Un hombre pasa delante de un cartel en favor de Ratko Mladic en Belgrado, Serbia. (Andrej Isakovic/AFP/Getty Images)

La difícil comunión entre el punk y el Ejército como reflejo de la realidad de Yugoslavia.

Una escena posible de una película yugoslava sería una familia sentada a la mesa. El padre, oficial del Ejército Popular Yugoslavo (JNA), sería serbio y la mujer, profesora de matemáticas, sería croata. El hijo nacido en Skopie y la hija en Sarajevo, pero todos estarían en ese momento viviendo en Liubliana a la espera de un nuevo destino para el padre. En la secuencia, sobre la mesa, se viviría un fuerte desencuentro, después de que el menor de edad hubiera vuelto a casa borracho, tras de una juerga con su banda de punk. De hecho, la película eslovena Outsider parte de un argumento parecido, y dos de las figuras más importantes del punk-rock local de los 80, Milan Mladenovic y Johnny Štulić es bastante probable que vivieran escenas similares con sus progenitores estando en la JNA.

Tal conflicto, no oculta que pocas realidades representaron mejor Yugoslavia siendo a la vez tan incompatibles: el punk y el Ejército. El primero porque representaba la liberación individual y la punta de lanza del elitismo urbano con sello verdaderamente yugoslavo, y el segundo porque era una maquinaria, cuyos engranajes oxidados eran los únicos que realmente vertebraban el territorio bajo el lema "unidad y hermandad". No es raro que su comunión fuera un imposible durante los momentos más críticos de la desaparición yugoslava, aunque ambos reflejaran de manera tan simbólica lo que había de anquilosado y, a la vez, de efervescente en Yugoslavia.

Es posiblemente el personaje de Ratko Mladić el que mejor representara la desubicación del Ejército yugoslavo en aquellos años, como también, paradójicamente, su omnipresencia y transformación. Mladić estuvo destinado como oficial garante de Yugoslavia en Priština durante algunos de los instantes más tensos entre serbios y albaneses. Después, en tiempos de la serbiatización de la JNA, en su avance por la región de la Krajina hacia la costa dálmata y, finalmente, como general custodio de la unidad serbia combatiendo en Bosnia y Herzegovina. Se pueden seguir los conflictos bélicos más señeros de la guerra de Yugoslavia a través de la trayectoria militar de Mladić, hasta llegar a la figura militar que es hoy, como cabeza más visible del asedio a Sarajevo y del genocidio de Srebrenica.

De él dicen que siempre iba al ataque. Sin embargo, declaró en una entrevista a la CNN —nunca fue publicada— que el Ejército serbo-bosnio se defendía del terrorismo islamista y de las agresiones croatas. Decía no estar en contra de que musulmanes y croatas tuvieran su propio Estado, aunque a eso añadía: "pero nunca en territorio serbio". De partida hay un error de base: atacar nunca le hace a uno víctima si se habla el lenguaje de las armas, y menos en los Balcanes, donde, todavía hoy, entre naciones, pueblos y barrios se compite por esclarecer que grupo nacional sufrió más durante el siglo XX.

La primera aparición de Ratko Mladic en el Tribunal Internacional de la Haya en 2011. (Serge Ligtenberg/Getty Images )

Por cifras serían los serbios, un sufrimiento colectivo difícilmente ponderable. Pero Mladić nunca entendió que las matanzas de su Ejército y paramilitares acólitos se grababan en directo, mientras que las que acontecieron durante la Segunda Guerra Mundial eran en blanco y negro, como un álbum de fotos desveladas por el carisma infinito del mariscal Tito, corbata blanca y puro en mano. El asesinato del padre de Mladić por el bando croata ustaša es un desenlace parecido al vivido por millares de familias serbias, pero que siempre burbujeó en sus entrañas como un rancho de cuartel recién puesto al fuego. Esto ha generado un problema consustancial a la sociedad serbia durante las últimas dos décadas: mirar el pasado esperando el resarcimiento moral, y justificar el presente esperando que el resto reconozca un pasado que ignoramos. Hay un refrán local que invita a lo contrario: cuando miras hacia el pasado, tienes el trasero vuelto al futuro.

El de Mladić fue un futuro sin su hija, encontrada en 1994 con una pistola en la mano izquierda y un tiro en la cabeza. Resulta poco verosímil, como muchos intentaron hacer creer, principalmente desde los medios de comunicación occidentales, que se suicidara por integridad tras conocer las andanzas criminales de su padre, aunque imploremos heroínas que arrojen inocencia cuando la inmoralidad nos oscurece el alma. Hasta que fuera detenido Mladić, más del 65% de los serbios decía que nunca denunciaría al general serbio. La década de los 90 supuso el fin del proyecto yugoslavo, el descenso radical del nivel de vida y una secuencia de derrotas que continuó con la humillación de ser bombardeados por la OTAN en 1999. ¿Lo consideraban realmente un héroe? No. No, para la mayoría. Es más complejo. Para los que opinen que la mejor decisión es bombardear un país, que tengan en cuenta que entre los serbios se generó más resentimiento nacional por metro cuadrado que víctimas mortales, daños materiales y autocrítica colectiva, resentimiento que explica, en gran medida, las suspicacias locales a las buenas intenciones de la comunidad internacional.

Cuando Ratko Mladić fue detenido, tras casi una década en fuga, los medios de comunicación acudieron a Belgrado ansiando la foto de rigor de los partidarios del general serbio: las barbas chetnik, los iconos en pan de oro de san Nicolás y los hooligans en chándal y zapatillas Air Max con la mirada turbia. Y, efectivamente, los encontraron: unos cuantos violentos, sin discurso político, embriagados de nacionalismo tribal. Los medios encontraron, como perseguían, a los seguidores de Mladić, pero decepcionados por la ausencia de suficiente sangre, decidieron ampliar el objetivo de sus cámaras y encontraron una ciudad inesperada. De ahí que la CNN, ese mismo día, destacara, en horario de máxima audiencia, el festival Mikser, con cientos de jóvenes recorriendo exposiciones, puestos de comida en la calle y conciertos junto al Danubio, así, bulliciosa, como es realmente Belgrado en los días de primavera.

La matanza de más de 8.000 varones musulmanes forma parte de la ignominia universal. El propio Radovan Karadžić, condenado a 40 años por crímenes de guerra, lo ha definido de "idiotez", el acto de "una mente trastornada". Llega a reconocer que perjudica a los intereses de los serbios, omitiendo que él también contribuyó a estigmatizar la reputación de los serbios en el mundo. Les perjudica, pero no por las motivaciones que inspiran su nacionalismo ausente de empatía.

El no reconocimiento sigue cimentando el debate entre el nosotros y el ellos, convirtiendo a cada serbio en portavoz indeseado de la masacre y a la población bosniaca en víctimas en bloque. La palabra "genocidio" se ha convertido en un instrumento político, pervirtiendo su función original: reconocimiento en favor de cada una de las víctimas, condena en contra de cada uno de los culpables. Una mayoría de serbios no reconocerán el genocidio mientras no lo hagan sus líderes; una mayoría de bosníacos no aceptarán las disculpas mientras no lo hagan sus líderes. El primero que dé un paso adelante no gana las elecciones y todos encuentran acomodo en su grupo étnico porque fuera hace frío.

Un tribunal de Belgrado juzgará en febrero de 2017 a 8 implicados en la masacre de Srebrenica, en un acto sin precedentes cuyo valor simbólico excede el crimen en sí. Son buenas noticias porque nunca habrá un tribunal más legítimo para procesar crímenes de guerra en lo que fue, principalmente, un conflicto interétnico que los de tu propia nación. Cuando fue detenido, Mladić dijo: "no reconozco ningún tribunal que no sea el de mi gente". Hay algo de justicia moral en que hombres a su cargo sean procesados ante un juez serbio.

El grupo de Novi Sad, Pekinška Patka, cantaba: "soy un punker en la vieja chaqueta de mi padre". Fueron años inolvidables para la primera generación realmente yugoslava, a contracorriente del autoritarismo y sobrevolando los universos totalitarios y cerrados del nacionalismo étnico. Treinta años después de los conflictos fratricidas de la Segunda Guerra Mundial, los primeros retoños de la Yugoslavia socialista se hacían mayores, muchos, hijos de militares y matrimonios mixtos. Para entender la metamorfosis de aquellos como Mladić que, desde el JNA, luchaban en favor del nacionalismo étnico solo cabe una explicación válida: sencillamente, no eran yugoslavos. No debe de extrañar que los que sí lo eran chillaran en los garajes de la periferia: "dicen que estoy loco, dicen que estoy trastornado, dicen que soy un imbécil y un cretino". Parece que al final la historia nos ha enseñado que no lo eran, triunfaron moralmente. Más lúcidos, más pacíficos, yugoslavos de verdad.