El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. (Scott Olson/Getty Images)

Aliarse con Rusia para hundir al gigante asiático. Trump tiene un plan o no sabe lo que hace. Aquí van las claves.  

Nadie sabe hacia dónde va Trump y, para intentar sacar algo en claro, los diarios se llenan de comparaciones con anteriores presidentes estadounidenses. En política interior se le ha equiparado al demócrata-demagogo Andrew Jackson, o a la explosión republicana que supuso Ronald Reagan. En política exterior se le asimila a Richard Nixon. En los años 70, Nixon consiguió que China se aliara con Estados Unidos en contra de la Unión Soviética. Veinte años después, la URSS caía y Rusia pasaba de ser una superpotencia a un poder medio en el escenario mundial. Ahora, en 2017, Donald Trump muestra afectos hacia Rusia y hostilidad hacia China, la única potencia a la altura de Estados Unidos. ¿Una estrategia nixoniana a la inversa? Por ahora, veamos los hechos.

Trump no se ha hecho esperar y se ha posicionado de manera clara junto a Rusia y contra China. Política exterior hacia Moscú: elogios personales a Putin, aprobación de sus acciones militares en Siria y Ucrania y fichaje de hombres clave con conexiones rusas (Rex Tillerson, secretario de Estado; Michael T. Flynn, consejero de Seguridad Nacional). Política exterior hacia Pekín: ataques (o insultos) casi diarios al modelo comercial chino, avisos de mano dura en el Mar del Sur de China y un amago de ruptura simbólica – aunque luego Trump se ha retractado- con la política de “una sola China” entre Taipei y Pekín. Advertencia: si con una cosa están obsesionados los chinos es con la desintegración territorial, asociada históricamente al caos y a una debilidad que abre las puertas a los invasores externos.

La política Trump transcurre entre acariciar a Rusia y azuzar a China. Si Nixon se alió con China para debilitar a la URSS, Trump se acercará a Putin para frenar el ascenso de Pekín, apuntan algunas voces. La situación, a primera vista, puede ser parecida. Estados Unidos, superpotencia hegemónica, se alía con una potencia media (antes, China; ahora, Rusia) para hacer frente a su principal rival en el escenario mundial (antes, la URSS; ahora, China). A escala teórica, suena plausible. Acercando el foco, el contexto varía.

Para explicar el triángulo político entre Estados Unidos, China y la URSS podríamos empezar con Nixon, pero nos dejaríamos la mitad de la historia. John Pomfret, antiguo corresponsal del Washington Post en China, apunta con acierto otra fecha de inicio: la presidencia de Dwight D. Eisenhower. La estrategia de Eisenhower fue tratar como enemigos a los soviéticos y a los chinos, pero -importante- a unos peor que a otros. El embargo y sanciones eran mucho más duros para China que para la URSS. La intención: un distanciamiento entre los líderes de ambas potencias comunistas, Nikita Kruschev y Mao Zedong.

Hasta la llegada de Nixon, los presidentes estadounidenses posteriores a Eisenhower apoyaron la “coexistencia pacífica” entre americanos y soviéticos. Mientras tanto, realizaban acciones para debilitar (y radicalizar) a China. Entrenaron militarmente a rebeldes tibetanos y consiguieron que los soviéticos paralizaran su ayuda nuclear a Pekín. Como explica Henry Kissinger en su libro sobre China, las diferencias entre los soviéticos y los chinos (que se acusaban mutuamente de extremistas o revisionistas) llegaron al punto de generar enfrentamientos armados en la frontera de ambos países, con muertos tanto en el bando chino como en el soviético. Era una situación al borde del conflicto.

El presidente de China, Xi Jinping, y el presiente de Rusia, Vladímir Putin. (Wang Zhou – Pool/Getty Images)

La historia venía de lejos: durante la Segunda Guerra Mundial, Stalin respaldó al bando nacionalista chino (y no a la guerrilla comunista de Mao) y se anexionó varios territorios chinos fronterizos, aprovechándose de la debilidad del Pekín posterior a la guerra. También, según Kissinger, Stalin apoyó al separatismo musulmán de la provincia china de Xinjiang, fronteriza con las repúblicas centroasiáticas soviéticas (tanto el independentismo tibetano como el de Xinjiang siguen activos hoy en día, dando dolores de cabeza al Gobierno chino). Con Kruschev, las tensiones entre ambas potencias comunistas aumentaron hasta llegar a enfrentamientos militares puntuales. Según Kissinger, artífice del pacto chino-estadounidense bajo la presidencia de Nixon, la guerra entre los soviéticos y los chinos era cada vez más probable. La alianza de Mao con Nixon hizo que el conflicto sino-soviético se desviara a países del tercer mundo (las llamadas guerras proxy, como Camboya, Afganistán o Angola), en las que EE UU y la URSS armaban a grupos nacionales enfrentados, con el objetivo de que instauraran gobiernos alineados con su bando. Las grandes potencias no peleaban directamente, sino a través de terceros. China, aliada con Estados Unidos, apoyó estas guerras, se protegió de la URSS y se abrió al libre mercado diez años después.

Las diferencias entre 1972 y 2017 son amplias: al contrario que en la etapa Nixon, hoy en día Rusia y China se llevan bien en el terreno económico, militar y de política exterior. Xi Jinping y Vladímir Putin firmaron el año pasado varios acuerdos comerciales. Ambos lideran la Organización de Cooperación de Shanghái, considerada una alianza para frenar a la OTAN en Asia. Las marinas rusa y china han realizado maniobras militares conjuntas en el Mar del Sur de China. Moscú y Pekín suelen votar juntos en el Consejo de Seguridad de la ONU. Es cierto que hay factores chinos que preocupan a Rusia, como la creciente presencia de Pekín en Asia Central (tradicional territorio de influencia rusa) o la presión demográfica que ejerce el país más poblado del mundo hacia su frontera siberiana, totalmente despoblada en el lado ruso. Pero, pese a eso, la relación actual entre Xi y Putin es buena. Nada comparado con el estado de preguerra que los soviéticos y los chinos mantenían cuando Nixon visitó por primera vez Pekín.

Aunque el contexto histórico es distinto, hay ciertos paralelismos existentes. Algunas voces sugieren que Trump busca acercarse a los rusos para, simplemente, relajar las tensiones generadas en la etapa de Obama (y anteriores). Otras apuntan a que las críticas a China sirven para tranquilizar a buena parte del Partido Republicano, que teme el acercamiento a Moscú y, de alguna manera, lo ve compensado con una actitud dura hacia Pekín.

En el fondo, los analistas se plantean dos posibles opciones: Trump tiene un plan, o Trump no tiene ni idea de lo que está haciendo. Si Trump tiene un plan, tanto EE UU como Rusia podrían salir beneficiados. Por el lado ruso, según Shi Yinhong, experto en política exterior de la Universidad Renmin de Pekín, el acercamiento del presidente estadounidense sería una oportunidad para que Moscú dependiera menos de China y se aproximara más a Estados Unidos y, por consiguiente, a la Unión Europea, con la que podría negociar el fin de la sanciones que Bruselas impuso a Putin. No habría una ruptura con Pekín, pero sí una mayor flexibilidad para Moscú, que no necesitaría estar tan cerca de su socio chino.

Por otro lado, los americanos tendrían la oportunidad de romper el actual eje de unión entre China y Rusia, creado en base al recelo que las recientes Administraciones estadounidenses han mostrado hacia Pekín y Moscú. La teoría de Doug Bandow, antiguo ayudante de Ronald Reagan, es que China y Rusia se han acercado por culpa de las acciones hostiles que Estados Unidos ha realizado contra ellos, no porque tengan intereses comunes ni sean aliados naturales. Una aproximación de Trump a Putin haría menos probable una alianza defensiva (¿militar?) sino-rusa.

Estas son las especulaciones “optimistas” sobre la actitud de Trump. Algunos columnistas, incluso, han apuntado que Henry Kissinger podría estar detrás del asunto. El rupturismo que supone el presidente podría ser visto como una oportunidad de quiebre respecto al idealismo de izquierdas (internacionalismo liberal, etapa Clinton) y de derechas (neoconservadurismo, etapa Bush Jr.), que abriría paso a una política exterior de tintes “realistas”, al estilo de Kissinger. Pese a eso, firmas importantes del realismo estadounidense como Stephen M. Walt han tachado a Trump de irracional y aislacionista.

Pero hay una opción más: que Trump esté tomando decisiones a la ligera en base a su carácter imprudente. El acercamiento a Putin podría ser simplemente una serie de concesiones a Rusia sin ninguna contrapartida por parte de Moscú. Trump sería un juguete en manos de los rusos, los grandes beneficiados.

Por otro lado, la oposición verbal a China se ha combinado con acciones que reducen la influencia de Estados Unidos en Asia Oriental, como la retirada de Trump del TPP, con el que Washington podría haber fortalecido sus relaciones con Japón, Vietnam o Singapur,  Estados opuestos a los actos navales de Pekín en el Mar del Sur de China. Acciones contradictorias como esta (fruto de sus promesas proteccionistas) ponen en duda que haya un plan externo coherente más allá del puro aislacionismo. Pekín, aprovechando la oportunidad, se presenta como la nueva potencia “responsable” y comprometida con la globalización.

La llamada de Trump a la presidenta de Taiwán -interpretada como una ruptura con la política de integridad territorial de “una sola China”- es otro asunto que pone en duda la capacidad estratégica del nuevo presidente. Que Trump jugara fuerte con la independencia de Taiwán -una de las líneas rojas absolutas de Pekín, por la que ha amenazado que podría ir a la guerra- y que luego se retractase ante el presidente chino (sin que se sepan los motivos de este cambio), no es una señal que augure coherencia y una línea clara respecto a su política exterior.

También hay una último motivo que puede estar impulsando la política sino-rusa de Trump y que no debe ser descartado: el racial. Columnistas conservadores como David Brooks han tachado a la Administración Trump de etnonacionalista (y no republicana). La teoría de un frente blanco (estadounidense, europeo, ruso) contra el peligro asiático cobra fuerza tras las acciones basadas en motivos raciales que el presidente ha llevado a cabo en sus pocos días al frente del Gobierno estadounidense.

Un dato final, que subraya lo imprevisible del momento: tanto Putin como Xi aumentaron su influencia internacional bajo el Gobierno “respetable” de Obama.