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Las aplicaciones de Facebook, Instagram, Snapchat, Whatsapp, Twitter, Messenger y Linkedin en un teléfono móvil. MANAN VATSYAYANA/AFP/Getty Images

Las redes sociales nacieron con la intención de tejer conexiones en abierto entre personas de todo el planeta, pero hoy la ventaja reside en las relaciones de confianza en canales privados.

La existencia y adopción de las redes sociales nos ha permitido soñar con una aldea digital global. Así como en su momento el teléfono contribuyó a acortar las distancias geográficas entre personas, las plataformas sociales llegaron para derribar las barreras entre la esfera pública y la privada. Además de conectarnos virtualmente con centenares de amigos, nos invitaron a compartir contenido, a menudo creado por nosotros mismos a partir de lo más cotidiano. Lo disruptivo fue el “muro”, que en versión analógica sería como tener un escaparate en la plaza mayor. Hoy por hoy la comunicación digital de 7 millones de personas está reunida en cuatro plataformas: Facebook está a la cabeza con 2,3 millones de usuarios activos al mes, seguido de Youtube (1,9 millones), Whatsapp (1,6 milllones) y WeChat (1,098 millones, que opera en China). Las dos primeras son plataformas sociales, mientras que las otras dos son apps de mensajería. Importante matiz.

Las redes sociales nacieron con la premisa de conectar a cualquier persona con cuanta más gente mejor, invitando a la interacción abierta y a escala planetaria. Eso iba también acompañado de la promesa democrática de allanar jerarquías y popularizar la teoría de los seis grados de separación, según la cual podemos llegar a cualquier otra persona del mundo con tan sólo cinco intermediarios. Stanley Milgram corroboró en los 60 que el mundo es un pañuelo a través de envíos de cartas de una costa a la otra de Estados Unidos. Facebook aplicó la misma teoría en 2012 junto a la Università degli Studi di Milano. El reclamo del experimento era ver en qué medida los miembros de Facebook estaban efectivamente a seis pasos de Barack Obama o de Brad Pitt. Al parecer, la media de cómplices necesarios habría disminuido de 5,2 a 4,7. Los resultados indican que las redes no acortan los caminos de forma significativa como prometían, pero sí consiguen hacerlos visibles y rastreables.

Al inicio coleccionábamos amigos y contactos, alimentados por la retórica de la apertura y la novedad, superando con creces el número de Robin Dunbar. Según este antropólogo británico, el límite cognitivo humano puede concebir un grupo de referencia de 150 personas de media, valor vinculado a características específicas del neocórtex y la evolución del sentido de pertenencia a un grupo. Dentro de esos 150 allegados, en el día a día predominan los vínculos fuertes, más cercanos y frecuentes. Estas plataformas, en cambio, confiaban en capitalizar lo que Mark Granovetter (sociólogo estadounidense) describió en 1973 como los vínculos débiles: esas relaciones sociales que escapan de nuestros círculos de proximidad y de mayor confianza, pero que nos conectan a mundos distintos, lejanos y heterogéneos. Las plataformas digitales eran el instrumento técnico indispensable para hacer ese salto exponencial, pero la interacción humana no es ilimitada – por mucho que las redes sociales pretendieran que sí. De hecho, la media de amistades que teníamos en Facebook ha descendido:  en 2016 teníamos menos amigos en Facebook que en 2014  (bajamos de 245 amigos de media a 155 en dos años).

Hay más ejemplos de cómo la narrativa de la apertura se ha ido matizando cada vez más y observamos diversos intentos para delimitar comunidades bien fuera en círculos (caso Google +), o en grupos (Facebook, Instagram, Whatsapp). Nuestro día a día se teje a partir de las relaciones más estrechas (los vínculos fuertes), lubricadas por un elemento fundamental: la confianza. Los episodios constantes de trollismo y ciberacoso han contribuido a reforzar la cautela en el contacto con personas desconocidas en las redes y especialmente con perfiles anónimos, porque como usuarios no hay forma fiable de contrastar la identidad digital con la física. En los últimos años hemos visto numerosas formas de digitalizar esa confianza, dando paso a la economía de la reputación, muy habitual en plataformas de economía colaborativa donde se puede puntuar a los demás y generar opiniones al respecto.

Otro elemento que entra en juego es la empatía: nos conmueve y nos llama la atención aquello que conecta con lo que nosotros pensamos, sentimos o reconocemos. Tenemos cierta predisposición a estar de acuerdo y prestar más atención a aquello que se alinea con nuestras propias creencias. En psicología se conoce como sesgo de confirmación y en teoría de redes esto recibe el nombre de “homofilia”. La sabiduría popular lo resume en “dime con quién vas y te diré quién eres”. Este elemento cognitivo cristaliza en una dinámica social, que con la llegada de las redes se reproduce y aumenta. Los propietarios de las plataformas tomaron buena nota de ello y pusieron en marcha algoritmos para asegurarse que el contenido que nos muestran nos resulta relevante – ergo altamente clicable y monetizable. Esto nos ha llevado a un escenario de cámaras de eco y burbujas de filtro (en términos del estadounidense Eli Pariser), mundos redundantes en los que el espectro que nos muestran las redes sociales es altamente limitado y homogéneo, reduciendo las ocasiones de coincidir con cosmovisiones distintas, nutrirnos de esa riqueza y convivir con la diversidad de opiniones.

La competencia por capturar nuestra atención ha derivado en muchos debates éticos porque los modelos de negocio de todas estas plataformas están ligados al marketing. Ofrecen un tablero de juego atractivo en el que queramos pasar el rato –cuanto más mejor– donde se crea un espacio prácticamente de laboratorio social: los usuarios interactuamos, compartimos filias, fobias, estados emocionales, retratos y secretos a voces. Constituyen el mayor proyecto de análisis del comportamiento que haya existido nunca y, por el momento, se pone mayoritariamente al servicio del microtargeting: publicidad personalizada y de precisión. Según el informe corporativo de 2018, el 98% de los ingresos de Facebook provienen justamente de la publicidad y la monetización de los datos. Por eso asistimos a titulares y contenidos con anzuelos atractivos conocidos como clickbait.

El camino de la innovación en estas plataformas se ha dictado a partir de lo técnicamente posible y se corrige según lo socialmente fallido. La creciente preocupación por la privacidad ha aumentado en 2018, llegando al 63%  de usuarios a nivel global. El escándalo de Cambridge Analytica desvelado por el diario británico The Guardian ha marcado un antes y un después en el debate acerca de la desinformación y la responsabilidad de las redes sociales en los procesos electorales y en última instancia en las democracias. En este caso fue Facebook vinculado al Brexit o la victoria de Donald Trump, que llevó a casi 400.000 personas a seguir la campaña #DeleteFacebook tras la invitación de Brian Acton vía Twitter –cofundador de WhatsApp, adquirida por Facebook en 2016. En octubre de 2018, con todas las alertas puestas sobre Facebook, Jair Bolsonaro optó por una masiva campaña de desinformación a través de WhatsApp en las presidenciales de Brasil. El bulo llega a través de tus propios contactos así que el escepticismo es aún más difícil de practicar.

 

Vuelta a la intimidad del sofá

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El CEO de Facebook Mark Zuckerberg hablando sobre privacidad en una Convención. AMY OSBORNE/AFP/Getty Images

Facebook es un ejemplo paradigmático: de querer conquistar el ágora a cazar los secretos que contarías en el salón de tu casa. Este mismo símil utilizó Marck Zuckerberg en su comunicado del pasado 7 de marzo, donde anunciaba un cambio de rumbo sin precedentes en la compañía. Si en 2009 proclamaba el fin de la privacidad como norma social, una década después la privacidad es su nuevo mantra. El cambio se ha presentado bajo la retórica de una reputación debilitada y la necesidad de ofrecer a los usuarios lo que realmente necesitan. Si bien esa parte más pública y abierta parece que se mantendrá, se vislumbra una estructura dual donde cobrará importancia la comunicación entre pares.

Un argumento favorable es la tendencia al alza de las apps de mensajería frente a las redes sociales, que comenzó en 2016 (según BI Intelligence). Si nos centramos en los canales más utilizados para compartir enlaces y fotos, un 63% se comparten vía WhatsApp o Messenger frente a un 55% de posts colgados en el muro abierto.  Algunos expertos incluso vaticinan que se acercará más al modelo de Snapchat, donde la privacidad y los contenidos efímeros han sido reclamo diferencial desde su lanzamiento.

El comunicado también anunciaba la encriptación de la información, que abre un debate de doble filo. La información viaja segura y cifrada donde sólo emisor y receptor la pueden descifrar (como ocurre actualmente con WhatsApp) y eso aumenta la percepción de privacidad de los usuarios. A su vez, la plataforma ahorra en costes de moderación  –puesto que no tiene acceso al contenido –, y deja de ser responsable sobre la información que circula a través de sus canales.

El mantra de la privacidad puede modificar el modelo de negocio a partir de los datos, aunque la falta de acceso al contenido no priva de poder radiografiar a los usuarios: es a veces más importante saber con qué frecuencias te relacionas con tus contactos que lo que te dices, además que los metadatos permiten inferir comportamientos y seguir generando perfiles que alimenten la microsegmentación.

En los planes entra probablemente generar un ecosistema del que no haga falta salir. Ahí entra en juego la interoperabilidad entre Facebook, Messenger, WhatsApp e Instagram, donde los usuarios podrán interactuar con cualquier contacto de forma sencilla independientemente del canal en el que esté. De esta forma aumentará el flujo de comunicaciones y, por tanto, la cantidad de datos procesables, y además siempre podrán argüir que se mantienen como tres plataformas separadas en términos de competencia. En términos regulatorios, la interoperabilidad es un elemento crucial en la Regulación General de Protección de Datos, como parte de la estrategia de creación de un mercado digital Europeo único.

Dicho ecosistema ambiciona un espacio donde comunicarse y consumir se puedan hacer indistintamente, probablemente inspirado por lo que ofrece WeChat en China. Es decir, en la parte abierta de la red seguirá el modelo de economía de datos, mientras que las interacciones cerradas irán más orientadas a comisiones a partir de servicios concretos, desde transacciones económicas, pago de recibos, compra de juegos o pedir comida a domicilio. De hecho ya tiene un piloto en marcha en India para facilitar transferencias de dinero entre particulares a través de WhatsApp usando critpomonedas.

 

¿Y para cuándo los cambios?

Los expertos coinciden en que todavía tardaremos un tiempo en ver todas estas transformaciones que implican mucho desarrollo técnico pero también algunos cambios culturales en la organización. Es evidente que han sabido capturar las demandas de los usuarios en cuanto a la vertiente de la privacidad y la seguridad de la información, a la vez que han salido por la tangente para no tener que comparecer ante el Congreso de nuevo. Concentrarse en la comunicación uno-uno responde a criterios comerciales y la estrategia de crecimiento, pero también es una muestra de la importancia de los usos sociales de las herramientas. Al fin y al cabo, después de intentar revolucionar las lógicas de la comunicación entre personas y generar fallos en el sistema, cada vez han ido cerrando más el cerco hasta que han dado de nuevo con los vínculos fuertes, que con o sin pantallas son el pilar de nuestra sociabilidad.