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Un grupo de talibanes en Kabul, Afganistán.

Algunos actores externos, regionales e internos no pierden con la llegada de los talibanes al poder, sino que se beneficiarán con su victoria.

Con los casi cuarenta millones de afganos en mente y desde una perspectiva simplemente humana- que valore como bienes preciados el bienestar, la seguridad y los derechos humanos- es inmediato concluir que la entrada de los talibanes en Kabul y el colapso del inoperante gobierno liderado por Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah supone una tragedia brutal. Sin embargo, observado desde el otro lado del espejo, no hay más remedio que admitir que para algunos actores, internos y externos, lo ocurrido supone una clara oportunidad para aprovechar las circunstancias en su propio beneficio.

Entre los primeros destacan, obviamente, los propios talibanes, de regreso a donde ya estuvieron a mediados de la última década del pasado siglo, hasta que fueron expulsados por Washington. La proclamación del Emirato Islámico de Afganistán supone para ellos la culminación de un proceso en el que han sabido utilizar inteligentemente sus bazas. Por un lado, combinando sabiamente a su favor la creciente desafección popular con unos gobernantes escasamente representativos, corruptos e incompetentes y, por otro, aprovechando los abrumadores errores de la estrategia militarista liderada por Washington y las profundas fracturas sectarias de las diferentes comunidades afganas. Eso les ha permitido ir ganando posiciones sobre el terreno, primero hasta controlar buena parte de las zonas rurales y, finalmente, avanzando hacia las ciudades hasta hacerse con Kabul. Y para ello no han necesitado derrotar a sus enemigos en grandes batallas, sino tan solo esperar su desplome como resultado de una pésima dirección política y militar local y una falta de voluntad de Estados Unidos y sus aliados para mantener la apuesta, cuando se cumplen veinte años de una desventura plagada de ficciones sobre la sostenibilidad de los fantasmales entramados políticos y militares puestos en pie.

No cabe engañarse por sus gestos aparentemente moderados, sea ofreciendo una falsa amnistía a los que han colaborado con el gobierno local y con los contingentes extranjeros o dejándose entrevistar por una mujer en la cadena televisiva Tolo. Su objetivo, hoy como ayer, es imponer a toda costa su estricta visión del islam suní y no vacilarán en castigar a cualquiera que se les oponga. Saben, en todo caso, que necesitan más brazos que los suyos propios y algo de tiempo para consolidar su poder. Y por ello se cuidarán, de momento, de no traspasar ninguna línea roja- como atacar objetivos occidentales, regalar un santuario a los independentistas uigures o dejar que Al Qaeda y Daesh campen a sus anchas en su territorio- que pueda obligar a las grandes potencias a volver a intervenir en sus asuntos internos. Pero, simultáneamente, no dudarán un ápice en imponer su dictado, abortando un proceso que, no nos engañemos, en ningún momento había logrado asentar un mínimo orden democrático y un gobierno capaz de satisfacer las necesidades básicas de la población y de garantizar su seguridad.

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