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Cielo en Italia, septiembre 2018. Marco Bertorello/AFP/Getty Images

Un cambio radical de paradigma, de lenguaje, de pensamiento… y de mercado es la apuesta de diferentes expertos para cuidar la envoltura gaseosa que abriga a la Tierra.

La atmósfera, esa especie de envoltura gaseosa de unos 200 kilómetros de espesor que rodea la Tierra, es el principal posibilitador y defensor de las diferentes formas de vida que habitan el planeta azul. “La atmósfera es un bien común. Es un gran receptáculo de la contaminación que emitimos todos y si disminuye la calidad de ese recurso común todos somos afectados. Si alguna empresa o país emite contaminantes, es evidente que queda menos espacio común para que puedan emitir otros. Nos afecta a todos”, introduce desde el Observatorio de la Sostenibilidad Fernando Prieto.

“Ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que se creó”, dejó para la posteridad el físico Albert Einstein. Resulta que el calentamiento global, que afecta a la Tierra y a la atmósfera, es “inequívoco” y “cada uno de los tres últimos decenios ha sido sucesivamente más cálido en la superficie de la Tierra que cualquier decenio anterior desde 1850”, siendo “muy probable” que el período comprendido entre 1983 y 2012 haya sido el más cálido de los últimos 800 años en el hemisferio Norte. La sentencia del último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que culpabiliza con un 95% de seguridad a la actividad humana del cambio climático, no podía ser más severa: “Muchos de los cambios observados no han tenido precedentes en los últimos decenios a milenios”, tal y como puede observarse por ejemplo en la agricultura y la pesca.

¿Qué ha hecho y qué hace la humanidad para subsanar los efectos, directos e indirectos, de sus propias prácticas? A simple vista, no se ha quedado cruzada de brazos, pero “muchas opciones de adaptación y mitigación pueden contribuir a afrontar el cambio climático, pero ninguna de ellas basta por sí sola”, asegura el informe del IPCC, que, al amparo de la ONU, sienta las referencias científicas en la materia. Bajo su paraguas, han nacido dos de los acuerdos globales más relevantes en cuanto al cambio climático: el Protocolo de Kyoto (adoptado en 1997 y puesto en vigor en 2005) y, su sucesor legal, el Acuerdo de París (adoptado en 2015 y en vigor desde 2016).

Ante ese arrimar el hombro grupal, prácticamente universal, surge la pregunta de si es suficiente. No lo parece, más bien todo lo contrario. Las directrices albergadas en los últimos años por Naciones Unidas, las políticas del business as usual, como las llama Roger Pielke Jr., en una expresión que puede traducirse como “más de lo mismo”, son un “fracaso”. Así lo ha puesto de manifiesto este investigador del Centro de Investigación en Políticas de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Colorado, en un artículo científico publicado este verano por la revista Issues in Science and Technology.

Los ecos de Einstein resuenan en el debate sobre la situación atmósfera: “Ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que se creó”. ¿Qué queda entonces? Pensar la atmósfera desde los comunes, responden a esglobal una serie de voces expertas con diferente formación y cuya sensibilidad presenta una variación gradual.

A la hora de aterrizar en estos bienes comunes globales (también conocidos como “comunes” o “protocomunes”), junto a la atmósfera surgen ejemplos como el de los océanos, el espacio, la Antártida, el ciberespacio o las semillas. Es decir, y en una primera aproximación que daría mucho que hablar, se trata de aquellos recursos vitales que podrían ser de cualquier persona y que, al mismo tiempo, no son propiedad de ninguna en particular. Porque los comunes no son un recurso sin más ni un objeto ni un bien inerte, sino un “recurso unido a una comunidad de vida específica, un proceso colectivo”, puntualiza el académico y activista David Bollier, del Centro Schumacher para una Nueva Economía.

Autor del libro Pensar desde los comunes. Una breve introducción, Bollier da las claves para tomar las riendas del desafío abierto por Einstein: “El protocomún es mucho más que un lenguaje de resistencia. Es un instrumento de innovación social. Nos ayuda a satisfacer necesidades importantes mientras planteamos nuevos procesos de gobernanza democrática. A fin de cuentas, los problemas a los que nos enfrentamos son sistémicos y, por ende, requieren estrategias audaces con un enfoque y ambición igualmente holísticos. Aceptar las instituciones políticas y económicas existentes tal y como son no es suficiente. Hay que reinventarlas y transformarlas”.

 

Responsabilidad multinivel

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Panorámica de la contaminación en el cielo de Santiago de Chile ,julio 2018. Claudio Reyes/AFP/Getty Images

Bollier se revuelve al otro lado del teléfono cuando es preguntado por cómo gestionar la atmósfera desde ese horizonte de los comunes: “Ese planteamiento no tiene sentido en términos de lo que engloba la concepción de los bienes comunes. Por mucho que los economistas y los políticos sigan por ese camino. Su visión de bien común como recurso sin dueño no es suficiente. La atmósfera no es un mero recurso, es un sistema natural más que humano que engloba la vida. Somos parte de ella. Defender que la atmósfera puede ser gestionada como protocomún por Naciones Unidas o por cualquier otro organismo contiene una premisa arrogante e incorrecta”.

Pero lo cierto es que la gobernanza (no necesariamente entendida como gestión, para evitar ese conflicto dialéctico) es uno de los principales retos que presenta la atmósfera, es decir, “quién y por qué se toman las decisiones” sobre ella; así lo entiende Fernando Prieto.

De momento, la atmósfera se ve maniatada por los malos usos… de una minoría. Al selecto grupo de países contaminantes –China, Estados Unidos, India y Brasil, lideren este deshonroso ranking, aunque la Unión Europea en conjunto sería el segundo contaminante– se suma otro dato no menos sonrojante: “Unas 90 empresas de todo el mundo son las responsables de dos tercios de las emisiones de carbón”, revela Robert Costanza, profesor y director de Políticas Públicas en la Universidad Nacional Australiana. Y las únicas respuestas que hay sobre la mesa son los tratados internacionales, como Kyoto y París en el caso de los gases de efecto invernadero, o el Protocolo Montreal para la capa de ozono, los que establecen las pautas a seguir. No son los únicos, pues cada vez más esa gobernanza es responsabilidad de más actores, incluidas los ayuntamientos: “Las ciudades van a ser las que establezcan los límites de descontaminación permitidos, atendiendo sobre todo a lo que debería de ser fundamental en cuanto a la salud de la población”, añade Prieto, doctor en Ecología y que defiende “basarse en la ciencia para proteger este recurso común”, la atmósfera.

Se trata, por tanto, de la implicación de toda una compleja red de actitudes y acciones descentralizadas entre diferentes actores y escalas, desde la local a la global, pasando por la estatal y la multirregional. “Entender la atmósfera como bien común no se reduce a única acción ni a las políticas de un único cuerpo centralizado, ni siquiera Naciones Unidas. La atmósfera solo puede ser manejada a través de diversos sujetos comportándose de diferente manera”, corrobora Bollier. En este sentido, los retos de la atmósfera no se reducirían al plano político ni al espacio estatal; los desafíos se elevarían por encima de las fronteras nacionales, en un paradigma orgánico con la vida ecosistémica como telón de fondo.

Una de las últimas decisiones del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, caminan en dirección contraria a esta propuesta: “El espacio es un dominio de guerra”, afirmó el dirigente el pasado mes de junio cuando anunció la creación de nueva una fuerza militar estadounidense para el espacio. “Nuestro destino más allá de la Tierra no es solo una cuestión de identidad, es una cuestión de defensa nacional”, justificó.

 

Tomar el cielo

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Protesta contra la contaminación atmosférica en Taiwan. Sam Yeh/AFP/Getty Images

La atmósfera se enfrenta a retos globales que afectan “a toda la salud del planeta e incluso la supervivencia del mundo tal y como la conocemos”, indica desde el Observatorio de la Sostenibilidad Prieto. Es precisamente para atajar estos desafíos que los expertos de muy diversas disciplinas siguen buscando los aires que alivien los dolores que padece la atmósfera. Una de las que más fuerza ha cobrado en los últimos años es la iniciativa Claim the sky (adaptada al castellano como
“Tomar el cielo”), que aboga por la creación de un fondo público y global al que irían a parar las sanciones aplicadas a quienes dañen la atmósfera. Un dinero que, a la postre, serviría para garantizar los cuidados a la atmósfera como bien común.

Uno de los pioneros y firmantes de esta propuesta es Robert Costanza. La idea, según indica, es aprovechar la doctrina de los bienes comunes, de tal manera que la atmósfera sea entendida como el derecho de todos, lo que acarrearía el deber de apoyar y protegerla de manera colectiva, incluyendo sanciones a quienes la dañen e incluso incentivos a quienes la preserven. La creación de un fideicomiso atmosférico a imagen y semejanza de los privados ya existentes (como el Fideicomiso de Agua Ambiental de Murray Darling, en Australia) fundamenta su fuerza en la presión que, llegado el caso, exigiría sobre el infractor una sociedad civil empoderada y organizada en torno a la atmósfera como bien común, junto al resto de Estados y entidades perjudicadas. De esta forma, todo el que atentara contra la atmósfera se vería obligado socialmente a pagar una serie de sanciones que irían destinadas a promover políticas y prácticas que cuidaran la atmósfera.

Hasta ahora las iniciativas existentes en ese sentido han reducido su efectividad a una escala regional, como el programa Cap-and-Trade que se aplica en el Estado de California (EE UU), o resoluciones judiciales como la dictaminada en 2015 en los Países Bajos y que obligaba al Gobierno holandés a reducir sus emisiones contaminantes. Y es que, los avances en este terreno son lentos y controvertidos. El principal peligro y problema, según advierten quienes defienden una comprensión más ecosistémica de los bienes comunes, es que este tipo de medidas acaban deformándose en un mercadeo de derechos, a través del cual quienes más perjudican a la atmósfera pueden seguir haciéndolo si tienen capacidad (adquisitiva) suficiente como para comprar a otros su cuota de importunar a la atmósfera.

¿Todavía estamos a tiempo de, volviendo a Einstein, cambiar realmente el nivel de conciencia en el que se han creado los problemas a la atmósfera? Bollier se atreve con la última reflexión: “No es una cuestión de rapidez, sino de lograr las transformaciones necesarias. Aún podemos hacerlo. Pero requerirá un cambio radical de paradigma, de lenguaje, de pensamiento… y de mercado”. La atmósfera pensada desde el horizonte de los bienes comunes posibilita (o no, todo depende de qué concepción de protocomún atmosférico se defienda) esa transformación de conciencia.