El movimiento de protesta espontáneo  que inundó las calles de Irán en junio de  2009 sorprendió y a la vez desconcertó  a los observadores de todo el mundo. A  partir del momento en que las manifestaciones  estallaron en Teherán tras la controvertida  reelección del presidente Mahmud Ahmadineyad,  a los medios de comunicación (y me  incluyo) les costó muchísimo captar el significado  de lo que se dio en llamar el Movimiento  Verde. En efecto, la propia utilización por parte  de la prensa del término “Movimiento Verde”,  vacío desde el punto de vista semántico, se  convirtió en el reconocimiento tácito de que no  teníamos la más mínima idea de quiénes eran  esas personas y de qué querían realmente.

A lo largo del año pasado, ese movimiento  desafió cualquier tipo de categorización simple,  lo que explica en parte por qué ha sido tan fácil  endilgarle nuestras propias tendencias ideológicas,  nuestros propios deseos para Irán, con  la esperanza de que se convirtiera en última  instancia en lo que queríamos que fuese.  Si eras un comentarista conservador que  cree en la Pax Americana, como mi amigo Reihan Salam, las protestas populares en Irán  constituyeron una indicación del “desenmascaramiento  de uno de los regímenes más peligrosos  del mundo… [y] de la oportunidad de  construir una auténtica democracia islámica”,  como escribió en forbes.com pocos días después  de las elecciones iraníes.

Si eras uno de  los intervencionistas liberales de la Brookings  Institution, “Irán parecía de repente listo para  quitarse los grilletes de la teocracia represiva  que lo ha gobernado desde la revolución de  1979”, como comentó Daniel Byman en Slate  más o menos en el mismo momento. Si eras  un acólito de Dick Cheney con inclinaciones  neoconservadoras, habrías escrito, como  John Ana en The Weekly Standard el pasado  septiembre, que el Movimiento Verde era “la  opción más viable disponible para resolver  satisfactoriamente la crisis nuclear iraní  exceptuando la guerra”.

Y si eras un escritor irano-estadounidense  como yo, que vivió la revolución de 1979,  entonces el Movimiento Verde parecía prometedor,  al igual que los grandes disturbios  que provocaron el derrocamiento del sha hace tres décadas, como escribí el pasado  junio en la revista Time.

Para la mayoría de nosotros, el Movimiento  Verde era un recipiente vacío que podíamos  llenar con nuestros sueños. Sus objetivos se  convirtieron en nuestros objetivos; su agenda,  en nuestra agenda. De manera que cuando fracasó  en conseguir lo que nosotros queríamos  –cuando llegó el invierno y las manifestaciones  se disolvieron, el régimen perduró y los líderes  de la oposición parecían estar paralizados–,  nos apresuramos a certificar la defunción y el  entierro del movimiento, como hicieron Flynt Leverett, de la New America Foundation, y  Hillary Mann Leverett en un polémico artículo  de opinión en The New York Times en enero.  Flynt Leverett siempre había considerado el  Movimiento Verde como una distracción de  su esfuerzo por convencer durante décadas al  Gobierno estadounidense de atraer al Ejecutivo  iraní hacia el diálogo en lugar de adelantar  su caída. En efecto, parecía completamente  aturdido por el aparente fracaso del movimiento  en una entrevista en el programa NewsHour, de la cadena estadounidense PBS en febrero.  “No hay una revolución en marcha en Irán”,  comentó a la presentadora Margaret Warner.

Leverett no estaba en absoluto solo en esta  afirmación. En febrero, Michael Gerson, el  ex redactor de discursos de George W. Bush  que acuñó la frase “la indulgente intolerancia  de las escasas expectativas”, renunció a sus  propias esperanzas en el Movimiento Verde,  refiriéndose a sus líderes como “más accidentales  y reactivos que heroicos y visionarios, más Boris Yeltsin que Lech Walesa” en una  columna de The Washington Post.

En primavera, los medios de comunicación  en general parecían haberse olvidado del movimiento  por completo. Es posible que esto fuera  inevitable dadas sus excesivas reivindicaciones  desde un principio. Una vez que se hizo evidente  que estábamos asistiendo no al espectacular  derrocamiento de un régimen pavoroso y  peligroso, sino más bien a la prueba del lento  declive de la legitimidad de ese régimen, resultó  difícil mantener la atención. Sin un torrente  constante de imágenes gráficas salidas de  Irán –manifestantes jóvenes, vestidos de verde  haciendo signos de paz y recibiendo golpes de  las brutales fuerzas de seguridad–, los medios  de comunicación dirigieron su atención a cuestiones  más urgentes: estrellas del pop fallecidas  y niños atrapados dentro de un globo.

Pero existen las mismas razones para  creer que el recuerdo de las protestas del año  pasado reforzará al Movimiento Verde que  para pensar que este movimiento pasará a la  historia simplemente como otro intento fallido  de desafiar la hegemonía del régimen iraní. En  cualquier caso, tal vez lo mejor sea la extrema  prudencia en nuestros vaticinios.

Yo personalmente seguiré ese consejo,  con este único discreto recordatorio: la  revolución de 1979, presente en mi memoria  de manera tan nítida, se desató con protestas  populares que estallaron en 1977. Así que,  tal vez, en este momento, todavía sea algo  pronto para dictar la sentencia de muerte del  Movimiento Verde.