La industria cultural se ha rendido al simulacro de transgresión social que consagran las últimas series juveniles latinoamericanas.

Las telenovelas no están hechas para representar la realidad, sino para fantasear sobre ella. Su éxito no depende de cuánto se parezcan a la vida de los espectadores, sino, al contrario, de lo bien que reflejen sus sueños. Ya lo dijo el filósofo francés Gilles Lipovetsky: “Consumimos como espectáculo lo que la vida real nos niega”. La serie juvenil mexicana Rebelde ha entendido que los adolescentes también viven de anhelos, y este descubrimiento la ha convertido en el fenómeno cultural más importante de los dos últimos años en Latinoamérica, junto a su predecesora, la argentina Rebelde Way. La telenovela mexicana comenzó a emitirse en ese país en octubre de 2004 y la tercera temporada terminó en 2006, con cuotas de audiencia de hasta el 24%. Su éxito estaba probado por la serie argentina, emitida desde 2002 hasta diciembre de 2003 en Azul Televisión, Canal 9, América TV y Canal 2. Ambas se han podido ver en una veintena de países que, en conjunto, abarcan la mayoría de Centroamérica y Sudamérica, varios Estados europeos e Israel. Ahora, estos seriales también han irrumpido en las pantallas españolas, aunque con menor audiencia: Rebelde, en Antena 3, y la argentina, en Cuatro y Localia.

Pero el éxito de estas dos telenovelas va mucho más allá de su cuota de pantalla. Su influencia ha llegado a la industria de la moda, el vídeo, los libros, la radio y la música, y ha lanzado al estrellato a dos grupos de música pop con giras internacionales: la banda mexicana RBD, con cuatro álbumes, de los que han vendido siete millones de copias, y la argentina Erreway, con tres discos y un millón de copias.

Lo original de estos culebrones es que no se dirigen a las madres y amas de casa, aletargándolas con los tradicionales líos de faldas, hijos perdidos y golpes de suerte que acaban con la pobreza, sino a los adolescentes y veinteañeros. Sus responsables han logrado que una parte importante de ese segmento de la audiencia se identifique con los personajes gracias a una efectiva expresión del lenguaje televisivo, basada, sobre todo, en la exhibición reiterada de símbolos reconocidos que ayudan a experimentar la fantasía de la rebelión. Se parecen a las teleseries estadounidenses, en las que lo previsible de la historia es irrelevante. Pero frente a éstas, que alientan la utopía de la rotación o intercambio de parejas, las latinoamericanas no transgreden lo moralmente permitido. Su atrevimiento reside en la descuidada forma de vestir de sus protagonistas en contextos donde está prohibido, en su apuesta por la comodidad y en la igualación de los ricos con los pobres, despreciando la elegancia. En suma, el triunfo de la informalidad. “Rebelde no es una actitud, es un estilo de vida”, afirmaban los anuncios del final de la segunda temporada del culebrón en México.

La rebeldía como modo de vida es un conjunto de actitudes, prácticas y símbolos que, gracias a los medios de comunicación, han adquirido connotaciones transgresoras. La primera imagen de la rebeldía pop puede ser el cartel de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), en el que James Dean desafía las convenciones luciendo las solapas de la cazadora levantadas, con un cigarrillo entre los dedos. A partir de entonces, la industria cultural recrea la fantasía de la rebelión, como en las películas Los amos de la noche y Breakdance. Y las cosas no han cambiado mucho, como demuestra el vídeo del tema de Bon Jovi
Have a Nice Day, en el que se inunda todo Nueva York con stickers (pegatinas), o el filme Ocho millas sobre la vida del rapero estadounidense Eminem.

El acierto de Rebelde y Rebelde Way ha sido fundir en una sola imagen (casi omnipresente) muchos de los símbolos que sintetizan la rebelión pop desde hace años:

La corbata. El símbolo de rebeldía constante (tanto en protagonistas masculinos como en femeninos), anudada de un modo poco convencional, dando la vuelta a su significado original. Tal vez fue la imagen de John Lydon, alias Johnny Rotten, vocalista del grupo punk Sex Pistols, la que asoció para siempre la corbata con un mensaje de transgresión al modificar su uso tradicional, una maniobra semiológica intencionada con la que se construyó un producto cultural, gracias al genio del mánager de la banda, Malcolm McLaren.

La minifalda. En los 60 la rebeldía masculina se manifestó en la longitud del cabello, mientras que la femenina lo hizo en la minifalda, señal de su liberación sexual en la época en la que se puso a la venta la píldora anticonceptiva. A pesar de los años transcurridos, esta prenda sigue siendo un símbolo de seducción y fuente de polémica en ciertos contextos.

El uniforme. A partir de la novela Lolita, de Vladímir Nabokov, publicada el mismo año que Rebelde sin causa, la imagen de la colegiala se ha utilizado como motivo erótico en la industria cultural, y con ello el uniforme se ha convertido en fetiche; un atuendo modificado que no existe en ningún colegio, pero en el que no pueden faltar los calcetines como símbolo de la infancia o la inocencia. Esta fantasía da lugar a multitud de telenovelas, películas, CD y video-clips que transgreden simbólicamente varias prohibiciones, entre ellas el tabú del incesto y de las relaciones entre adultos y menores, puesto que el maestro puede representar la figura paterna, y la escuela, una familia ampliada donde la colegiala es el fruto prohibido.

Si antes el cine mostraba la elegancia, hoy las teleseries
presentan a jóvenes de aspecto y lenguaje vulgares, aunque
envueltos en un halo de distinción: encarnan la transgresión

En suma, esos símbolos y tantos otros, como los tatuajes, los piercings, el cabello despeinado o de colores llamativos, las zapatillas deportivas y los tirantes sueltos, junto con la reiteración de palabras de la jerga juvenil mexicana, en el caso de Rebelde, como güey (colega, compañero), cañón (chungo), chido (genial), neta (verdad), y expresiones como no manches (no fastidies), qué poca (qué sinvergüenza) y algunas otras, así como canciones emblemáticas de este estilo de vida, han sido las claves de identificación de Rebelde con su público objetivo. En Rebelde Way, se emplean giros argentinos como copado (genial), trucho (falso), bosta (porquería, mala persona), ir al pedo (todo sale mal) y te banco (te apoyo).

Lo que nos define como sociedad no son las necesidades ni las miserias, sino los deseos y las simulaciones. Según Lipovetsky, “el meollo del consumo cultural (…) es el entusiasmo de las masas”. En su opinión, los productos estrella de la cultura pop, como películas y canciones, no son tanto formas sutiles de rebeldía, sino más bien transgresiones impostadas –en mayor o menor grado–, y ese entusiasmo del público responde a una estrategia de marketing. En la misma línea, los filósofos canadienses Joseph Heath y Andrew Potter sostienen que “la rebeldía contracultural se ha convertido en uno de los pilares del consumismo competitivo”, que para sustentarse necesita que “se publicite masivamente”.

Así, la rebeldía contracultural que rechazaba las normas de la sociedad se convirtió en un símbolo de distinción. “La obsesión por larebelión y por la oposición a la sociedad (…) se vende cada vez más”, de acuerdo con el psicólogo francés Jean-Marie Seca.

Pero estos rebeldes no quieren acabar con los privilegios. Lo que desean los hijos de quienes
emigraron de poblados rurales atrasados a suburbios urbanos paupérrimos es ascender en una escala de distinción simbólica para oponerse (también simbólicamente) a la cultura conservadora, a los gustos de los padres, anticuados y provincianos.

Y, si antes el cine mostraba que debían imitarse la elegancia y el refinamiento, hoy las telenovelas
presentan a jóvenes de aspecto y lenguaje vulgares, aunque envueltos en un halo de distinción: ellos encarnan los valores y actitudes transgresores.

Así, la rebeldía pop es el simulacro para los jóvenes espectadores que no pueden subir pisos en el ascensor socioeconómico, pero llevan un estilo de vida similar al de la élite: pobres, pero no nacos (zafios); viajan en autobús, pero con actitud cool; viven en pisuchos, pero contentos porque están cerca de un lugar nice; las mismas garritas (ropas), pero fashion.