En Bosnia y Herzegovina es necesario analizar desde una perspectiva crítica el discurso de la reconciliación con el fin de no reproducir el contexto problemático del propio conflicto.

Una mujer coloca huesos de cerámica como parte de un proyecto en el hall del cementerio de Potocari. Matej Divizna/Getty Images
Una mujer coloca huesos de cerámica como parte de un proyecto en el hall del cementerio de Potocari. Matej Divizna/Getty Images

La necesidad de afrontar el legado de violaciones de los derechos humanos heredado de las guerras de desintegración de Yugoslavia en los 90 está muy ligada a la naturaleza de dichas guerras. Los métodos fundamentales de lucha fueron la limpieza étnica y los ataques a civiles, en forma de expulsiones, asesinatos, torturas y violaciones masivas, además de la destrucción del patrimonio cultural y religioso. El conflicto en Bosnia y Herzegovina fue la que produjo mayor número de víctimas -alrededor de 100.000, según los datos reunidos por el Centro de Investigación y Documentación de Sarajevo- e incluyó un uso extendido de la violación como arma de guerra y numerosos campos y centros de prisioneros en los que se generalizaron las torturas y otros tipos de abusos; la violencia alcanzó dimensión de genocidio en Srebrenica, la mayor matanza cometida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

Los Acuerdos de Paz de Dayton firmados en 1995 pusieron fin a las hostilidades, pero, 20 años después, es evidente que no eran suficientes ni para afrontar los legados criminales de la guerra ni para permitir que se asiente una paz sostenible y una auténtica reconciliación en Bosnia. De hecho, podría decirse que más bien ha sido todo lo contrario: cualquier avance conseguido en alguno de estos aspectos se ha producido a pesar del acuerdo de Dayton sobre el reparto de poder -que dio legitimidad a los resultados de la limpieza étnica y recompensó a las clases dirigentes que habían cometido los abusos-, y no gracias a él. Dayton complicó las perspectivas para alcanzar la paz y obtener justicia en Bosnia, y el proceso de la justicia de transición ha reflejado las problemáticas consecuencias del acuerdo en general, que ha impedido avanzar verdaderamente en toda una serie de cuestiones políticas, sociales y económicas desde que terminó la guerra.

El principal instrumento de la justicia de transición en Bosnia y el resto de la región han sido los procesamientos penales. Acogiéndose al Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad creó en 1993 el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY), con el objetivo de perseguir a los máximos responsables de las violaciones del derecho humanitario internacional. El Tribunal ha iniciado la última fase de sus actividades: en la actualidad tiene casos pendientes contra 20 sospechosos, ha pronunciado 74 condenas y 18 absoluciones, y ha devuelto 13 casos a los tribunales de la región, en su mayoría a Bosnia. La Cámara de Crímenes de Guerra del Tribunal de Bosnia y Herzegovina es un tribunal mixto (nacional e internacional) que tiene unos 50 casos pendientes y, a pesar de lo que ha avanzado en sus últimos 10 años de operaciones, ha sido objeto de críticas constantes por parte de los dirigentes de la República Srpska, donde la impunidad sigue siendo la norma. Asimismo, a lo largo de estos años se han hecho varios intentos de instituir comisiones de la verdad, pero en general no han tenido éxito y, hasta ahora, la Comisión de Srebrenica, que entregó su informe en 2004, sigue siendo la única con verdadero peso. Además, en Bosnia se han probado varias medidas de restitución e indemnización con mayor o menor suerte, e iniciativas de examen del historial y los antecedentes de las personas, por ejemplo mediante la obtención de certificados policiales. Sin embargo, se trata de esfuerzos limitados e insuficientes, en comparación con la escala de los delitos cometidos en tiempo de guerra y la necesidad de reparaciones y reformas.

Existe poco consenso sobre el significado de “reconciliación”; los distintos sentidos del concepto han sido objeto de numerosos debates entre especialistas y en las sociedades que han vivido conflictos armados. No obstante, el proceso de reconciliación en Bosnia y Herzegovina ha sido un fracaso con arreglo a cualquiera de las definiciones que se debaten. Entre las pruebas que sostienen este argumento están la polarización del discurso público y el uso persistente de las divisiones étnicas y la movilización con fines políticos; la agitación del fantasma de la secesión que continúan haciendo las autoridades de la República Srpska; el hecho de que, en el proceso previo a la adhesión a la UE, las exigencias de la Unión en asuntos como la reforma de la policía o de la Constitución se encuentran con una resistencia sistemática o se convierten en versiones diluidas; y, en el día a día, el fenómeno de las “dos escuelas bajo un mismo techo”, que consiste en separar a los niños bosnios en función de su grupo étnico y enseñarles la historia de manera separada y contradictoria. En definitiva, muchos observadores han detectado que, con el tiempo, no sólo no se ha progresado sino que se ha retrocedido en cuanto a la perspectiva de reconciliación.

Ahora bien, ¿es buena idea la reconciliación en este contexto? Es frecuente que, en los intentos de definir el concepto de reconciliación y medir su éxito o su fracaso en la práctica, se pasen por alto los problemas asociados. En concreto, cuando se habla de la reconciliación en términos de etnias, cosa bastante frecuente -la reconciliación entre comunidades étnicas o entre las “partes” del conflicto-, quizá está reproduciéndose el contexto problemático del propio conflicto y estrechando el margen para la aparición de formas no étnicas de hacer política. Interpretar la guerra como un choque entre grupos étnicos o identidades y proyectos nacionales opuestos impide ver cómo se utilizó la violencia para agitar el nacionalismo y construir identidades excluyentes. Podría decirse que la brutalidad de la guerra -en particular, la enormidad de la violencia y los abusos cometidos contra la población civil- refleja las dificultades para lograr esos objetivos. Los fines y los métodos de la guerra también se entienden mejor en esos términos: se trataba de establecer el control político de un territorio mediante la limpieza étnica y la movilización de una identidad excluyente como base para reclamar el poder y ganar elecciones.

Los Acuerdos de Dayton acabaron facilitando la búsqueda de los objetivos de guerra por medios no violentos, al crear un sistema de reparto étnico de poder y un mosaico de entidades y enclaves étnicos. En la práctica, recompensó a los extremistas, porque les permitió consolidarse en las estructuras de poder y proporcionó un barniz de legitimidad a sus ganancias criminales. El relato de la reconciliación entre distintas etnias y comunidades es sospechoso precisamente porque encaja demasiado bien con el orden posterior a Dayton: sirve para dar carácter esencial y de normalidad a las identidades y los proyectos políticos excluyentes construidos en la guerra, y proporciona legitimidad a las élites que se han beneficiado de ellos, en lugar de disminuir su poder y crear un espacio en el que tengan más probabilidades de surgir alternativas sociales y políticas. En este sentido, la retórica y la política de la reconciliación también van en contra de los procesos de justicia de transición que intentan buscar responsabilidades individuales por las atrocidades -para lo cual obligan a los autores a rendir cuentas y los apartan de las estructuras de poder- o establecer los hechos relacionados con violaciones de los derechos humanos, dar el reconocimiento debido a todas las víctimas y devolverles su dignidad.

En Bosnia y Herzegovina, y en toda la región, es necesario tratar el discurso de la reconciliación con cautela y analizar sus funciones políticas con espíritu crítico. Debemos preguntarnos si la “reconciliación” reproduce los problemas que en teoría debe resolver, y, al mismo tiempo, tenemos que pensar en alternativas viables.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.