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Ciudadanos checos protestan contra el primer ministro Andrej Babis con carteles que dice "Justicia" en Praga, 2019. MICHAL CIZEK/AFP/Getty Images

Un repaso a las políticas del primer ministro Andrej Babiš y a las razones por las que los checos están saliendo a la calle a protestar. ¿Está el país centroeuropeo caminando en la misma dirección que sus vecinos Hungría y Polonia?

Durante las últimas semanas hemos visto las mayores manifestaciones en la República Checa desde el cambio de régimen en 1989. En torno a 120.000 personas se dieron cita para pedir la dimisión del primer ministro Andrej Babiš. Esta reivindicación tuvo lugar en la emblemática plaza Wenceslao, testigo de los más importantes acontecimientos del país. En ese mismo lugar, en octubre de 1918 se proclamaba la independencia de Checoslovaquia; allí los nazis formalizarían en 1939 el establecimiento del protectorado de Moravia y Bohemia, y también allí se proclamaría la “victoria de la clase obrera”. También en el mismo lugar comenzaría la revuelta antiestalinista en 1968, y cerca de la estatua de San Wenceslao se quemó a lo bonzo el estudiante Jan Palach como protesta ante la ocupación por parte de los tanques del Pacto de Varsovia en enero de 1969. En el balcón del edificio Melantrich, también en la misma plaza, aparecerían juntos Alexander Dubček y Václav Havel para proclamar el triunfo de la Revolución de Terciopelo en 1989.

A pesar de la relevancia de esta manifestación es importante recordar que se inserta dentro de un ciclo de protesta que comenzó en el mes de marzo de 2018 y prosiguió con nuevas marchas en noviembre del mismo año y volvieron a convocarse en marzo de 2019. Por tanto, es esencial analizar lo que sucede en el país centroeuropeo como parte de una secuencia que tiene su origen en el marco de la elección en 2017 de Babiš como Primer Ministro.

Pero hagamos un poco de historia para ponernos en situación. Andrej Babiš es el segundo hombre más rico de la República Checa y dueño de varios medios de comunicación, de hecho, es conocido como el “Trump checo” por sus similitudes en cuanto a fortuna y evolución. En 2011, en plena crisis económica, creó un partido llamado Alianza de Ciudadanos Descontentos (ANO, en sus siglas en checo), de corte populista y centrista y que se incorporaría al grupo ALDE en el Parlamento Europeo tras los comicios europeas de 2014. El propio Babiš formaría parte de un gobierno de gran coalición junto socialdemócratas y democratacristianos entre 2013 y 2017, siendo ministro de Finanzas. Finalmente se hizo con el Ejecutivo checo en solitario en el otoño de 2017. En las elecciones generales de ese año obtendría casi el 30% de los votos. Las siguientes formaciones políticas por orden de importancia serían los euroescépticos del Partido Democrático Cívico (ODS) del grupo europeo CRE (11,3%), el Partido Pirata de centro izquierda (10,7%) y el Partido Libertad y Democracia Directa, liderado por Tomio Okamura, de extrema derecha (10,64%). Comunistas y socialistas dejaron de ser relevantes al no superar ninguno de ellos el 8% del voto.

Se estaba presenciando en la República Checa el advenimiento de un nuevo ciclo político en el que el discurso de la regeneración política venía propuesto por una persona que supuestamente era un outsider de la clase política. La movilización del electorado sobre las bases ideológicas tradicionales de izquierda y derecha se quebró, dando paso a fuerzas políticas de corte populista y que abogaban por el fin de las opciones ideológicas como si de un nuevo “Fin de la Historia” se tratara. El sistema de partidos surgido de la Revolución de Terciopelo no servía ya para satisfacer las demandas de una población con las tasas de euroescepticismo más altas de toda la UE, que en 2017 alcanzaron el 36%, pero que ya eran elevadas incluso antes de incorporarse a la Unión. En aquel momento, la crisis económica junto con el referéndum del Brexit hacía temer un impacto negativo en el crecimiento económico del país, exportador neto industrial y con pleno empleo. En este contexto se sumó la crisis humanitaria de los refugiados, lo que propició que la política identitaria y nativista se sumara a la incertidumbre económica que ya se venía arrastrando.

Así, en un país con una población de apenas 10 millones de habitantes y decreciendo, con una historia de ocupación prendida en su memoria colectiva y que les hace desconfiados de todo aquello que suene a imposición, y con la inoperancia de unos partidos políticos tradicionales que no supieron realizar su modernización y adaptación a tiempo, la propuesta de centro liberal de Babiš, en línea con la tendencia general en Europa, fue apoyada de manera significativa por la ciudadanía.

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El primer ministro Andrej Babis en Bruselas, 2019. Dan Kitwood/Getty Images

Entre sus principales postulados se puede señalar la reivindicación de la Europa Central y Oriental como actor relevante en Europa, con el lema “para problemas globales, soluciones locales”, es decir, regionales. Plantea el hecho de que entre los cuatro países del Grupo Visegrado (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia) conforman 65 millones de personas remando en la misma dirección y con la misma visión de Europa, independientemente de la adscripción ideológica y que, por lo tanto, uniendo sinergias pueden llegar a alcanzar logros importantes en el marco de la UE. De ahí que Babiš siempre se defina como un europeísta convencido con el objetivo último, eso sí, de convertir a Europa Central y Oriental en el principal hub empresarial del continente. También desde su pragmatismo económico, se posiciona, asimismo, a favor de un segundo referéndum en el Reino Unido, uno de sus principales mercados empresariales. Se sitúa contra el euro y fue uno de los líderes europeos que más drásticamente se mostró en contra de la distribución de las cuotas de refugiados.

Pero, obviamente, algo no cuadra en toda esta imagen. Y eso es lo que de manera discontinua saca a los checos a las calles. Babiš nunca ha estado ajeno a la polémica.  Las causas judiciales contra él por fraude fiscal y conflicto de interés no han cesado. Precisamente las acusaciones de fraude fiscal contra él y contra el entonces Primer Ministro socialista Sobotka hicieron caer al gobierno en 2017. Con posterioridad también se abrió un proceso penal contra él por financiación ilegal a su empresa Agrofest que obtuvo 2 millones de euros procedentes de fondos europeos y que fue investigada por la Oficina Europea de lucha contra el Fraude (OLAF) y que le declaró culpable. También está acusado de presiones a la prensa.

Por si esto fuera poco, para evitar que las investigaciones por financiación ilegal e incompatibilidades con sus empresas siguieran adelante, en la primavera de 2019 sustituyó al ministro de Justicia por una persona más leal a su persona con la intención de impedir la continuidad del proceso, Marie Benesova. Todo eso, junto con otras acusaciones que tienen que ver con su pasado vinculado a la STB, la Policía de Seguridad el Estado durante el periodo estalinista, hacen que la situación del Primer Ministro se vea muy comprometida.

Sin embargo, los resultados electorales obtenidos por su partido permanecen intactos a pesar de todo. La combinación de un discurso antiestablishment junto con una retórica antiinmigración siguen teniendo un fuerte apoyo, como se ha visto tanto en las elecciones locales de otoño de 2018, como en las europeas de 2019. Lo único que parece sostenerlo en el poder es la inmensa debilidad del resto de fuerzas políticas que rechazan una alianza estratégica para echarle del Gobierno. La inoperancia, una vez más, de los partidos tradicionales les sigue haciendo caer hacia el abismo. En las elecciones al Parlamento Europeo los socialistas checos no alcanzaron el 4% de los votos.

El problema ahora cobra una nueva dimensión. Ya no solo se trata de que el Primer Ministro esté imputado en causas penales. Ahora también se ha comenzado a interferir en el poder judicial desde el Ejecutivo. La destitución del ministro de Justicia ha sido contestada por el principal sindicato de jueces checo ante el temor de una deriva similar a la acontecida en Polonia y en Hungría, donde el primer paso para la desestabilización institucional comenzó, precisamente, con la injerencia en el poder judicial por parte del Gobierno. Esto junto con el control de los medios de comunicación, que ya poseía Babiš antes de entrar en política, puede poner a la República Checa en posiciones similares a sus vecinos centroeuropeos. Parece que lo único que ha impedido hasta ahora que el Primer Ministro se haya hecho con mayores cuotas de poder tiene que ver con un sistema político que previene del control por parte de un solo partido político y que obliga a la negociación política constante y, por tanto, protege mejor la democracia. Y esto es algo de lo que carecían tanto Polonia como Hungría. Habrá que seguir muy de cerca los acontecimientos por lo que pueda suceder, tanto en una dirección como en la contraria.