Cómo el poder en la región sigue el camino hacia la autocracia.

“¿Acaso podía decirle a Tito que no quería fotografiarlo? Claro que sí, y también podía elegir si me colgaban o me fusilaban. Sólo que sus secuaces se multiplicaban como amebas. Seis repúblicas y en cada una de ellas al menos 20 pequeños Titos, y yo, hala, de un lado a otro del país, del Triglav al Djevdjelija, y a retratar ¡La madre que los parió a todos!”. Uno de los personajes de Miljenko Jergović, en su célebre novela La casa de nogal, retrató el lado menos feliz de un sistema, el yugoslavo, que tenía más de autoritario de lo que habitualmente muchos están dispuestos a reconocer.

Es difícil hoy desmitificar la Yugoslavia del pasaporte rojo, las vacaciones en la costa y la bonanza económica, como un mantra repetido hasta la saciedad entre los que aparentan al final ser más yugomaterialistas que yugonostálgicos. Es fácil destacar todo lo que había de moderno en el proyecto yugoslavo, especialmente, saliendo de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, pero más difícil es reconocer que se sustentaba sobre un modelo autoritario personalizado en la figura de Tito y los privilegios de la jerarquía militar: las dos únicas instituciones, además del rock yugoslavo, que respaldaban la federación. Tras 25 años de elecciones multipartido, la región inicia una nueva decadencia autoritaria que parece confirmar el fracaso de la primera intentona democrática postyugoslava, como también una inercia que hunde sus raíces en una cultura política más compleja.

Un niño macedonio al lado de la estatua del mariscal Tito, jefe de Estado de la antigua Yugoslavia.
Un niño macedonio al lado de la estatua del mariscal Tito, jefe de Estado de la antigua Yugoslavia.

En los últimos años hemos ido viendo dos dinámicas. Croacia entraba en la UE en 2013, Kosovo iba consolidando su independencia y el resto de países de la región avanzaban en su acercamiento al club europeo y a la OTAN. Serbia, donde los niveles de rechazo a la alianza militar superan más del 65%, firmó un acuerdo por el que se otorgaba inmunidad y libertad de movimientos a las tropas atlánticas en el país balcánico. Todo hace prever que el impulso independentista de la Republika Srpska en Bosnia y Herzegovina retrocede sin el apoyo de los serbios de Belgrado, ni de potencias internacionales que la amparen con determinación. Macedonia se encuentra encorsetada por las embajadas occidentales, que fiscalizan al gobierno de Nikola Gruevski, inmerso en una crisis de legitimidad tras haber puesto en marcha un sistema de escuchas ilegales de gran espectro. La región se encuentra, en cualquier caso, ceñida por la geopolítica, como se ha visto durante la crisis de refugiados, donde las fronteras balcánicas han dosificado refugiados como si fueran las esclusas de una gran presa administrada desde Berlín.

Paralelamente, los titulares se congratulan de que gobiernen en la región partidos proeuropeos. Sin embargo, tal como se hacen eco un año sí y otro también los análisis de Bertelsmann Foundation o Freedom House hay un deterioro en los indicadores sobre democratización. Reporteros sin fronteras, con la excepción del caso de Albania, muestra en su ranking un descenso generalizado de toda la región, especialmente en Macedonia y Bulgaria, en cuanto a la libertad de prensa, que se manifiesta a través de la adhesión al poder, la creciente tabloidización, la autocensura y, eventualmente, despidos y amenazas. El mes pasado, el ministro de cultura de Croacia ante la agresión sufrida por el periodista Ante Tomić declaró que condenaba la violencia, pero que “este caso recuerda cuán importante es la responsabilidad por la palabra hablada o escrita”. Los líderes locales acaparan los medios. En 2014 Aleksandar Vučić, Primer Ministro serbio, salió 877 veces en la portada de los principales diarios locales, solo seis veces en contextos negativos.

El poder en los Balcanes sigue el camino hacia la autocracia. El pluralismo político está garantizado por ley, las reglas del juego electoral no se respetan del todo pero están en niveles asumibles y los líderes locales son legitimados por las cancillerías europeas, y, sin embargo, la ola de autoritarismo que vive la región resulta preocupante. Hashim Thaçi, actual Presidente kosovar, delegaba la decisión final sobre el ganador de las elecciones en la Corte Constitucional −institución que controla−, amparándose en que su partido era el más votado, no así la coalición que lideraba. El ministro de veteranos de guerra de Croacia en enero de este año proponía un registro de traidores, para aquellos que se oponían a los “valores nacionales”. El 15 de abril el presidente de Macedonia amnistiaba a 56 políticos, la mayoría del partido en el Gobierno, de cargos por corrupción, fraude electoral e, incluso, de encubrimiento de asesinato. Milo Djukanović dirige desde hace más de 20 años sin que nadie le discuta el poder en Montenegro, ni se vislumbre una alternancia política que saque réditos de los casos de corrupción y las acusaciones de abuso de poder en las que se haya envuelto el Primer Ministro.

El camino al poder también es el control del Estado. Una vez en el poder, los gobiernos locales, cada vez más, fagocitan las instituciones poniéndolas al servicio de sus partidos y de sus allegados, en Estados donde la musculatura privada pasa irremediablemente por la clientela política (licencias, concesiones, recursos, financiación…). No en vano, los problemas de corrupción en la región han sido definidos por el Departamento de Estado de los EE UU como “endémicos”, y se traducen en ofrecimiento de empleos públicos a cambio de favores, judicialización de la política para desacreditar a adversarios políticos, o la utilización interesada de los recursos públicos para crear propaganda teledirigida. Los estudios de Freedom House NIT (Nations in Transit) de 2016 reconocen que los baremos actuales nos devuelven a 2004, después de llevar un descenso continuado de los valores democráticos desde 2010.

Los informes de progreso anuales de la Comisión Europea han dejado de ser un incentivo para las reformas políticas, y la jefatura de la diplomacia europea y el comisariado de política regional aplauden acríticamente los liderazgos dominantes. Así ocurrió hace unas semanas a través de Twitter con la victoria electoral de Aleksandar Vučić en las parlamentarias serbias, quien más que buscar un refrendo para implementar “reformas europeas”, quería consolidar su poder a nivel municipal y provincial donde no lo había logrado desde 2012 −ha convocado tres elecciones parlamentarias en cuatro años−.

La zona ha encadenado la crisis económica producida por la desaparición de Yugoslavia con la Gran Recesión que comenzó en 2008, con lo que las perspectivas económicas a corto plazo no son las más optimistas. No habiendo en perspectiva una nueva ampliación de la UE hacia el sureste europeo, pero siendo la región terreno geoestratégico de cara a la crisis ucraniana o la crisis de refugiados, Bruselas ha optado por atar más corto la región, y homologar los liderazgos autocráticos que pasan por la ruta de los Balcanes. Este aval europeo permite a Aleksandar Vučić defender su perfil negociador respecto a Kosovo en Bruselas, pero al mismo tiempo hacer valer la soberanía serbia sobre la antigua provincia autónoma en Belgrado. Los valores europeos están siendo sacrificados por una estrategia de sujeción, seguridad y contemporización, cuyos costes serán inevitables; costosos para el porvenir de la sociedad civil a medio y largo plazo: una nueva generación con valores más autoritarios, más transigente con la corrupción y más proclive al nacionalismo que los que había hace dos décadas.

Bosnia y Herzegovina sigue marcada por las divisiones étnicas reproducidas a partir de los Acuerdos de Dayton, pero en la última etapa la región ha vivido una nueva ola de recuperación de la memoria autoritaria, sobre todo en Croacia. El nombramiento en Croacia como ministro de cultura de Zlatko Hasanbegović, con vínculos probados con el movimiento ustaša, o la relativización del Holocausto perpetrado por la Croacia nazi, comparándose este crimen con los crímenes comunistas, por parte de algunos sectores no poco influyentes de la sociedad croata, como la Iglesia católica, no han recibido una respuesta contundente de las autoridades europeas. Este fenómeno, lejos de quedarse en las fronteras internas de cada Estado, tiene resonancias regionales. Conflictos diplomáticos como el vivido a raíz de la crisis de refugiados, cuando Croacia y Serbia cerraron recíprocamente sus fronteras en 2015, no son ajenos a la instrumentalización de sensibilidades nacionales, que se estimulan a partir de los conflictos no zanjados del pasado y que se reproducen de forma irresponsable desde los medios.

Tanto Vučić en Serbia como Gruevski en Macedonia han seguido caminos paralelos, desde el nacionalismo a un proeuropeísmo pragmático. Ambos han logrado acaparar el poder político a lomos de la anticorrupción, mediante el arresto de magnates y el escaparate mediático que le sigue. Los dos políticos han apostado por delirios urbanísticos: Skopje 2014 y Belgrade Waterfront, ambos diseñados e impulsados de forma opaca, pero que transforman y transformarán el centro de Skopje y Belgrado sin contar con sus habitantes. Se une que sendos países, Macedonia y Serbia, han sido objeto de presuntos golpes de Estado organizados por la oposición, respectivamente en febrero y en diciembre de 2014, sin que hubiera pruebas de ello y sin que haya, en realidad, una oposición a la altura, que, en la práctica, se desinfla, mimetiza al contrincante o se radicaliza hacia el nacionalismo. Como quiera que la trayectoria de ambas autoridades políticas, en lo que a valores europeos se refiere no es intachable, parece cuestionable que las voces críticas desde Bruselas no sean más contundentes sobre dos aspirantes a la membresía europea.

Este 4 de mayo pasado se cumplían 36 años de la muerte de Tito, probablemente el político que mejor supo maquillar el autoritarismo de su régimen, entre otras cosas, con su enorme carisma. Dejó un legado de líderes autoritarios que se reproducen una generación más, aunque ahora la fachada democrática y el plácet de Bruselas les otorguen un perfil más amable. Se trata de advertir, con preocupación, que desde la UE se está renunciando en la región a los valores que, por otro lado, dice defender. De esta manera, si en el futuro ocurren cosas ilógicas, como los odios interétnicos en tiempos de paz, que sepamos que es una consecuencia lógica viendo qué tipo de política se está haciendo hegemónica en la región. Una política que no solo consiente formas sutiles y no tan sutiles de autoritarismo, sino que gratifica a sus responsables, menoscabando a los sectores emergentes de la región que sí son democráticos y que controlarían o desactivarían los tradicionales liderazgos autoritarios en los Balcanes.