Un mundo muy alejado de los ideales de Madiba: la supremacía y el abuso de poder de unos grupos frente a otros en base a la historia, raza, herencia, religión o educación están a la orden del día.

 

 

AFP/Getty Images

 

Todo son elogios para Nelson Mandela tras su fallecimiento. En la abrumadora reacción internacional, el ex presidente surafricano está siendo presentado como un líder global, del que todos, incluidos muchos jefes de Estado y de gobierno, dicen recibir inspiración y utilizar como ejemplo. Incluso alguno le ha presentado como el presidente del mundo ideal. ¿Cuánto de cierto hay en esta retórica? Poco, muy poco.

El impacto de Madiba sobre la historia de su país y sobre la causa de la no discriminación racial es indiscutible, enorme e irreversible, pero ¿y sobre el resto? No puede separarse su posición a cerca de las cuestiones raciales del resto de sus creencias. Forman un todo lógico. La vocación política de Mandela nace de una reacción física y moral, además de racional, contra lo que el hombre blanco estaba haciendo en su país y en el mundo, contra la dominación de unos grupos por otros, contra la imposición de los intereses de unos pocos sobre los derechos de muchos, contra la supresión de la voz de grupos enteros de población y contra la existencia de pobreza y desigualdades dramáticas.

El hecho de que Mandela tuviera la capacidad e inteligencia de dirigir su reacción sólo contra los hechos y no contra las personas no debería, más bien al contrario, desviar la atención de hacia dónde se orientaban sus ideas políticas. El líder surafricano hizo de la coherencia uno de los rasgos de su discurso, algo que le dotaba de lucidez y de fuerza. Y su comportamiento personal se adecuaba a su discurso. Si uno no es racista, ¿cómo puede indignarse sólo ante la dominación de un grupo de negros por  parte un grupo de blancos y no hacerlo frente a la de un grupo de negros sobre otro también de negros, o de blancos sobre blancos? Ver el mal sólo cuando se trata de un grupo de blancos que se atribuye un elemento de superioridad sobre otro de negros, pero no verlo cuando el mismo fenómeno se da en el seno de una misma raza o grupo étnico (por la razones que sean: historia, origen social o estructura feudal) es en sí mismo un reflejo racista. Mandela tomó como suyos algunos, o muchos, de los elementos del pensamiento democrático occidental y, simplemente, los universalizó. Y, así, pudo recordar –recriminar en ocasiones duramente–  a Occidente y a sus representantes que no se comportaban de acuerdo a los principios que afirmaban defender.

Algunos ejemplos. En política internacional rechazó la manera en la que está conduciéndose la llamada “guerra contra el terrorismo”, sobre todo en los aspectos en los que vulnera el Estado de Derecho, que incluyen la categorización como terroristas de sospechosos sin juicio y, por lo tanto, los asesinatos extrajudiciales. Puede suponerse que también rechazaba la vulneración del derecho internacional público por parte de los países que tienen la fuerza suficiente para hacerlo impunemente. Esto es, el dotar al sistema internacional de unas reglas para todos y luego declararse excepcional y no cumplirlas. En general, Mandela no tuvo inconveniente en desarrollar lazos fraternales con ciertos países de Occidente y con sus líderes, especialmente EE UU, sin por ello callarse sus opiniones, muy duras, sobre su comportamiento, recordándoles hechos objetivos incómodos (“si hay un país que ha perpetrado atrocidades terribles en el mundo, ese es Estados Unidos”, dijo en una ocasión). La dominación del Norte rico sobre el resto del mundo –una vez más, la supremacía de un grupo sobre otro por la fuerza– y su actuación basada en el doble rasero fueron objeto de la crítica y oposición constante por parte de Mandela.

Los líderes elogian a Madiba por haber hecho del perdón y la reconciliación un vector real de su estrategia política, no sólo utilizarlos para la retórica, y por haber buscado un futuro común para enemigos del pasado. Y, sin embargo, desde la antigua Yugoslavia hasta Oriente Medio y los Grandes Lagos, Occidente ha amparado la separación como solución a los conflictos y ha aceptado la justificación de la revancha y, casi, el derecho a ejercerla, cerrando los ojos ante numerosos episodios de violencia étnica perpetrada por los antiguos oprimidos una vez que la situación de poder se ha invertido. Incluso existe una corriente de opinión que pretende que el derecho internacional reconozca el derecho a la secesión unilateral sobre la base de los agravios sufridos por un grupo. Esto es justamente lo contrario de lo que preconizo Mandela para su país. ¿Qué Suráfrica tendríamos hoy si el Congreso Nacional Africano hubiera adoptado tal filosofía?

Y ¿qué decir de los numerosos países en los que un pequeño grupo mantiene por la fuerza el control político y el privilegio económico sobre el resto? (Muchos de los jefes de Estado y de gobierno que han viajado a Johannesburgo para honrar al difunto los son de países en los que se da este fenómeno). Esto es exactamente contra lo que luchó Mandela en Suráfrica. Da igual que ese grupo justifique su supremacía sobre una base racial o a través de la historia, la herencia, la religión o la falta de educación de las masas. Cuando un grupo se autoatribuye la capacidad de pensar y decidir por todos y tiene la fuerza para imponerla, está negando la dignidad a sus propios conciudadanos. Esa dignidad que Mandela quiso llevar hasta al más iletrado de sus compatriotas, defendiendo que cada surafricano era tan capaz como cualquier otro de saber que quería para su futuro y su país.

El mejor homenaje a Nelson Mandela no es hablar bien de él en tono superlativo, sino defender lo que él defendió e intentar actuar con similar valentía e integridad. De los muy numerosos jefes de Estado y de gobierno y otros líderes presentes en el funeral, ¿cuántos lo hacen?

 

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