La estimulante crítica que hace Paul Wolfowitz del realismo en política exterior (FP edición española, ‘Depende: Realismo’, octubre/noviembre de 2009) tiene varios defectos.

Para empezar, elude la guerra de Irak. Al dejar caer el tema, pierde de vista una realidad fundamental: el poder que hereda un presidente cuando le dan las llaves de la Casa Blanca no es el mismo para todos.


El presidente Barack Obama, en sus primeras medidas de política exterior, ha encontrado a un nixoniano en su fuero interno y ha hecho una serie de gestos realistas fundamentales, no porque bajo la superficie de su campaña para llegar a la Casa Blanca estuviera acechando un Nixon oculto, sino porque no le ha quedado más remedio. John McCain, su rival republicano en la campaña presidencial, también se habría visto obligado a encontrar ese Nixon interno, porque Estados Unidos tiene hoy muchas limitaciones y está considerado por gran parte del mundo como una superpotencia en declive.

La guerra de Irak hizo mella en la mística de la superpotencia norteamericana y dejó al descubierto los límites militares, a los que después han sucedido unos límites económicos que han debilitado la confianza de aliados clave en el poder y la solidez de Estados Unidos. Si no se hubiera producido la invasión de Irak y el equipo de George W. Bush hubiera asestado un golpe mortal a Osama Bin Laden y Al Qaeda y luego hubiera vuelto a casa, el mundo y Estados Unidos estarían en distinta situación. En esas circunstancias, Obama quizá habría sido un cruzado por unos valores como el que Bush consiguió ser, al menos durante un breve periodo.

Otra cuestión de la que me habría gustado que hablara Wolfowitz es la importancia de que Estados Unidos dé ejemplo de la democracia que quiere para otros. Hemos visto cómo las reacciones a los atentados del 11 de septiembre y la preparación de la guerra de Irak desembocaron en una patología de seguridad nacional en la que los valores democráticos fundamentales, incluidas nuestras convicciones sobre los derechos humanos universales, salieron perjudicados. Este tipo de cosas son las que provocan gran satisfacción a los gobiernos autoritarios y la revulsión de los verdaderos demócratas en todo el mundo.

  • Steven Clemons
    Director del Programa de Estrategia Americana,
    The New America Foundation,
    Washington DC, EE UU

 

Es fácil comprender por qué a Paul Wolfowitz le desagrada el realismo. En la decisión de política exterior más importante desde el fin de la guerra fría –la desafortunada invasión de Irak en 2003–, los realistas que se opusieron a ella tuvieron razón y Wolfowitz y los demás arquitectos de la guerra se equivocaron por completo. No es extraño que comience su artículo diciendo que éste “no es el lugar para volver a discutir sobre la guerra de Irak”. Si yo fuera él, también intentaría excluir este conflicto de la discusión.

En contra de lo que afirma Wolfowitz, no hay un “debate” entre realistas e idealistas sobre lo deseable de los gobierno democráticos y los derechos humanos. No conozco a ningún realista que se oponga al estímulo pacífico de esos valores, y Wolfowitz no ofrece ningún ejemplo en ese sentido. La verdadera cuestión, como reveló la polémica sobre Irak, es si Estados Unidos y sus aliados deben tratar de difundir esos ideales a punta de pistola o sacrificando otros intereses importantes para promoverlos.

Wolfowitz tiene razón en una cosa: Barack Obama probablemente no es un realista. Es fundamentalmente un pragmático. Pero su Administración está llena de internacionalistas liberales tradicionales, muchos de los cuales apoyaron la guerra de Irak en 2003 y siguen pensando que la misión de Estados Unidos es corregir los males en cualquier lugar en el que surjan. Por eso estamos sumergiéndonos cada vez más en Afganistán y por eso el aparato de política exterior sigue pensando que hacemos progresos cada vez que Washington tiene que asumir la responsabilidad de arreglar algún problema extranjero.

En el fondo, no importa verdaderamente si Obama es un “realista” o no. Ahora bien, cuanto antes empiece a actuar como tal, mejor le irá a Estados Unidos.

  • Stephen M. Walt
    Titular de la cátedra Robert and Renée Belfer de Relaciones Internacionales,
    Universidad de Harvard, Cambridge, EE UU