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La Gran Recesión ha provocado que nuestras sociedades hayan transitado de la esperanza a la desconfianza. Las empresas e instituciones financieras deben ser conscientes y obrar en consecuencia.

Una de las heridas más profundas que ha dejado a su paso la Gran Recesión en todo el hemisferio norte del planeta, y que, con toda seguridad, será la cicatriz más visible y difícil de hacer desaparecer después del tsunami económico, social y, ahora, político que ha causado en nuestras sociedades, ha sido la profunda crisis de confianza de los ciudadanos en sus liderazgos tradicionales: no solo los políticos, que, también, si no, en los corporativos y en los de las instituciones financieras, sobre todo.

La confianza es el tejido invisible que mantiene cohesionadas las sociedades abiertas, así como la palanca que permite el funcionamiento eficiente de las transacciones comerciales, del ahorro y de la inversión, de la obtención de financiación en los mercados y, en definitiva, del funcionamiento de la economía y de sus expectativas futuras. La confianza limita la generación de externalidades negativas durante el rozamiento que generan los intercambios entre agentes en el mercado y también es lo que permite cerrar acuerdos mirando a los ojos y con un apretón de manos por muy bien que estén seguidos de todos los contratos y convenios necesarios para garantizar el cumplimiento de los acuerdos cerrados. En definitiva, la confianza está en el origen del capitalismo moderno. Sin ella, nuestras sociedades se tornan disfuncionales e ineficientes.

La Gran Recesión ha sido, por tanto, una crisis provocada por la ruptura de la confianza entre los liderazgos tradicionales y sus grupos de interés. Algo que va a llevar esfuerzo y tiempo en recuperar. En definitiva, en nuestras sociedades se ha pasado a lo largo de estos años de la esperanza a la desconfianza.

Los datos, las encuestas y los estudios que ponen de manifiesto este fenómeno abundan: en España y en toda la Unión Europea, en Estados Unidos y en muchas otras jurisdicciones. Cuando leemos o escuchamos a la generación de los mileniales verbalizar, una y otra vez, que han perdido la esperanza de que sus niveles de vida superen a los de sus padres, nos damos cuenta de la auténtica magnitud del problema de la desconfianza en las sociedades occidentales, que habían construido sus modelos de prosperidad, desarrollo y bienestar precisamente sobre esa esperanza colectiva de que, con educación, trabajo y comportamientos dentro de las normas, la tarjeta de embarque para una mayor prosperidad estaba en manos de los ciudadanos.

Esa es la gran ruptura que ha provocado la Gran Recesión y esa es la placa tectónica que está moviendo el mundo que conocíamos desde el final de la II Guerra Mundial.

Ese es el origen de que las actitudes escépticas e, incluso, desconfiadas de los ciudadanos ante las empresas, los organismos públicos y otras entidades sociales se hayan instalado en el seno del comportamiento colectivo en nuestras sociedades.

Sin embargo, los ciudadanos no solo se han vuelto más recelosos y precavidos sino que, también, son mucho más exigentes.

Esta reformulación de las actitudes y comportamientos de la ciudadanía no ha sido únicamente un efecto colateral de la crisis y sus consecuencias. La llegada, difusión y uso distendido de Internet y las redes sociales han acelerado el proceso. Hoy todo se sabe, la información circula a velocidades vertiginosas y sin ningún tipo de control.

Ni empresas ni entidades financieras pueden fiscalizar lo que se dice de ellos y, cada vez menos, lo que se sabe de ellos. Ya no existe un lugar donde esconderse ni un lugar al que correr en esta era de la hípertransparencia. Es, precisamente, esa mayor transparencia y rapidez de transmisión de la información las que han hecho prácticamente imposible para las personas y las entidades escapar al microscopio global.

Así, consciente de este nuevo poder que le otorgan las nuevas tecnologías de la información, la ciudadanía apela directamente a liderazgos que, hasta el momento, se sentían ajenos a ciertos requerimientos y les reclama, en una palabra, transparencia.

El tiempo en que las posibilidades de manipulación eran tentadoras, porque la sociedad y los ciudadanos no eran conscientes de su poder de influencia y protagonismo, ha llegado a su fin.

Del mismo modo, el modelo de la única cuenta de resultados de las empresas e instituciones financieras ha transmutado en una quíntuple cuenta de resultados en la que a la tradicional económico-financiera se suman ahora las de la gobernanza y la ética, la sostenibilidad y medio ambiente, la gestión del talento y la sociedad.

Ante este nuevo entorno operativo, la gestión de la reputación está convirtiéndose en la herramienta directiva crítica para la gestión de las empresas y las instituciones financieras e, incluso, de los propios países durante el siglo XXI.

El reto de transparencia se configura así como una nueva y gran oportunidad porque ha de servir –lo está haciendo ya– para que volvamos a evaluar nuestros procedimientos y comportamientos profesionales, los redefinamos y los mejoremos. Y, también, para establecer nuevos objetivos que quizás antes no se planteaban.

Aquellas organizaciones empresariales y financieras que sepan interiorizar correctamente este diagnóstico sobre los retos del momento, estarán en mejores condiciones para ajustar, reformar o transformar, según el caso, sus modelos de negocio para construir la ventaja competitiva del futuro en torno a la recuperación de la confianza perdida entre sus grupos de interés, en particular, y la ciudadanía, en general.