatales como los tribunales. Su inmensa popularidad también amenazó el poder de las Fuerzas Armadas y de la monarquía –en especial del rey Bhumibhol Adulyadej, el monarca constitucional de Tailandia, que era apoyado por las mismas élites y clases medias de Bangkok que despreciaban a Thaksin. En sus más de 60 años en el trono, Bhumibhol había logrado convertirse en algo más que el mascarón de proa de la monarquía, acumulando influencia política mediante maniobras entre bambalinas y la creación de alianzas entre las esferas políticas y militares del país.

Pero en lugar de intentar derrotar a Thaksin en las urnas, las clases medias y élites contrarias al primer ministro optaron por métodos al margen de la Constitución. Las protestas que exigían la expulsión de Thaksin fueron reemplazadas por llamamientos al Ejército para que actuara, cosa que sucedió en septiembre de 2006, deponiendo al primer ministro en un golpe de Estado. Thaksin huyó al exilio, y en la actualidad se le supone en Francia, aunque mantiene su paradero en secreto, más aún con la reciente orden de arresto por “terrorismo” decretada por un tribunal tailandés.

Al igual que Hugo Chávez y Evo Morales en América Latina, Thaksin aderezó sus cruzadas contra la pobreza con intentos de hacer retroceder el Estado de Derecho

El golpe fue un gran error. Con todos sus defectos, Thaksin era un político elegido democráticamente; su expulsión por medios militares pareció anacrónica en el siglo XXI, a pesar de que su derrocamiento fuera consentido de manera tácita por Estados Unidos, el socio internacional más importante de Tailandia. (Aunque la Administración de George W. Bush oficialmente condenó el golpe no canceló unos ejercicios militares conjuntos y ha trabajado desde entonces con comodidad con el Ejecutivo colocado por el Ejército). Bajo estos sucesores, la situación política se deterioró con rapidez. Los tribunales, vinculados también a las élites de Bangkok, inhabilitaron a dos efímeros gobiernos pro Thaksin basándose en fundamentos jurídicos cuestionables.

Espoleados por la persecución hacia Thaksin, los seguidores del político depuesto evolucionaron para convertirse en una fuerza mayor y más temible. Aunque el ex primer ministro continuaría desempeñando desde el exilio un papel como animador y, se supone, patrocinador financiero, el asunto ya no se centraba sólo en él: las fuerzas pro Thaksin habían pasado a ser un movimiento social real, con objetivos que se extendían mucho más allá de la amnistía para el antiguo primer ministro.

Los  manifestantes camisas rojas organizados contra el Gobierno en el poder exigen que el primer ministro Abhisit Vejjajiva –un tecnócrata de educación británica a quien se considera un hombre razonable y capaz, pero rehén de la inestable situación– celebre nuevas elecciones, que probablemente serían ganadas por el partido Puea Thai, favorable a los pobres. Hay también demandas más amplias: muchos líderes de los camisas rojas quieren que el Ejecutivo acelere programas que refuercen el poder político y económico de las provincias. Quieren además comenzar un debate sobre cómo reducir el poder de las instituciones tradicionales dominadas por la élite urbana como la monarquía y el Ejército.

Algunos incluso sugieren discretamente que, tras el fallecimiento del rey Bhumibhol, que tiene 82 años y una salud débil, el poder de palacio sea restringido –entre otras razones porque el príncipe heredero, Maha Vajiralongkorn, no goza ni de lejos del respeto que inspira el actual rey y no resulta probable que lo logre. (Esta demanda no se hace en voz demasiado alta: Tailandia tiene estrictas leyes de lesa majestad que castigan a cualquiera que critique a la familia real).

¿Son razonables estas demandas? Los manifestantes, que llegaron a concentrar a más de 100.000 personas en Bangkok, han socavado parte de su autoridad moral al permitir que algunos violentos, como el general rebelde al que dispararon en la revuelta, se unan a ellos. Y el Gobierno de Abhisit desde luego tiene todo el derecho a restaurar la ley y el orden. Sin embargo, las fuerzas de seguridad tailandesas han usado una violencia excesiva para sofocar las protestas, y a veces parecen confundidos y poco preparados para hacer frente a los manifestantes. Las principales quejas de los que protestan, además, son reales y razonables, a pesar de la violencia que ha manchado su movimiento.

A largo plazo, lo que se necesita en Tailandia es algún tipo de reconciliación real. Para las élites de Bangkok, esto supondrá que, en una verdadera democracia, serán superados en número en las urnas y tendrán que renunciar a parte de su poder político y económico. Para los pobres de las zonas rurales, y para políticos como Thaksin que afirman representarlos, significará darse cuenta de que ganar una mayoría parlamentaria no otorga licencia para pisotear los derechos de las minorías; cualquier líder tailandés que resulte elegido tendrá que respaldar el Estado de Derecho y apoyar a las instituciones democráticas. El país necesitará también un debate real y abierto sobre el futuro de la monarquía, sin las leyes de lesa majestad que hasta ahora han reprimido la discusión.

Existe un precedente para esta clase de compromiso. En Brasil, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva llegó al poder con el apoyo fundamental de los pobres, y ha logrado supervisar programas concebidos para reducir la pobreza a la vez que tranquilizaba a las élites empresariales y políticas mostrando que no es un partidario radical de la redistribución de la riqueza. Pero por ahora un compromiso similar en Tailandia parece muy lejano.

 

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