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Un médico de Wuhan revisa radiografías de pulmones durante la crisis del coronavirus. (STR/AFP via Getty Images)

¿Qué hemos hecho y qué hemos aprendido hasta ahora? He aquí varias ideas sobre estas dos preguntas fundamentales.

 

La crisis hoy

La crisis de la COVID19 es la mayor convulsión que ha sufrido la economía mundial desde la crisis financiera de 2008-2009, tal vez desde la Gran Depresión de principios de la década de 1930. Para evitar que los sistemas de salud se vieran sobrepasados, los gobiernos han intentado frenar la propagación del virus imponiendo medidas restrictivas. Alegan que las medidas de distanciamiento social son cruciales para ello, como demuestran las recientes experiencias de Corea, Singapur y Taiwán, donde diversas combinaciones de confinamiento, pruebas y seguimiento de los contactos parecen haber reducido la velocidad de contagio.

Los efectos en la economía son múltiples y se refuerzan unos a otros. El cierre de comercios, las prohibiciones de viajar y otras alteraciones del transporte han disminuido el gasto de consumo y la confianza empresarial, y pueden desembocar en un grave aumento de las declaraciones de bancarrota. Los despidos, los ceses de actividad y las reducciones de jornada han bajado sueldos y salarios y están teniendo consecuencias negativas en los ingresos familiares. Al mismo tiempo, la interrupción de las cadenas de suministro está provocando unas alteraciones del comercio que recuerdan a la crisis financiera mundial, cuando el agotamiento de la financiación comercial y el deterioro de las condiciones de crédito provocaron una fuerte contracción del comercio internacional.

Los responsables políticos son conscientes de que, cuanto más duras sean las medidas de contención, más pronunciada será la recesión, pero en general consideran que es un precio que merece la pena pagar, no solo para salvar vidas sino también para preparar el terreno para una rápida recuperación económica. No obstante, dada la magnitud de las perturbaciones de la oferta y la demanda que se observan y se prevén, parece extenderse el consenso de que, a corto plazo, la repercusión económica de la COVID19 puede ser mucho mayor que la de la crisis financiera de hace una década.

Como ocurrió en aquella ocasión, los gobiernos han reaccionado con una variedad de medidas destinadas a mitigar las consecuencias de la pandemia para la salud pública y su impacto económico. Algunas tienen el objetivo de ampliar rápidamente los recursos a disposición de unos sistemas públicos de salud desbordados, darles la posibilidad de hacer pruebas, atender a los pacientes, tener el material de protección adecuado y reforzar la capacidad de los hospitales y los médicos de aliviar el sufrimiento humano. Otras medidas están dirigidas a consolidar la red de protección social, rebajando los requisitos para solicitar subsidios de desempleo, aumentando el salario mínimo, dando ayudas de dinero a las familias, ampliando las prestaciones de cuidado infantil para los padres con pocos ingresos, facilitando pagos a los trabajadores que no tienen derecho a baja por enfermedad, y así sucesivamente. Estas medidas, en algunos casos, han estado acompañadas de otras fiscales, como la relajación provisional de los límites o las normas presupuestarias y de gasto, alivios fiscales temporales, el anuncio de inversiones en infraestructuras, subsidios mensuales universales para quienes se han quedado sin trabajo y ayudas económicas directas a las PYMES.

Las políticas monetarias también son un factor importante, porque salvaguardan los niveles de liquidez en los sistemas bancarios, garantizan que los créditos al sector empresarial (la “economía real”) no se interrumpan y extienden garantías de crédito para evitar impagos; en muchas economías avanzadas, los bancos centrales están incrementando las compras de activos para impedir que la falta de liquidez agrave las consecuencias económicas, ahora que los bancos privados están reduciendo los préstamos cuando aumentan las solicitudes de créditos. Un elemento importante que hay que tener en cuenta al elaborar las políticas monetarias es la necesidad de evitar como sea que la crisis económica actual se convierta en crisis financiera. Si bien algunos gobiernos han sido más rápidos que otros frente a la crisis, la respuesta ha sido, en general, bastante enérgica, y se espera que en las próximas semanas se apliquen más soluciones, a medida que se vuelvan más visibles todas las repercusiones económicas de la crisis.

Un motivo especial de preocupación —que añade un extraordinario nivel de incertidumbre a cualquier intento de calcular el alcance de la contracción económica en 2020— es la velocidad de contagio y cómo puede afectar a otros países, en particular a los del mundo en desarrollo, con sistemas de salud mucho más precarios y, a menudo, escaso margen para grandes medidas fiscales. En este sentido, la gripe española de 1918-1919 ofrece enseñanzas pertinentes. Se estima que, en conjunto, en las tres fases de la epidemia murieron entre 50 y 100 millones de personas, y que la segunda fase (entre septiembre de 1918 y enero de 1919) fue, con mucho, la más letal. La cifra de fallecidos equivale a entre el 2,7 y el 5,4% de la población mundial en 1917, el año anterior al brote.

Sin embargo, la repercusión mundial de la gripe fue muy desigual. En Estados Unidos hubo 675.000 muertes, aproximadamente el 0,65% de la población del país. En India, se calcula que fallecieron alrededor de 17 millones de personas, más o menos el 5,5% de la población. En una pandemia, los países en desarrollo son más vulnerables, porque es más difícil implantar medidas de “distanciamiento social” en entornos urbanos congestionados en los que hay decenas de millones de personas sin acceso a agua potable, alcantarillado ni otras infraestructuras existentes en los países ricos. Además, la inmensa mayoría de los más de 800 millones de personas infralimentadas en el mundo se encuentra en dichos países, y son personas que, por definición, tienen sistemas inmunitarios mucho más débiles. Por si fuera poco, las economías de esos países sufrirán las consecuencias de la fuga de capitales, porque los inversores extranjeros repatriarán decenas de miles de millones de dólares de los mercados emergentes, las remesas de los trabajadores emigrados —que son ya muy superiores a las ayudas oficiales— se desplomarán, los ingresos de los gobiernos se reducirán, los costes de endeudamiento se dispararán y la erosión de los ingresos de las exportaciones reducirán su capacidad de importar material y suministros médicos esenciales y alimentos.

Algunas de las primeras enseñanzas

¿Qué enseñanzas podemos aprender ya de las experiencias de diversos países? La lista que figura a continuación es un intento de concretar ciertos aspectos fundamentales. Será tremendamente importante cómo internalicemos en los próximos años las ramificaciones de la crisis.

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Voluntarios atienden a enfermos de coronovirus en las tiendas improvisadas para alojar a los pacientes en Mt. Sinai Hospital, en Nueva York. (BRYAN R. SMITH/AFP via Getty Images)

Infraestructuras de salud pública vulnerables. Es evidente que la COVID19 ha encontrado a la mayoría de los países con infraestructuras públicas de salud en un estado lamentable: insuficientes camas hospitalarias, respiradores y otros equipos esenciales, lo que ha obligado a los profesionales a tomar decisiones desagradables sobre prioridades, con consecuencias de vida o muerte. Algunos dirán que nunca es posible estar completamente preparados para un virus tan contagioso. Pero no se trata de eso. Muchos habían profetizado que iba a producirse algún tipo de pandemia, y diversos científicos habían dicho que era cuestión de tiempo que, después de las epidemias de ébola, SARS y MERS, surgiera algo del tipo del coronavirus. Los sistemas sanitarios deteriorados, en situación de abandono o, en el mejor de los casos, poco preparados obligan a plantearse cuáles son las prioridades presupuestarias y si los gobiernos están esforzándose verdaderamente en examinar con detalle la estructura del gasto público y en preguntarse si está a la altura de las necesidades de salud pública y la economía en general.

Además, el hecho de que los resultados hayan sido tan distintos en unos países y otros indica que es necesario evaluar a fondo el estado de los sistemas de salud en todo el mundo y ver qué hay que hacer para reforzarlo y lograr que puedan hacer frente mejor a la próxima crisis. El Gobierno español ha anunciado la creación de una comisión para abordar esta tarea, y existen muchos motivos para proponer que la Organización Mundial de la Salud (OMS) asuma la iniciativa en este ámbito, dado el carácter mundial de la pandemia. (La cuestión de las prioridades del gasto público es muy amplia y volveré a examinarla en un artículo posterior. No obstante, solo daré aquí una estadística poco optimista: el sistema de Naciones Unidas está financiado por las aportaciones de sus 193 miembros, que son obligatorias. La parte de ese dinero correspondiente a la OMS en los años fiscales de 2018 y 2019 ha sido por término medio 478 millones de dólares, equivalente al coste de tres o cuatro de los aviones de combate más avanzados de los grandes ejércitos del mundo, que ascienden a miles, por supuesto.)

Ampliar la red de protección social es una buena inversión. La epidemia de la COVID19 refuerza los argumentos a favor de ampliar la cobertura de los seguros de salud y las bajas remuneradas por enfermedad. La gente responde a los incentivos. En un país en plena crisis de salud pública, en la que parte de la solución consista en medidas de distanciamiento social y la rápida identificación y el aislamiento de los contagiados, los no asegurados y los que no disfruten de permisos remunerados por enfermedad tienen un gran incentivo para seguir yendo a trabajar, porque no pueden permitirse no hacerlo. Eso pone en peligro a otros, incrementa las tasas de mortalidad y agrava los efectos económicos globales de la crisis. Cada vez se habla más en los medios y entre los líderes políticos y empresariales sobre la necesidad de “solidaridad” en momentos de crisis, de que el carácter mundial de la pandemia exige que recurramos a nuestras reservas de altruismo y nos preocupemos por el bienestar de los demás. Una lección importante será tal vez que, en un mundo totalmente integrado, la solidaridad y el altruismo no son meros lujos de tipo espiritual sino auténticas condiciones indispensables para la supervivencia.

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Logo de la Organización Mundial de la Salud. (FABRICE COFFRINI/AFP via Getty Images)

Reforzar el papel de la OMS. La coordinación y la cooperación internacional es fundamental en el ámbito de la salud pública, y la OMS es la principal responsable de “la gestión del control de la propagación internacional de las enfermedades”. Su Reglamento Sanitario Internacional (RSI) se aprobó en 1969 y ha tenido varias revisiones desde entonces, la última vez en 2005, tras haber logrado contener el virus del SARS y después de amplias consultas con los miembros de la organización. Esta última actualización fue especialmente importante porque se introdujeron varias innovaciones que ampliaron el alcance de la definición de varias enfermedades concretas y su manera de transmisión, además de hacer hincapié en las obligaciones de los miembros de notificar a la OMS cualquier emergencia de salud pública. El 30 de enero de 2020, el Director General de la OMS declaró una Emergencia de Salud Pública Internacional (ESPI) después de consultar a varios grupos de expertos.

El RSI ofrece un marco prudente de cooperación internacional en tiempos de crisis. Sin embargo, la labor de equipar a los países para prevenir las emergencias sanitarias y reaccionar ante ellas avanza muy lentamente y de forma limitada, y, como ocurre con otras organizaciones internacionales, la OMS, en ocasiones, ha visto su trabajo obstaculizado por la tendencia de los gobiernos a dejar de lado sus compromisos y obligaciones internacionales durante una crisis para centrarse en políticas internas que consideran más en sintonía con sus intereses nacionales. Existen cada vez más pruebas de que, con un patógeno como el coronavirus, la distinción entre los intereses “nacionales” e “internacionales” es más bien artificial e incluso contraproducente. El intercambio internacional de datos sanitarios, la movilización de recursos médicos y la formulación de medidas y soluciones más coordinadas tienen todo el sentido frente a un virus que no hace diferenciaciones por nacionalidad, etnia, nivel de renta ni confesión religiosa a la hora de atacar a sus víctimas.

La cooperación internacional es esencial. Aunque las intervenciones fiscales anunciadas hasta ahora son de agradecer, los beneficios para la economía mundial serían mayores si hubiera más coordinación entre unos países y otros. Sus aspectos son bien conocidos para los economistas. El “multiplicador fiscal” es menor que antes; un estímulo fiscal determinado en el contexto de una economía mundial más integrada puede extenderse o filtrarse al resto del mundo, por ejemplo, a través de un mayor volumen de importaciones, que reduce los efectos en la demanda interna. Las respuestas coordinadas multiplican la repercusión de un estímulo fiscal concreto. No tengo la menor duda de que, hace 10 años, un factor que contribuyó de manera fundamental a limitar el impacto de la crisis financiera y evitó un desastre económico aún mayor fue la instauración de políticas monetarias, fiscales y comerciales muy coordinadas en el contexto del G20.

Pero la cooperación internacional no debe limitarse a coordinar las intervenciones macroeconómicas. Tiene que ver también con la estrategia general que siguen hoy los países, que se han centrado sobre todo en medidas internas. Abiy Ahmed, primer ministro de Etiopía y Premio Nobel de la Paz en 2019, afirmaba en un artículo publicado en el Financial Times el 27 de marzo de 2020 que “la estrategia actual de llevar a cabo medidas sin coordinar y específicas de cada país, aunque es comprensible, es errónea, insostenible y posiblemente contraproducente. Un virus que hace caso omiso de las fronteras no puede combatirse así”, y continuaba advirtiendo que “si no se derrota al virus en África, volverá para contagiar de nuevo al resto del mundo”.

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Agricultores trabajando durante la crisis del coronavirus en San Pedro Nexapa, México. (PEDRO PARDO/AFP via Getty Images)

Acentuar el papel de las instituciones financieras internacionales. La epidemia de la COVID19 ha pasado de Asia a Europa y Norteamérica. Es muy probable que, en las próximas semanas, se extienda a los mercados emergentes y los países en desarrollo, donde, como ya hemos dicho, los sistemas públicos de salud están peor preparados y hay muchas más limitaciones fiscales. Los gobiernos de los países ricos deben tener claro que les conviene ayudar a los países en desarrollo a responder a la crisis con medidas proactivas que limiten el alcance de la crisis. No solo porque a las economías avanzadas les interese evitar el colapso económico de dichos países, puesto que muchos de sus productos los venden en los mercados de Latinoamérica, África y Asia, sino también porque el contagio será más fácil de contener si se limita el daño a las economías locales de esos países. El FMI y los bancos multilaterales de desarrollo tendrán un papel innegable en este proceso, por ejemplo, con el refuerzo de sus actividades de préstamo para financiar mejoras en los sistemas de salud, proporcionando apoyo presupuestario provisional y ayudando a sus miembros a cerrar las brechas de financiación que están abriéndose a toda velocidad por la bajada de los precios de las materias primas, la caída del turismo y el descenso de las remesas, entre otras cosas. Asimismo, habrá que convencer a los donantes bilaterales para que accedan a aliviar la deuda.

Ahora bien, dado el volumen de las intervenciones anunciadas hasta ahora en Estados Unidos, la UE y varios países asiáticos (por ejemplo, Corea y Singapur), es legítimo plantearse si la “potencia de fuego” colectiva de las organizaciones internacionales (es decir, el volumen agregado de recursos financieros de los que pueden disponer para ayudar económicamente a sus miembros) es suficiente para la tarea que tienen ante ellas. En este sentido, en otro contexto, he explicado (en el capítulo 15 de Global Governance and the Emergence of Global Institutions for the 21st Century, Cambridge University Press, 2020) que a todos nos interesaría agilizar los procedimientos para la asignación de Derechos Especiales de Giro en el FMI, la única organización internacional capaz de crear liquidez internacional. Aparte de esto, los bancos multilaterales de desarrollo deberían explorar mecanismos innovadores para movilizar recursos del sector privado con el fin de sostener programas de desarrollo social y económico. Hay un margen considerable en este sentido, dado que hay más de 15 billones de dólares de riqueza del sector privado (equivalente a casi el 20% del PIB mundial) que en la actualidad están obteniendo rendimientos negativos. Quizá tengamos que revisar el modelo tradicional de financiación de los bancos multilaterales de desarrollo, con incrementos periódicos de su capital procedentes de fuentes oficiales.

Replantearse “lo que haga falta”. Los argumentos más sensatos en favor de las intervenciones fiscales y monetarias en plena pandemia se refieren, en ocasiones, a la afirmación hecha por el presidente del Banco Central Europeo en un discurso pronunciado en Londres en julio de 2012, en mitad de la crisis del euro y el posible desmoronamiento de la Eurozona. Dijo que el BCE estaba dispuesto a hacer “lo que haga falta para preservar el euro”. Esta declaración, respaldada poco después por el anuncio de un programa para adquirir bonos de los países en dificultades, se consideró fundamental para precipitar un cambio en las expectativas y una fuerte reducción de los rendimientos de los bonos. Lo irónico es que el denominado programa de Operaciones monetarias de Compraventa (OMC) no se implantó hasta 2015, pero su mero anuncio en 2012 ya bastó para restablecer la confianza en el euro. La crisis actual, sin duda, es otra situación de “lo que haga falta”, y este no es el momento de preocuparnos demasiado por el aumento de los déficits fiscales y la acumulación resultante de grandes cantidades de deuda pública. La máxima prioridad, en estos instantes, debe ser luchar contra las repercusiones de la pandemia en la salud pública y evitar las consecuencias más negativas para la economía mundial, que incluirían daños graves y duraderos a la capacidad productiva y, por lo tanto, a la base impositiva.

Sin embargo, es indudable que los momentos de “lo que haga falta” tienen rendimientos decrecientes. El último ejemplo se produjo al principio de la crisis financiera mundial de 2008-2009. Las intervenciones enérgicas, múltiples y coordinadas impidieron una catástrofe mayor, otra Gran Depresión. Pero sería una imprudencia no tener en cuenta que dichas intervenciones derivaron en un fuerte incremento del endeudamiento público y la reducción de nuestro “margen fiscal”, nuestra capacidad de reaccionar ante la próxima crisis desde una posición de fortaleza fiscal. Eso no quiere decir que, en estos momentos, no debamos actuar de forma rápida y ambiciosa.

Lo que pretendo decir es que debemos reflexionar sobre las futuras necesidades de recursos públicos, que no van a desaparecer sencillamente porque ahora estemos en medio de una crisis gigantesca de origen sanitario que es necesario abordar urgentemente. El envejecimiento de la población y el impacto del cambio climático, por mencionar dos ejemplos (hay otros), son elementos estructurales de nuestro panorama fiscal a largo plazo, y ejercen una presión cada vez mayor sobre los balances gubernamentales. ¿Cómo repercutirá esto en las políticas económicas una vez superada esta crisis? ¿Será esta crisis otra estación de paso entre la primera parte del siglo XX, cuando las ratios entre gasto público y PIB estaban en torno al 10-12%, la cifra actual de 40-50% y un futuro en el que los bancos centrales se conviertan en prestamistas de último recurso, no solo para el sistema financiero sino también para la economía real, y en el que las ideas de sostenibilidad en la gestión de los recursos públicos dejen paso a la atención a las necesidades de las empresas y los trabajadores a cualquier precio?

Y si suponemos, cosa verosímil, que esta crisis no es ni mucho menos la última ni la más intensa que nos aguarda, ¿dónde desembocará todo esto? ¿Cómo evitar una situación en la que, a finales de 2020, los gobiernos vuelvan a trabajar como si nada hubiera pasado y se desperdicie una oportunidad única para remediar las graves vulnerabilidades que ha dejado al descubierto la crisis actual?

Tecnologías al rescate. No podemos dejar de impresionarnos por el éxito que tuvieron desde muy pronto Corea, Singapur y Taiwán con el uso de las tecnologías para proteger la salud pública y la reducción relativamente rápida de los contagios. Los teléfonos móviles han servido para localizar y vigilar a las personas, hacer respetar cuarentenas y permitir que las autoridades sanitarias tengan acceso constante a informaciones cruciales. Esto, a su vez, les ha permitido reunir datos para comprender mejor la evolución del contagio y tomar las medidas correspondientes. Este es un ámbito, sin duda, en el que la OMS podría fomentar una estrategia unificada que no se limite al despliegue de soluciones tecnológicas a nivel nacional y que implique la elaboración de protocolos internacionales para aliviar los temores de la sociedad civil, especialmente sobre el posible uso indebido de datos personales.

Medidas contra el proteccionismo. En medio de la que quizá sea la peor recesión en lo que llevamos de siglo, los gobiernos tal vez deberían pensar en reducir los obstáculos comerciales, que tienen múltiples dimensiones, como los obstáculos a la exportación de material médico y otros suministros, implantados por muchos países pese a que, en muchos casos, infringen sus obligaciones internacionales. Además, los aranceles y otras barreras no arancelarias elevan los costes de producción y tienen consecuencias negativas para los ingresos reales de las familias. Promueven los desvíos comerciales y otras muestras de ineficacia, y su eliminación contribuiría de forma positiva a mitigar el impacto de la recesión. También será importante que los países no utilicen el tipo de cambio de sus divisas como instrumento para obtener ventajas nacionales; a la hora de la verdad, es contraproducente y contribuye a socavar el contexto para la cooperación internacional en un periodo en el que una parte importante de la solución a la crisis consistirá en intercambiar información, coordinar políticas, evitar enfrentamientos innecesarios y reconocer que, dado el carácter tan integrado de la economía mundial, ya no vivimos en un mundo de suma cero; esta es una de las lecciones cruciales de la crisis financiera mundial, en la que la cooperación internacional contribuyó de manera fundamental a desactivar algunas de las posibles ramificaciones más destructivas de la casi desaparición del sistema financiero mundial. Hace 10 años, el G20 se pronunció firmemente a favor de evitar una reacción proteccionista a la crisis financiera mundial.

Preparémonos para la próxima crisis. Debemos pensar seriamente qué tipo de instituciones mundiales son necesarias para que podamos hacer frente a las crisis que se avecinan y que pueden tener la capacidad de desestabilizar no sólo la economía mundial, sino también nuestro orden social y político. Volveré sobre ello.

 

El artículo original ha sido publicado en el blog de Augusto López Claros.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

 

Este artículo forma parte del especial

‘El futuro que viene: cómo el coronavirus está cambiando el mundo’.

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