El primer ministro italiano, Matteo Renzi (a la isquierda), da la bienvenida a su homólogo francés en el Palacio Chigi, abril 2014. Gabrile Bouys/AFP/Getty Images
El primer ministro italiano, Matteo Renzi (a la izquierda), da la bienvenida a su homólogo galo, Manuel Valls, en el Palacio Chigi, abril 2014. Gabrile Bouys/AFP/Getty Images

El primer ministro italiano y su homólogo francés podrían liderar el nuevo asalto al poder de una izquierda europea que busca reinventarse.

Escuchar a Matteo Renzi hablarle a Europa es excitante para cualquiera que haya sufrido las durísimas recetas de austeridad impuestas desde Bruselas en los últimos años.

Un ejemplo: el rifi rafe de alta tensión entre el italiano y Jens Weidmann, el todopoderoso director del Bundesbank alemán. Weidmann es  un ultra de las recetas de recortes que impuso la canciller alemana, Angela Merkel, de la que él era consejero. Primero fue Renzi el que pidió a Europa más inversión. Weidmann le respondió diciendo que primero aplicara las reformas prometidas, y luego ya podría exigir dinero fresco. La respuesta del italiano fue pública y contundente: “Cuando el Bundesbank quiera hablar con nosotros, será bienvenido”, aseguró en una rueda de prensa, “pero partiendo de la idea de que Europa es de los ciudadanos y no de los banqueros. En alemán o en italiano: yo no le digo al Bundesbank cómo debe supervisar sus bancos regionales o sus cajas”, añadió, en referencia al mal estado de las entidades financieras de los Länder.

Mateo Renzi, ex alcalde de Florencia, ha conseguido convertirse en la última gran esperanza de la socialdemocracia europea tras grandes fiascos como el del ahora debilitado presidente francés, Francois Hollande.

A sus escasos 39 años, Renzi ha comprendido a la perfección cuál es el terreno de batalla del centro izquierda europeo: Europa, la que controla el euro, marca el déficit e indirectamente aprueba los presupuestos. En realidad es el mismo campo de batalla en el que luchan los conservadores Mariano Rajoy o el liberal-conservador griego Antonis Samaras. Independientemente del color político, todos quieren relajar los objetivos de déficit, aumentar la inversión europea, crear eurobonos y, sobre todo y ante todo, una política monetaria expansiva del Banco Central Europeo que permita reducir el precio del euro frente a otras monedas para favorecer las exportaciones, algo que hasta ahora Weidmann y su camarilla han estado impidiendo a toda costa.

Pero la diferencia entre Renzi, Rajoy o Samaras es que, mientras el español o el griego negocian soterradamente, el italiano dispara públicamente ideas de alto voltaje socialdemócrata, keynesiano, del lado de la demanda. Ha decidido subirse a la ola de sus 11 millones de votos (un millón más que los obtenidos por Angela Merkel, por cierto, a pesar de tener un tercio menos de población) y se ha marchado a pelear en Bruselas por unos impulsos que la economía italiana es incapaz de conseguir por sí misma.

“Firmamos todos un pacto de estabilidad y crecimiento”, aseguró en el discurso de asunción de la presidencia de turno de la Unión. “Ahora tenemos la estabilidad pero no hay crecimiento. Lo que estamos pidiendo ahora es que se considere el crecimiento como un elemento fundamental de la política europea. Esto no solo beneficiará a Italia, sino a toda Europa, porque sin crecimiento, Europa no tiene futuro.” ¿Que no queda claro? Europa es una vieja tía tacaña a la que hay que cambiar, añadió.

De momento, las peticiones de estímulo parecen haber funcionado solo a medias. Alemania ha repetido el discurso de que hay herramientas de flexibilización fiscal disponibles en Europa, pero que antes han de llegar las reformas estructurales. Sin embargo, Renzi está, junto con el resto del Partido Socialista europeo, detrás del discurso muy socialdemócrata del muy conservador luxemburgués Jean-Claude Juncker. En el debate previo a su elección como presidente de la Comisión Europea in péctore prometió intentar lanzar un plan para “reindustrializar” el viejo continente con 300.000 millones de euros, buscar un salario mínimo en todos los países, además de una plétora de promesas de estímulo poco habituales en un líder del Partido Popular europeo.

Mientras Renzi aparece en Europa como super-socialdemócrata, en casa sospechan: no todos terminan de fiarse de que sea realmente de izquierdas. Una cosa es ir a pedir dinero a Bruselas y otra aplicar el sempiterno paquete de reformas estructurales, tan de moda en los países afectados por la crisis.

En la hoja de ruta aprobada para la economía italiana el pasado mes de abril, como primer ministro italiano promete cumplir con Bruselas y dar prioridad al objetivo de reducción del déficit público, para llegar al 2,6% en 2016. Ha reconocido que el país no crecerá más que un 0,8% este año. Para animar el consumo, ofrece una rebaja del IRPF de 6.700 millones de euros, y una subida el sueldo en 80 euros a los que ganen menos de 25.000, cobrándoles menos en impuestos.  Y todo esto, ¿cómo? Cree que al aumentar el consumo aumentará la recaudación por IVA y eso compensará el recorte de ingresos por impuestos.

Lidera un partido italiano de coalición llamado Partido Democrático, que es uno de esos totum revolutum tan habituales en la política italiana: hay comunistas, socialdemócratas y demócratas cristianos. Ahí es nada. Él dice ser más bien de una izquierda práctica, que conforma gobiernos paritarios (el primero de la historia de Italia), jóvenes (la media de edad ronda los 40 años, otra novedad) y alejado de esa otra “izquierda teórica que se dedica a montar congresos”.

Si Matteo Renzi siembra dudas sobre su autenticidad en el centro izquierda, el otro gran socialista de la política europea ni siquiera oculta su popurrí ideológico.

Manuel Carlos Valls es el primer ministro francés más camaleónico del centro izquierda reciente. En ocasiones parece un Nicolás Sarkozy disfrazado, sobre todo cuando insulta a la comunidad rumana, que dice terminará yéndose del país porque no comparte la cultura gala (ya ha expulsado a unos cuantos), o cuando aparece de improviso en alguna escena de un crimen para reforzar su imagen de implacable contra la inseguridad ciudadana.

Pero otras veces Valls, a sus 52 años, es más bien parecido a Tony Blair. Como el británico, asegura que quiere cuadrar el círculo y juntar el socialismo con el liberalismo. Si Bill Clinton pudo hacerlo en Estados Unidos, él, un clintoniano declarado, podrá llevarlo a cabo en tierras galas.

Francia es el nuevo enfermo de Europa. Pasa por un muy mal momento económico, no crece literalmente nada y su déficit está desbocado. ¿Cómo reactivar la economía con un euro/dólar por las nubes, en el 1,36? ¿Quién exporta a ese precio? París ha insistido por activa y por pasiva contra la inactividad de quien controla la moneda, el Banco Central Europeo. Y mientras tanto, ¿qué?

Valls se ha lanzado a bajar impuestos y a recortar gastos, aunque él prefiere no llamarlo así: “estoy por el rigor fiscal, no por la austeridad”.  Juegos de palabras aparte, el primer ministro ha prometido reducir los costes laborales franceses en 30.000 millones de euros, una medida que le ha enfrentado aún más al ala izquierda de su partido. 41 miembros del PSF votaron en contra de un plan quinquenal liderado por Valls que promete recortar 50.000 millones de euros de gasto público antes de 2017, perdona 30.000 euros en cotizaciones sociales a las empresas para incentivarles a generar empleo y marca como prioridad conseguir el objetivo de déficit público del 3% en 2015, sin fijar cifras para la reducción de empleo o el crecimiento.

En casa tiende al centro o al centro derecha con sus medidas, aunque en Bruselas Valls, como Renzi, muestra su cara más keynesiana. Pide acciones claras del Banco Central Europeo para debilitar el euro y planes de estímulo.

El Partido Socialista Europeo  fue, en realidad y a pesar de los análisis aparecidos en la prensa, uno de los que menos perdieron en las pasadas elecciones. Si en 2009 el SyD (el grupo de Socialistas y Demócratas europeos, los progresistas del Parlamento) obtuvieron 191 escaños, en 2014 solo cayeron siete hasta los 184. Mientras, el Partido Popular Europeo se hundió desde los 265 de 2009 hasta los 214 de 2014, con resultados aún peores para los liberales.

Es precisamente por ese triunfo relativo por lo que el socialismo ha conseguido imponer una cierta inercia progresista en el establishment bruselense.

A pesar de ello, la izquierda europea sigue tratando de reinventarse para volver a ser mayoría. Las decisiones que ha tenido que tomar durante la crisis han reducido su popularidad. Y es en este proceso donde puede consolidarse alguno de los dos principales líderes europeos del momento como la vanguardia del centro izquierda: de un lado, Manuel “Blair Clinton” Valls, un líder joven, atractivo, enérgico, y que corteja más al centro e incluso a la derecha que a la izquierda gala; del otro, Matteo Renzi, también un líder joven, atractivo y enérgico que quiere ser el azote de la vieja guardia europea.

En ellos podría estar el nuevo asalto al poder de la izquierda europea, o un caballo de Troya que en realidad la debilite. Si uno, Valls, ha sido elegido primer ministro de rebote y por decisión ejecutiva (le nombró Francois Hollande tras la dimisión de Jean-Marc Ayrault), el otro está apoyado por el mejor resultado interno de un líder de centro izquierda de los 28 países de la unión de los últimos tiempos.

Ambos tienen unos cuantos años por delante y sendos planes de acción. Si funcionan, y Francia consigue volver a crecer y reducir el 11% de desempleo, e Italia dar empleo al 41% de jóvenes en paro o reducir una deuda pública que ronda ya el 137% del PIB; si todo esto ocurre, alguno de los dos podría ocupar el lugar que, en 2007, ocupó José Luis Rodríguez Zapatero en la prensa europea: el del mayor representante del progresismo político en el viejo continente. Veremos.