¿Se están volviendo racistas los expertos en desarrollo?

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Los recientes efluvios del columnista John Derbyshire sobre lo que un niño blanco debe saber a propósito de las personas negras tuvieron una respuesta apropiada, con muestras de desdén y una rápida expulsión de la edición digital de la National Review. Varios autores, entre ellos Stephen Jay Gould, han dejado firmemente desacreditado el determinismo genético en relación con la inteligencia racial, así como la propia idea de que la inteligencia se puede clasificar en una sola escala lineal de valor intrínseco.

Por desgracia, la estúpida arrogancia de Derbyshire sobre la inferioridad intelectual de las razas de piel oscura y sus consecuencias sociales y económicas en Estados Unidos tiene un equivalente internacional de larga tradición. De hecho, es posible que el consenso académico sobre por qué unos países son ricos y otros son pobres esté aproximándose a las filas del determinismo genético como no lo hacía desde los tiempos del alto imperio. La merecida deshonra de Derbyshire es un recordatorio necesario de que debemos criticar sin piedad a sus repugnantes compañeros que trabajan en el área del desarrollo global.

La supuesta superioridad de la dotación genética del hombre blanco fue una justificación importante de su deber colonial en el apogeo del imperio, quizá en especial en Gran Bretaña, donde el carácter industrioso del país se consideró una señal y un síntoma de la superioridad racial sajona. El historiador decimonónico escocés Thomas Carlyle personificó esta línea de pensamiento en su obra "Occasional Discourse on the Negro Question", aunque el hecho de expresar ese sentimiento en términos escandalosamente crudos aceleró su pérdida de influencia. Se dirigía a sus “oscuros amigos negros” en las Indias Occidentales para dejar claro por qué los blancos debían mandar sobre la antigua población esclava: “Ya no sois ‘esclavos’; ni quiero, si puede evitarse, que volváis a serlo; pero no hay duda de que tendréis que ser criados de quienes han nacido más sabios que vosotros, quienes han nacido señores vuestros; tendréis que ser criados de los blancos, si han nacido (¿es que algún mortal puede dudarlo?) más sabios que vosotros”.

Los economistas del desarrollo de los últimos 50 años han evitado las explicaciones genéricas de la riqueza y la pobreza de las naciones, y han preferido indicar factores como la falta de inversiones, la falta de asistencia sanitaria y educación, las malas políticas, los defectos de las instituciones de gobierno. Pero hoy la corriente dominante está retrocediendo hacia las “causas profundas” del desarrollo. Es decir, factores determinantes como el desarrollo tecnológico relativo de ciertas regiones hace varios siglos (incluso milenios) o los grados de diversidad étnica con raíces históricas. Enrico Spolaore y Romain Wacziarg han ido incluso más allá, al afirmar que la “distancia genética” –el tiempo transcurrido desde la presencia del antepasado común de varias poblaciones– influye de manera considerable en la desigualdad de rentas en el mundo.  Calculan que la variación en la distancia genética puede explicar alrededor del 20% de la variación de rentas entre unos países y otros.

Spolaore y Wacziarg se cuidan mucho de sugerir que una línea de herencia genética es superior a la otra, y prefieren una interpretación que alega que la distancia genética está relacionada con las diferencias culturales y, por tanto, una difusión de las ideas más compleja: “Los resultados coinciden con la opinión de que la difusión de la tecnología, las instituciones y las normas de conducta que favorecen mayores rentas depende de las diferencias en las características transmitidas de forma vertical y asociadas a la relación genealógica… Dichas diferencias pueden derivar en una parte importante de la transmisión cultural (y no puramente genética) de las características de una generación a otra”, escriben.

Ahora bien, si Spolaore y Wacziarg tienen cuidado de alejarse de las interpretaciones basadas en la superioridad de ciertos tipos de alelos, otros estudiosos más insensatos se han zambullido con gusto en ellas. No hay más que ver el libro de Richard Lynn y Tatu Vanhanen titulado IQ and the Wealth of Nations.  Este ensayo sugiere que el coeficiente (CI) medio en África es de alrededor de 70, a diferencia de los CI del Este asiático y Occidente, mucho más altos. Basándose en sus datos, los autores proponen que esos CI más elevados son la causa de que unos países estén más adelantados que otros en diversos criterios de desarrollo, como las rentas, la alfabetización, la expectativa de vida y la democratización. Lynn y Vanhanen llegan a decir que el CI estaba relacionado con las rentas ya en 1820, una afirmación interesante, puesto que la prueba de CI no se creó hasta un siglo después.

Como parece indicar ese sorprendente hallazgo, en realidad, la mayoría de los datos que manejan Lynn y Vanhanen están inventados.  De los 185 países que entran en su estudio, solo se dispone de cálculos reales de los CI para 81. Para los demás hay “estimaciones” a partir de países vecinos. Pero, incluso donde sí hay datos, no se puede decir precisamente que sean de gran calidad. Por ejemplo, dentro de sus datos “representativos a escala nacional” figuran una prueba hecha solo a 50 adolescentes entre 13 y 16 años en Colombia y otra a 48 entre 10 y 14 en Guinea Ecuatorial.

El psicólogo Jelte Wicherts de la Universidad de Ámsterdam y otros colegas han examinado los datos de Lynn y Vanhanen sobre África. Volvieron a descubrir que pocas pruebas documentadas hacían ni un mínimo intento de ser representativas a escala nacional (observando a “los zulúes en las escuelas primarias cerca de Durban”, por ejemplo), que los datos excluían una serie de estudios que indicaban CI medios más altos, y que algunos estudios incluían datos que se remontaban a 1948 y partían de solo 17 personas.

todas las pruebas indican que unos niveles inferiores de desarrollo causan puntuaciones más bajas en las pruebas de CI, no al revés

Wicherts y sus colegas señalan también que existen numerosos indicios de que las pruebas que utilizan Lynn y Vanhanen para defender su postura “carecen de validez en el caso de quienes no han estado escolarizados y carecen de educación académica”. Es evidente que resulta muy difícil superar un examen tipo test para alguien que no sabe leer. No es extraño que, en África, los resultados de las pruebas de CI tengan poca relación con otras formas de medir la inteligencia que no requieren superar exámenes escritos.

Wicherts señala asimismo las pruebas internacionales de que los CI medios pueden subir de forma espectacular con el tiempo, como hicieron en Holanda, por ejemplo: hasta 20 puntos entre 1952 y 1982. Se calcula que el CI medio actual de África es aproximadamente el que tenía Gran Bretaña en 1948. El fenómeno de que los CI medios suban con el tiempo se denomina “efecto Flynn”, por el politólogo Jim Flynn, que popularizó el resultado. La idea es que factores como una mejor nutrición, sanidad y escolarización pueden hacer que los resultados en estas pruebas sean superiores. Como es natural, África está peor que otras regiones más ricas en esos factores, aunque está poniéndose rápidamente a su altura. Se piensa que el efecto Flynn puede haber sumado hasta 26 puntos a los cálculos del CI en Kenia durante un periodo reciente de 14 años. Ese aumento es mayor que la distancia entre los CI calculados en África y en Estados Unidos por Wicherts y sus colegas en función de muestras tomadas entre 1948 y 2006. En resumen, todas las pruebas indican que unos niveles inferiores de desarrollo causan puntuaciones más bajas en las pruebas de CI, no al revés.

El trabajo de Lynn y Vanhanen forma parte de toda una industria casera de estudios pseudocientíficos sobre raza y desarrollo. Por ejemplo, Satoshi Kanazawa, de la London School of Economics y coautor de "Why Beautiful People Are More Intelligent," sugiere que hay una fuerte relación entre el CI y la esperanza de vida en unos países y otros. Si de la calidad de su trabajo depende, Kanazawa no va a ganar ningún concurso de belleza. El autor desecha la idea de que una salud mejor puede contribuir a un CI más elevado en un solo párrafo y dice que “el consenso actual” es que “la inteligencia general es en gran parte hereditaria”. Por supuesto, ese consenso –en la limitadísima medida en que existe consenso— se basa en estudios dentro de poblaciones nacidas de madres que tenían asistencia sanitaria y dietas saludables. Y esas personas nacidas de esas madres disfrutaron de lujos similares en su propia vida, además de una educación básica de calidad. Es decir, poco que ver con las personas nacidas en Níger en 1960.

Existe una explicación sencilla de por qué los CI de los vástagos de los colonizadores parecen superiores a los de los primeros descendientes de los colonizados. Es que los colonizadores actuaban en general como los escritos de Thomas Carlyle sugerían que iban a hacerlo, como señores feudales, poco o nada interesados en proporcionar servicios públicos como una educación o una sanidad apropiadas a una población nativa a la que desdeñaban. Como consecuencia, las poblaciones locales estaban malnutridas, con mala salud y poco educadas, si es que tenían la suerte de tener alguna formación.

Lo bueno es que con la descolonización comenzó un proceso de disminución de las desigualdades y que los indicadores de salud y educación empezaron a subir y a converger con gran rapidez en todo el mundo. Gracias al efecto Flynn, no hay duda de que los CI también están siguiendo ese camino, y la perniciosa estupidez de buscar explicaciones genéticas para la riqueza y la pobreza pronto perderá la escasa base empírica que puedan parecer tener todavía hoy.

 

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