Un graffiti sobre el conflicto palestino-isarelí, julio de 2014. Andrew Burton/Getty Images
Un graffiti sobre el conflicto palestino-isarelí, julio de 2014. Andrew Burton/Getty Images

A escala mundial, la creciente rivalidad geopolítica parece estar llevando, al menos por el momento, a un mundo menos controlado y menos previsible. Donde más patente es esto, desde luego, es en la relación entre Rusia y Occidente. Todavía no es una suma cero: las dos partes están aún colaborando en la cuestión nuclear iraní, la amenaza de combatientes terroristas extranjeros y, en general, el mantenimiento de la paz en África. Pero la política de Moscú en su región representa un verdadero problema, y su relación con EE UU y Europa se ha vuelto antagónica.

Las relaciones de China con sus vecinos también son tensas y podrían desembocar en una crisis en los Mares del Este de China o del Sur de China. La lucha entre Irán y Arabia Saudí inspira la violencia entre suníes y chiíes en todo Oriente Medio. Las propias potencias suníes están divididas: la rivalidad entre Arabia Saudí, los Emiratos y Egipto, por un lado, y Qatar y Turquía, por otro, tiene repercusiones en todo el norte de África. En otros lugares del continente africano, las potencias se enfrentan en Somalia y en la guerra cada vez más regionalizada de Sudán del Sur; y la RDC es desde hace mucho escenario de la competencia de sus vecinos para tener influencia y recursos.

La rivalidad entre las potencias mundiales y regionales no es nada nuevo, desde luego. Pero la hostilidad entre las grandes potencias ha paralizado al Consejo de Seguridad de la ONU en relación con Ucrania y Siria, y deja a sus miembros más poderosos menos tiempo y capital político para dedicarse a otras crisis. A medida que el poder se vuelve más difuso, el antagonismo entre las potencias regionales es más importante. La competencia entre unos Estados poderosos da un tono regional o internacional a las guerras civiles, y eso hace que su resolución sea más compleja.

Además, las guerras y la inestabilidad están concentrándose geográficamente y extendiéndose desde partes de Libia, el Sahel y el norte de Nigeria, a través de la región de los Grandes Lagos y el Cuerno de África, hasta Siria, Irak y Yemen, y de ahí a Afganistán y Pakistán.

Estabilizar las zonas más vulnerables del mundo debe ser una prioridad mundial de política exterior, y no solo un imperativo moral, porque esas regiones suelen servir de refugio a terroristas y criminales transnacionales.

A ello hay que añadir una preocupante tendencia a la violencia en países que están tratando de hacer la transición a la democracia. Entre los lugares con más problemas del mundo están los que intentan alejarse de un gobierno autoritario, como Libia, Yemen, Afganistán, la RDC y Ucrania. Labrar un nuevo consenso sobre la división de poderes y recursos es un reto enorme, y el fracaso suele desembocar en nuevas luchas.

Esto plantea dilemas tanto a las clases dirigentes nacionales como a las potencias extranjeras. Por un lado, sabemos que el comportamiento de muchos gobernantes autoritarios no hace más que almacenar problemas para después. Vacían las instituciones, reprimen a los opositores, se olvidan de gran parte de la población y a menudo dejan vagos mecanismos de sucesión. Por otro, deshacerse de ellos, muchas veces, empeora la situación a corto plazo, precisamente porque su mandato no ha implantado un sistema que permita administrar el cambio.

El año que acaba de terminar ha demostrado también que los grupos yihadistas siguen siendo una amenaza persistente y en aumento. El Estado Islámico y sus nuevos afiliados en el Sinaí y el norte de África, Boko Haram en Nigeria, Al Shabab en Somalia y Kenia y las filiales de Al Qaeda en el sur de Asia, Asia central, el Cáucaso, Yemen y el Sahel están desestabilizando gobiernos, matando a civiles y radicalizando a las poblaciones locales. Pero agrupar estos movimientos, con frecuencia, no sirve de nada: aunque dicen que sus ambiciones son globales, los distintos grupos se alimentan de los agravios locales.

Si bien estos grupos yihadistas emplean tácticas terroristas atroces, no son meros terroristas. Quieren controlar el territorio. Suelen mezclar tácticas brutales con una astuta implicación política o social. Algunos se presentan como alternativas a un Estado corrupto e injusto y proporcionan bienes públicos básicos -en especial seguridad y justicia, aunque en variantes crueles- cuando el gobierno no lo hace. Pocas de las guerras que libran comienzan en nombre de la yihad internacional. La ideología extremista, normalmente, tarda en figurar, y siempre entre otras causas de violencia. Sin embargo, una vez allí, hace que sea mucho más difícil acabar las guerras de forma negociada.

Está claro que unos problemas tan distintos no pueden describirse de manera genérica. Las soluciones necesitan un conocimiento detallado de cada conflicto, sus motores, sus protagonistas, sus motivos e intereses. Cualquier reacción debe emprenderse en función del contexto. Pero podemos ofrecer unas cuantas ideas generales basándonos en el año pasado.

En primer lugar, este año, la política ha carecido demasiadas veces de estrategia, lo mismo en la campaña de Estados Unidos contra el EI que en la de Nigeria contra Boko Haram. La acción militar no basta por sí sola; de hecho, en muchos casos perpetúa las razones de fondo del conflicto: las desigualdades de poder, el subdesarrollo, la actuación del Estado depredador, la política identitaria, etcétera. Lo que mantiene unidos a los países son los acuerdos políticos. Para acabar con las guerras o evitar las crisis es necesario un proceso que se encamine en esa dirección.

Segundo, en la mayoría de los casos, es más lógico hablar que no hacerlo. Los casos positivos de este año -la cuestión nuclear iraní, las conversaciones de paz en Colombia, la transición en Túnez, las relaciones Estados Unidos-Cuba- demuestran el valor del diálogo, incluso cuando es incómodo o impopular. Por supuesto que hay riesgos, en particular cuando se negocia con grupos con agendas excluyentes o en los que los motivos criminales pueden más que los políticos. Pero, por el momento, la balanza está peligrosamente inclinada en contra del diálogo: los responsables políticos deben ser más flexibles, dejarse de declaraciones dogmáticas sobre con quién pueden o no pueden hablar y, cuando sea necesaria la fuerza, combinarla con el diálogo, aunque solo sea para aislar a los que son realmente inaceptables.

Tercero, la inclusión política debería ser más a menudo un principio rector para los líderes actuales. Con el tiempo, eso significa construir unas instituciones representativas y eficaces y protejan a todos los ciudadanos; una tarea larga, ardua y muy política. En los países frágiles, las prisas por celebrar unas elecciones que den más poder al ganador en detrimento del perdedor o ratificar constituciones que concentran el poder en una sola persona son peligrosas.

La exclusión es una clave importante en muchas guerras actuales; todos los grupos principales necesitan sentarse a la mesa para proteger sus intereses.

Cuarto, es mucho mejor prevenir crisis que tratar de contenerlas después. Eso significa entablar el diálogo antes de que los conflictos locales adquieran una dimensión yihadista, por ejemplo. Significa abordar los motivos de queja de las comunidades antes de que empuñen las armas. Implica intentar acabar con las guerras antes de que las facciones se fragmenten, porque entonces será más difícil lograr la paz.

Es especialmente importante apoyar a los Estados que están en regiones con problemas y son razonablemente estables o por lo menos aún no se han derrumbado. Para ello hay que garantizar que la ayuda militar no sirva para atrincherar a los gobernantes ni perpetuar malos hábitos. Pero también hay que ser más cautelosos a la hora de defender un cambio de régimen y, a cambio, empujar a los dirigentes hacia una política más integradora, una mejor provisión de los bienes y servicios públicos básicos, la lucha contra la corrupción y la mejora de las relaciones con sus vecinos. Nada de esto es fácil, sobre todo con las numerosas crisis que mantienen ocupados a los líderes mundiales. Pero desde luego es mejor que tratar de arreglar las cosas después. De hecho, dado que la capacidad del mundo para gestionar crisis está ya saturada, un nuevo fracaso en otra región -Asia Central, por ejemplo, o el Golfo- sería desastroso.

Por último, unas líneas sobre la lista. Como todas las listas, es hasta cierto punto arbitraria. Con tantas crisis en activo, reducirlas a las 10 más peligrosas es difícil. Omitimos Sudán, por ejemplo, pese a que está aún asolado por guerras periféricas que parecen encaminarse hacia una escalada, en vista de que Jartum sigue sin hacer reformas. Tampoco incluimos los extraordinarios niveles de violencia relacionada con el narcotráfico en México y algunas zonas de Centroamérica. Tampoco aparece aquí el conflicto Israel-Palestina, si bien está claro que puede agravarse en Gaza, Cisjordania, Jerusalén o el propio Israel. Pakistán también está este año fuera de la lista, pero, como demuestra el horrendo atentado del mes de diciembre en Peshawar, sigue sujeto a múltiples amenazas interrelacionadas, ya sea de los yihadistas, la violencia sectaria en las ciudades o el Ejército intranquilo.