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Manifestation pidiendo la paz en Yemen en la Embajada saudí en Londres, 2020. WIktor Szymanowicz/NurPhoto via Getty Images

El país continúa asolado por una guerra terrible, a pesar de la epidemia de la covid19, que ha agravado la que ya era la peor crisis humanitaria del mundo. Es urgente detener los combates. Los diplomáticos deben adoptar un marco de negociación incluyente y pluralista que sustituye el modelo defectuoso actual.

¿Qué ha cambiado? La pandemia del coronavirus ha dado nueva energía a los intentos diplomáticos de poner fin a la guerra civil y regional de Yemen, en su sexto año. Pero las partes siguen oponiéndose obstinadamente a hacer concesiones, y el marco de mediación de la ONU entre dos bandos ha dejado de ser una vía realista para alcanzar la paz, dada la fragmentación política y militar del país.

¿Por qué es importante? La guerra ha matado a más de 112.000 personas y ha hecho que 24 millones necesiten alguna forma de ayuda humanitaria. La pandemia podría diezmar todavía más a una población que no tiene acceso a la atención sanitaria y es especialmente vulnerable debido a la malnutrición. Todavía puede evitarse lo peor si se detiene la guerra.

¿Qué hay que hacer? El Gobierno yemení y los hutíes deben reestructurar sus expectativas sobre un acuerdo político y aceptar la inclusión de otras facciones políticas y armadas en las negociaciones dirigidas por la ONU. El Consejo de Seguridad debería elaborar una resolución que exija un alto el fuego inmediato y un acuerdo incluyente, y ponerla sobre la mesa si las partes se aferran a sus posiciones.

Después de cinco años de guerra, los bandos del conflicto de Yemen se enfrentan a una dura decisión: aceptar el alto el fuego y un acuerdo político imperfecto, sobre todo ante los temores a la extensión del brote de covid19, o prolongar una guerra que producirá más sufrimiento humano pero ninguna victoria militar clara para ningún grupo. Hubo un tiempo en el que un acuerdo político entre el Gobierno que cuenta con el reconocimiento internacional y los hutíes —que son la autoridad de facto en Saná— quizá habría podido poner fin a la guerra y situar de nuevo el país en la vía de la transición política. Pero las alteraciones posteriores del equilibrio militar, la fragmentación política y territorial y la burda intervención regional han cambiado los requisitos para lograr la paz. Hace falta un acuerdo más incluyente y negociado por la ONU entre todas las partes, así como algún tipo de gobierno provisional que evite la rápida recentralización del poder en Saná, en manos de solo uno o dos grupos.

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Una doctora yemení trata a un paciente con covid19 en la ciudad de Taez. AHMAD AL-BASHA/AFP via Getty Images

Uno de los mayores obstáculos para alcanzar ese pacto es que la estrategia internacional para acabar con la guerra se ha quedado obsoleta. El gobierno del presidente Abed Rabbo Mansour Hadi sostiene que cualquier pacto debe partir de la Resolución 2216 del Consejo de Seguridad, aprobada en abril de 2015, que ellos interpretan como una especie de orden legal para que los hutíes se rindan, entreguen las armas pesadas y permitan que el Ejecutivo vuelva a gobernar Yemen desde Saná. De las negociaciones organizadas por la ONU en Kuwait en 2016 salió un acuerdo preliminar basado en la Resolución 2216 que después ha servido de marco para otras negociaciones. El objetivo era alcanzar un acuerdo de reparto de poder que preveía la inclusión de la minoría hutí en el gobierno y abría el camino a unas elecciones nacionales.

Pero las cosas han cambiado mucho desde 2016. Los hutíes han consolidado su control del noroeste y amenazan el último bastión del gobierno en el norte, Marib. Se sienten cada vez más seguros en Saná y ahora quieren un pacto que haga caso omiso del Ejecutivo de Hadi y reconozca la realidad de facto, lo que creen que les favorecerá. El Gobierno, consciente de su debilidad territorial, se aferra a su carácter legal y se resiste cada vez más a cualquier acuerdo que proporcione legitimidad a sus rivales.

Ha habido otros cambios que complican aún más las cosas. Yemen está hoy dividido en cinco zonas de control político y militar: las montañas del norte, en manos de los hutíes; las zonas gubernamentales en Marib, Al Jawaf, el norte de Hadramawt, Al Mahra, Shebwa, Abyan y la ciudad de Taiz; los territorios separatistas de Adén y su región, dominados por el Consejo de Transición del Sur; varias áreas de la costa del Mar Rojo, controlada por las Fuerzas Conjuntas de Resistencia; y la parte costera de Hadramawt, en la que mandan las autoridades locales. La guerra continúa en varios frentes, cada uno con su propia dinámica política y sus propias cadenas de mando. Los grupos locales, que en algunos casos apoyan vagamente al Gobierno pero, en la práctica, actúan por su cuenta, rechazan la idea de poder tener que ceder su nueva autonomía a un Ejecutivo recentralizado, tal como sugiere el marco establecido en Kuwait por la ONU y desearían el gobierno de Hadi y los hutíes, aunque cada uno para sus propios fines. Si dichos grupos no se suman al acuerdo de paz, este será insostenible.

Para que el proceso político dé frutos, serán necesarias dos cosas. La primera, que las partes se convenzan de que les interesa renunciar a las exigencias maximalistas. El equilibrio militar favorece a los hutíes, pero no tanto como a ellos les gustaría pensar. Parecen creer que son capaces de negociar el fin de la guerra directamente con Riad, pero en realidad están luchando contra una gran variedad de enemigos que no van a estar dispuestos a aceptar un acuerdo que no proteja sus respectivos intereses ni a respetar nada solo porque lo exija Arabia Saudí.

Es muy improbable que ninguna de las partes, incluidos los hutíes, logre una victoria militar clara. Además, el gobierno de Hadi, pese a su debilidad, sigue siendo la autoridad reconocida internacionalmente. Por eso los hutíes deberían aceptar el hecho de que un acuerdo logrado por la ONU no se limitará a traspasarles a ellos la autoridad ni convertirá la realidad territorial en el reconocimiento internacional de su poder. A su vez, el Gobierno debería aceptar que sus demandas de recuperar el poder en Saná mediante la rendición de los rebeldes no es nada realista. Arabia Saudí, por su parte, no podrá declarar la victoria en Yemen, como desearían los dirigentes de Riad. Es posible que su exigencia de que los hutíes se aparten de Teherán tenga que ser un objetivo a largo plazo, y no un requisito previo para lograr un acuerdo político.

En segundo lugar, la fragmentación política y territorial de Yemen obliga a revisar el marco de negociación y la sustancia de un acuerdo factible. Existe un consenso creciente en Yemen y en la comunidad internacional sobre la certeza de que el acuerdo bilateral que ha intentado coordinar la ONU durante la guerra tiene muy pocas probabilidades de convertirse en una paz duradera. Es cada vez más evidente que Naciones Unidas debe abrir las negociaciones, como mínimo para garantizar la participación de grupos tan poderosos como el secesionista Consejo de Transición del Sur (CTS), que podría trastocar cualquier pacto. La estrategia actual también margina a los grupos tribales, las autoridades locales y varios partidos políticos, grupos juveniles y de mujeres y otros miembros de la sociedad civil cuyo respaldo será imprescindible para consolidar una solución.

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Un hombre leal a los hutíes en la capital Saná. Mohammed Hamoud/Getty Images

El contenido del acuerdo deberá tener en cuenta las nuevas realidades y reconocer los errores del pasado. Los grupos locales valoran la autonomía lograda durante la guerra y se resistirán a los intentos precipitados de recentralizar el Estado en Saná. Si no se abordan los agravios sociales y económicos que desencadenaron la revuelta popular de 2011 y contribuyeron al ascenso de los hutíes, todo invitaría a la inestabilidad y la guerra en el futuro.

Todos los combatientes pueden dar motivos para retrasar el camino hacia la paz. Da la impresión de que los hutíes creen que el tiempo juega a su favor. Pero los factores que han obligado a Arabia Saudí a asumir una posición más conciliadora —las presiones económicas internas, amplificadas por las consecuencias de la covid19 y la caída de los ingresos del petróleo, y el deseo de quitarse de encima una guerra que ha dañado la imagen del reino saudí ante sus aliados occidentales— pueden desvanecerse. Como demuestra la batalla de Marib —que se reavivó a principios de 2020—, los hutíes se enfrentan a una dura resistencia local, con la intervención de los saudíes o sin ella. El gobierno de Hadi puede tener la tentación de esperar a que se produzca un giro decisivo en su favor, animado por el apoyo saudí. Pero, al resistirse a las negociaciones, corre peligro de debilitar todavía más su posición sobre el terreno y de que las potencias extranjeras cuyo reconocimiento necesita le acusen de sabotear el proceso. Los grupos contrarios a los hutíes que no están alineados con el gobierno, como el CTS y las Fuerzas Conjuntas de Resistencia, pueden pensar que la prolongación del conflicto les permitirá crear nuevas situaciones sobre el terreno que mejoren su posición negociadora. Pero eso significaría contar con que van a seguir disfrutando del respaldo regional, y eso no está nada claro, en especial durante una pandemia.

En distintos momentos de esta guerra, cada bando ha sobrevalorado su capacidad de alcanzar objetivos maximalistas y, como consecuencia, ha sufrido reveses importantes. Encontrar hoy un acuerdo mutuamente aceptable no permitirá alcanzar la solución preferida por ninguna de las partes, pero casi con seguridad será mejor que lo que pueda haber si el conflicto armado se prolonga más años.

El texto original y en inglés se ha publicado con anterioridad en International Crisis Group. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia