Soldado colombiano junto a alijos incautados de cocaina. (Luis Robayo/AFP/Getty Images)
Soldado colombiano junto a alijos incautados de cocaina. (Luis Robayo/AFP/Getty Images)

A pesar de que el hemisferio americano se transforme en un territorio seguro, una oscura y peligrosa sombra se cierne sobre él: el tráfico de drogas. ¿Cómo combatirlo?

Muchas cosas están cambiando en el hemisferio americano. Así lo confirman el acercamiento entre Washington y La Habana y el proceso de paz en Colombia, que tiene lugar también en Cuba entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP, una de las guerrillas más longevas del planeta. Si estos dos procesos culminan de manera exitosa (como todo parece indicarlo) América habrá puesto fin a la guerra fría y será la única región del mundo sin conflictos violentos. Esto no significa, sin embargo, que se transforme en un territorio seguro, pues sobre él se cierne una pesada, oscura y peligrosa sombra: la del tráfico de drogas, el principal factor generador de violencia e inseguridad en el área.

América Latina tiene una de las tasas de homicidios más altas de mundo. Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), con solo 8% de la población mundial, registra el 42% de los homicidios que ocurren en el globo. Esto la convierte en la región más violenta y, por lo mismo, uno de los mercados más apetitosos para la parafernalia transnacional que vende seguridad y también para los mercaderes de armas.

El narcotráfico y la exclusión social son los grandes culpables de la inseguridad ciudadana en este hemisferio. El primero instrumentaliza la protuberante marginalidad social (más de la mitad de los jóvenes latinoamericanos no termina la secundaria) y dinamiza sus redes criminales dando a miles de jóvenes excluidos un sentido para sus vidas y una ocupación rentable, como ocurre con las famosas maras centroamericanas o con los tenebrosos combos en Colombia. Violentas pandillas juveniles que controlan áreas urbanas completas, en las cuales monopolizan el tráfico de drogas en pequeñas dosis (narco-menudeo), el hurto de teléfonos móviles o los asesinatos por encargo.

Este es un tributo que pagan algunos de los países latinoamericanos por su obediente alineamiento con la guerra a las drogas, puesta en marcha por la Administración de Richard Nixon (1969-74), la cual ha fracasado en sus objetivos teóricos de reducir la producción y el consumo de drogas ilícitas. Cuatro décadas después de haber sido formulada las cosas van a peor, según se colige al estudiar la situación de México, Guatemala, Honduras y Perú. El narcotráfico ha demostrado capacidad para reinventarse e innovar en sus estructuras, modalidades delictivas y rutas. Esta capacidad le permite moverse al ritmo de la partitura trazada por Washington, que puede haber sido útil como estrategia de intervención política y militar e, inclusive, para contener de manera parcial el ingreso de droga, pero no para terminar con un negocio que afecta sensiblemente a las sociedades latinoamericanas, que pagan altos costes en vidas humanas, presupuestos públicos, medio ambiente y calidad de sus instituciones, dado el poder corruptor de las mafias. El dinero de las drogas ha distorsionado la política, la economía y la cultura latinoamericanas y socavado a instituciones clave para la seguridad y la justicia.

La guerra a las drogas está perdida. Así lo reconoce la Comisión Global de Políticas de Drogas (de la cual hacen parte varios ex presidentes latinoamericanos) en su informe de 2011: “Los inmensos recursos destinados a la criminalización y a medidas represivas orientadas a los productores, traficantes y consumidores de drogas ilegales, han fracasado en reducir eficazmente la oferta o el consumo. Las aparentes victorias en eliminar una fuente o una organización de tráfico son negadas casi instantáneamente por la emergencia de otras fuentes y traficantes”. El resultado es patético: EE UU no ha logrado reducir el consumo ni Latinoamérica erradicar las organizaciones criminales que gravitan en torno a las drogas. El consumo se mantiene y el negocio se reinventa. Una prueba es el carácter estratégico que ha recobrado el Pacífico.

Durante los años 80 y 90 el mar del Caribe fue epicentro de la guerra fría gracias a las tensiones entre EE UU y la Cuba de Fidel Castro, que por décadas fue la estrella polar de la utopía comunista en Latinoamérica. Pero el Caribe fue valioso también (y lo sigue siendo) para el tráfico de drogas, por la cantidad de rutas marinas, submarinas y aéreas que conectaban los dos principales polos del negocio, el consumo y la producción: Estados Unidos y Colombia. Este país, continentalmente anclado en Sudamérica, tenía un importantísimo costado caribeño casi desconocido. El archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, con 350.000 km² de área marítima le daban a Colombia fronteras con Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Jamaica, Haití y República Dominicana. De esto solo vinieron a ser conscientes los propios colombianos tras el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya en 2012, que puso fin al diferendo entre Colombia y Nicaragua. Quizás los únicos que en ese época lo visualizaron fueron los miembros del cártel de Medellín y, en particular, el narcotraficante Carlos Lehder, quien adquirió cayo Norman en el flanco oriental de Las Bahamas, a pocas millas de Miami. Desde allí Lehder reexpedía droga hacia Florida, por lo cual llegó a cobrar hasta diez mil dólares por kilo.

Pero los tiempos cambian y las estrategias también. El Caribe se volvió una ruta caliente por la vigilancia estadounidense. Entonces adquirieron prelación otros caminos, entre ellos el glacial y embravecido océano Pacífico, sobre el cual se teje un enjambre de senderos que van desde Perú hasta México, luego de escabrosas travesías por Centroamérica.

La desarticulación de los cárteles colombianos (Medellín, Cali y norte del Valle) y la disminución de las hectáreas cultivadas con hoja de coca, gracias al ‘Plan Colombia’ tuvieron un efecto no deseado: el fortalecimiento de cárteles mexicanos y el rebrote de los cultivos de coca en Perú. Así, los mafiosos colombianos fueron desplazados por los cárteles mexicanos en la distribución y por los peruanos en el cultivo, aunque continúan siendo importantes en el procesamiento de la droga. Suena un poco cómico que mientras Colombia, Chile, México y Perú celebran la integración de sus economías a través de la Alianza del Pacífico (AdP), interesante pero aún verde, los narcotraficantes hace años hubieran estructurado otra alianza que integra Tijuana o Mazatlán (México) con Buenaventura o Tumaco (Colombia) o el Callao o Paita (Perú). Y que, no obstante, los éxitos que agitan en Colombia los defensores internos y externos de esta receta, este país sea, según un informe de la oficina contra las drogas de Naciones Unidas (UNODC) de 2012, uno de los principales abastecedores de heroína al mercado estadunidense (junto con Afganistán, Pakistán, Laos, Myanmar) y el cuarto productor mundial de opio.

El Pacífico integra países consumidores con países productores, a escala global, en una perfecta división del trabajo. Estados Unidos sigue siendo el principal consumidor, México el mayor distribuidor, Colombia el más grande productor, Perú y Bolivia los cultivadores. Este último país (sin acceso al mar), se añade a las redes incas para el cultivo de coca y la producción de pasta o base de cocaína. Todo esto, desde luego, es una caricatura, una simplificación del asunto, pues de esta cadena hacen parte otros países, Panamá (para el blanqueo de dinero) y Guatemala como el principal país de tránsito. El 90% de la droga que ingresa a Norteamérica pasa por países centroamericanos. Además, Estados Unidos es también productor de marihuana (y lo sigue siendo de drogas de síntesis) y México, Brasil y Colombia emergen como consumidores.

No deja de ser paradójico que la década de crecimiento económico experimentada por América Latina no se haya traducido en fortalecimiento de sus instituciones ni en una mejora sustantiva de la seguridad de sus centros urbanos. Estos continúan creciendo y nutriéndose de sectores rurales deprimidos, tradicionalmente abandonados por el Estado, y por ello áreas óptimas para los traficantes, ya sea para cultivar coca o amapola o procesar cocaína o heroína. Las drogas ilícitas siguen siendo uno de los principales desafíos hemisféricos y la receta de Washington ha resultado inane… no sirve ni siquiera a EE UU. Cada año, este país gasta 50.000 millones de dólares en ella y detiene a 750.000 personas, la mayoría por posesión de marihuana. Su población consumidora continúa siendo alta (22 millones) y no ha disminuido como se esperaba. El desenlace es alucinante: hoy tiene tres veces más reclusos per cápita que en 1980, e instituciones como la DEA (Drug Enforcement Administration) encaran penetraciones de los cárteles, que causan risa y vergüenza. Hace unas semanas estalló en Colombia un escándalo al revelarse que capos del narcotráfico pagaban bacanales con prostitutas y drogas a agentes de esta agencia apostados en ese país. Un duro golpe a la moral de los cientos de jueces, periodistas, policías y soldados que lo entregan todo (incluso la vida) en la cruzada antidroga, pese a los pobres salarios y a los escasos reconocimientos sociales.

Una rápida mirada a la agenda latinoamericana permite afirmar que dentro de las asignaturas pendientes están la lucha contra la corrupción, la pobreza y la exclusión social, y el fortalecimiento de las instituciones para poder garantizar justicia y seguridad. Pero avanzar es casi una misión imposible mientras el narcotráfico mantenga poder para sobornar e intimidar. La ética de relacionamiento de los cárteles se resume en el dramático aforismo “plata o plomo”. Corrupción y narcotráfico tienen un nexo circular. Es un uróboros criminal que se engulle su propia cola. Un círculo vicioso que nunca tiene fin.

El narcotráfico se está convirtiendo es una forma de vida. Muchas familias se integran a la cadena delictiva ayudando a transportar pequeñas cantidades de droga o cultivando coca. De otra parte, la ansiedad que genera la sociedad de consumo en poblaciones urbanas de irrisorios ingresos encuentra en la violencia una fuente de satisfacción. Se sacrifican vidas por un par de zapatillas de marca o un smartphone de última generación. Todo esto es parte de una violencia aprendida del narcotráfico, que solo respeta sus propios códigos y normas.

Se impone una revisión total de la estrategia antidrogas, que se ha basado fundamentalmente en el control de la oferta. Lee Brown el primer zar antidroga en la Administración Clinton, (1993–01) sostenía que era “más fácil acabar con el panal que luego con la abejas volando”. Dos décadas después los panales se han multiplicado y las abejas siguen volando, conectadas con los circuitos financieros internacionales y con rutas consolidadas, como lo demuestra la otra alianza del Pacífico. ¿Se atreverá el presidente Barack Obama a cambiar esta errática política en la recta final de su estancia en la Casa Blanca? Millones de latinoamericanos esperan que sí, ésta es una condición indispensable para que exista una América más segura y socialmente más justa. Lo otro es seguir la senda de Uruguay, que para su suerte no es parte del Mediterráneo americano.