Las contradicciones de un país encerrado en una burbuja.

Israel has moved
Diana Pinto
215 páginas
(Harvard University Press, Cambridge, 2013)

A escasos metros del Muro de las Lamentaciones, en la ciudad vieja de Jerusalén, se erige un Menorah de oro encofrado en un cubo de cristal a prueba de balas. El candelabro de siete brazos, símbolo nacional de Israel y del judaísmo, es una réplica del que se levantaba en el templo de Herodes destruido por las legiones romanas de Tito en el año 70 D.C.

Un texto al pie del Menorah explica que su acabado ha seguido minuciosamente la descripción dejada por Maimónides, el gran talmudista medieval cordobés, en cuanto a su tamaño, la aleación de oro utilizada y peso. Las últimas líneas explican el propósito de su presencia en ese lugar. El candelabro, dice, tiene la majestuosidad necesaria para que sea colocado en el futuro “tercer templo” tras su reconstrucción: “Dios quiera que sea pronto”.

Pero ello solo podría ocurrir si desapareciera antes el Domo de la Roca, una de las mezquitas más sagradas del islam, que se levanta justo donde estuvo el templo de Salomón reconstruido por Herodes el Grande, una de las siete maravillas del mundo antiguo. Su superficie era cinco veces mayor que la de la Acrópolis ateniense. Según una máxima de la época, “quien no ha visto el templo de Herodes, no ha visto nada hermoso en su vida”.

AFP/ Getty Images

Las grandes placas de oro del edifico, de estilo griego, reflejaban los rayos del sol con tal intensidad que los peregrinos se veían obligados a desviar la mirada. Las 12 hileras inferiores del muro occidental que subsisten solo constituyen una pequeña parte del templo original. En el centro se encontraba el llamado “Santo de los Santos”, el espacio sagrado cuyo vacío, oscuridad y silencio manifestaban la Shekinah: la misteriosa residencia del Dios de Israel en medio de su pueblo elegido.

El Menorah de oro es propiedad del Instituto del Templo, una organización privada creada en 1987 por sionistas religiosos con un solo propósito: recuperar el control de la explanada de las mezquitas –llamada por los musulmanes Al Haram ash Sharif (el Noble Santuario)– para reconstruir el Templo y preparar una nueva casta de sacerdotes que reanude los ritos del antiguo Israel, lo que marcaría el principio de los tiempos mesiánicos.

El Estado de Israel, al menos para la gran mayoría de sus ciudadanos, no fue creado para reestablecer el antiguo reino bíblico. Y, sin embargo, el Estado judío no reconoce su separación oficial de la sinagoga. Las fiestas religiosas judías son también festividades nacionales. Las autoridades rabínicas celebran matrimonios y presiden funerales. Y son los rabinos ortodoxos los únicos autorizados a decidir quien es –o no– judío.

Israel registra a su población según una serie de “nacionalidades” y grupos étnicos: judíos, drusos y árabes, entre otros. Pero paradójicamente, el término israelí no figura en la lista porque sus ciudadanos no pueden identificarse como tales. El judaísmo y el nacionalismo judío son indisociables en Israel.

El pasado septiembre, el Tribunal Supremo israelí se pronunció en contra de una petición de 21 ciudadanos israelíes judíos que solicitaron ser registrados oficialmente como israelíes, argumentando que sin una identidad secular israelí, las políticas oficiales seguirán favoreciendo a los judíos y discriminando a las minorías. La sentencia del Tribunal explicó su negativa sosteniendo que ese paso supondría un “grave peligro” para el principio fundamental del Estado: ser un Estado judío para el pueblo judío.

Modernidad y arcaísmo

El modo en que la identidad judía religiosa convive con el Estado moderno de Israel configura un caso único en el mundo. Ese es el misterio que Diana Pinto, historiadora francesa de origen sefardí, trata de desentrañar en Israel has moved, un libro que resuma un profundo afecto hacia Israel, lo que no la ciega antes los muchos dilemas de un país que vive “atrapado entre el eufórico poder de su creatividad y sus contradicciones políticas”.

Sus incisivas observaciones ofrecen un retrato vívido y fascinante de la complejidad, los matices y la textura de la vida social, económica, cultural, política y religiosa del Israel actual. Según la autora, el país ocupa las mismas coordenadas geográficas que en 1948, pero, mental y simbólicamente, ha abandonado su vecindario para instalarse en un “ciberspacio globalizado”, casi como si flotara sin anclas físicas en Oriente Medio: “Israel vive hoy en su propia utopía, en el sentido literal del término”, es decir, lo que no está en ningún lugar.

El carácter ultramoderno del país explica ese extraño fenómeno “aterritorial”. En 2010 sus exportaciones de armamento de alta tecnología alcanzaron los 7.200 millones de dólares (unos 5.250 millones de euros), las cuartas mayores del mundo, una cifra sorprendente para un país de apenas 20.000 kilómetros cuadrados y ocho millones de habitantes. Israel tiene hoy más empresas tecnológicas en el Nasdaq que toda Europa junta.

Ese dinamismo se extiende a la biotecnología, las tecnologías de la información, la agronomía, la robótica, la medicina y la arquitectura ecológica. Nunca antes Israel había sido tan rico, seguro y productivo económica y culturalmente. El PIB per capita israelí es hoy un 80% del de Alemania, nueve veces mayor que el de Egipto, el triple del de Turquía y un 50% mayor que el de Arabia Saudí. Aunque dedica solo entre  el 6 y 8% del PIB a defensa, frente al 28% en los 70, su gasto militar es superior al de todos sus vecinos juntos.

El ultramoderno skyline de Tel Aviv, donde las oficinas y apartamentos son tan caros como en Hong Kong o Londres, refleja esa faceta de un país poliédrico que está siendo construido sobre la innovación científica y tecnológica. Pero, al mismo tiempo, Israel aparece cada vez más arraigado en su antiquísimo pasado, lo que hace que su imagen se asemeje a la de un cuadro de Braque o Picasso: “Su rostro se ha fragmentado en múltiples planos de realidad que, sin embargo, retienen una intrínseca unidad e intensidad”.

A medida que los askenazíes se alejan de sus raíces culturales europeas, Israel adquiere cada vez más una atmósfera oriental en su cultura popular, su música y sus muestras públicas de religiosidad, lo que convive, paradójicamente, con su creciente separación física con sus vecinos árabes. Hoy todas las fronteras del Estado judío, desde Líbano al Sinaí, están surcadas de alambres de espino, sensores táctiles, detectores electrónicos de movimientos, cámaras infrarrojas y radares, lo que aumenta su sensación de aislamiento.

Vivir en una burbuja

Nada es tan sorprendente para el visitante como el contraste entre la juventud de Israel como Estado y su antigüedad como pueblo. Mientras todos sus enemigos –desde los faraones egipcios y Nabucodonosor a Adof Hitler y Sadam Husein– han sido tragados por las arenas del tiempo, Israel, su pueblo y su religión, siguen desafiando el paso de los siglos.

En Jerusalén las placas tectónicas de las tres grandes religiones monoteístas siguen en permanente fricción. El pasado bíblico no solo no ha desaparecido sino que parece más vivo que nunca, como demuestra la resurrección del hebreo o los hallazgos arqueológicos, relativamente recientes, de una piedra en Cesarea con el nombre de Poncio Pilatos o del osario de Caifás en un cementerio judío cerca de Jerusalén. Ambas piezas se encuentran en el Museo de Israel.

Pero esa misma milagrosa capacidad de supervivencia ha imbuido a los sionistas religiosos y a los ultranacionalistas con una arrogancia que los antiguos griegos llamaban hybris, es decir, la confianza excesiva en uno mismo, especialmente cuando se ostenta poder. Nada ilustra tanto es actitud como la forma en que en 2010 el recientemente fallecido gran rabino sefardita de Israel Ovadia Yosef se refirió a los gentiles: “Los goyim [no judíos] nacieron solo para servirnos. Sin eso, no tienen lugar en el mundo, solo servir al pueblo de Israel”.

En su libro Fortress Israel (2012), Patrick Tyler narra cómo los generales israelíes cayeron en una “trampa psicológica” tras la guerra de los Seis Días. Su aplastante victoria en 1967 les condujo a creer que “lo único que funciona con los árabes es el empleo de una fuerza abrumadora y una separación profiláctica entre ambos pueblos”.

Con esa actitud, no es casual que muchos palestinos sigan considerando ilegítimo al Estado judío y que muchas calles, plazas o colegios de Cisjordania y Gaza lleven los nombres de los 146 shahids (mártires), los suicidas palestinos que se inmolaron haciendo estallar los cinturones explosivos adheridos a sus cuerpos para matar civiles israelíes durante la primera y la segunda Intifadas, entre 2001 y 2009.

Al final, con toda la pasión filial que siente hacia Israel, Pinto diagnostica que el país padece  una “enfermedad autista”: encerrado en sí mismo por su confortable encierro en una burbuja hermética, sus habitantes se han hecho incapaces de conectar –y mucho menos identificarse– con sus vecinos, comenzando por los palestinos. De hecho, sus propios habitantes llaman a Tel Aviv, con una mezcla de sarcasmo y lucidez, “la burbuja”.

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