¿Es probable un levantamiento popular similar al de Túnez o Egipto en Pakistán? No, la apatía colectiva reina en un país devorado por las desigualdades.

Pakistán es uno de los dos únicos países del mundo establecidos sobre la base de la religión (el otro es Israel). Durante la última década ha sido protagonista de momentos que han supuesto un gran desafío, desde desastres naturales (el terremoto de 2005 y las inundaciones de 2010) a actividades relacionadas con el terrorismo, incluyendo el asedio a la Mezquita Roja en 2007, una serie de atentados suicidas, el crecimiento de los llamados talibanes locales dentro del país, el asesinato de la primera ministra Benazir Bhutto en 2007 y el del gobernador de la provincia de Punjab, Salman Taseer, en enero de 2011. Este último es especialmente importante, ya que se añade la preocupación de que islamistas radicales estén infiltrándose en las fuerzas de seguridad. El reciente asesinato del ministro federal de Minorías se suma al miedo por la invasión del espacio del poder estatal, por los radicales. Las dos preguntas cruciales en este sentido son: ¿esta fuerte invasión marca una disolución de las estructuras institucionales?, y ¿qué posición ocupará el Ejército a la hora de determinar la futura forma del Estado paquistaní?

Existen muchas grietas en Pakistán. En muchos aspectos, es una creación artificial -resultante de la división del subcontinente indio en 1947-, una colección de provincias y, en muchos sentidos, un país que todavía busca una identidad. Ese seguimiento está demostrando ser penoso y destructivo para la organización social, porque cuestionar si debería haber una alternativa más secular, tolerante e inclusiva es considerado por muchos como equivalente a polemizar sobre el islam, y, por extensión, a discutir por la razón de ser del Estado.

En las provincias, abundan las disparidades socioeconómicas y geoculturales. Aunque existe un lenguaje nacional (el urdu), sólo aquellos afortunados en recibir una educación formal son capaces de expresarse en esa lengua, y pocos la usan en sus propias casas, prefiriendo los dialectos regionales o locales.

 

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En el ámbito de la economía, mientras una pequeña élite vive con un lujo considerable, dos tercios de la población no tienen garantizada su alimentación, carecen de acceso a agua potable y saneamientos, sufren problemas de salud y son incapaces de obtener una asistencia sanitaria de calidad. En las ciudades, la mayoría reside en alojamientos abarrotados, sin garantías como inquilinos ni acceso a electricidad, gas y canalizaciones de agua. De cada 1.000 niños que nacen, 99 mueren antes de cumplir un año y otros 123 antes de llegar a los cinco. Un 40% sufre malnutrición, lo que les hace susceptibles de contraer repetidamente enfermedades infecciosas y merma su capacidad para aprender y jugar.

La educación representa otra fisura crucial. Casi la mitad de los niños en edad escolar no tienen acceso a una educación decente, a pesar de las enormes inversiones en el sector por parte de agencias multilaterales y donantes bilaterales. Una vez en el colegio, la atención se centra en aprender a fuerza de repetición de datos, con frecuencia distorsionados, más que en el desarrollo de un pensamiento analítico independiente.

En el aspecto político, Pakistán ha tenido más dictaduras militares que gobiernos elegidos democráticamente. Cualquiera que fuera el sistema, la buena gobernanza, que incluye el acceso a la toma de decisiones, a ejercer los  derechos y a la justicia ha seguido siendo llamativamente baja. Ésta aspira a permitir a todos los ciudadanos, ricos y pobres, que tengan una participación en la ciudadanía. En la actualidad, las estructuras institucionales excluyen de manera sistemática a la mayoría de los habitantes del acceso al empleo, los servicios públicos, los mercados y la toma de decisiones sobre las cuestiones que afectan a sus vidas.

En Pakistán las desigualdades entre ricos y pobre y entre los que son o no seculares son enormes. Sin embargo, hay otras sociedades en el mundo que también presentan grandes diferencias entre estos segmentos, como Brasil, donde los ricos han visto que hay que tomar medidas serias contra la pobreza, para su beneficio económico y social. Ese descubrimiento y las acciones asociadas a él todavía no han sucedido en el territorio pakistaní.

¿Cuáles son, entonces, las implicaciones de estas brechas para el futuro del país? ¿Y qué hay de la fuerte influencia de la revolución del pueblo en Egipto?

Una diferencia fundamental entre Egipto y Pakistán es la historia, el primero ha sido un país durante miles de años y la diversa configuración sociocultural y política que tiene en la actualidad ha sido producto de una evolución en el tiempo. Los egipcios son conocidos por su intelectualismo, su defensa de los derechos árabes y el secularismo, en el periodo posterior a la ruptura del Imperio Otomano que siguió a la Segunda Guerra Mundial. El único común denominador real de los pakistaníes es el islam. Aunque la Constitución garantiza los derechos de todos los ciudadanos, no sólo de los musulmanes suníes, desafortunadamente este principio ha sido más veces violado que contemplado. Se han aprobado decretos parlamentarios para determinar quién es musulmán. La diversidad no es ni deseada ni socialmente tolerada. Hoy, si uno no es hombre, punjabí y musulmán suní, sufrirá discriminación de un modo u otro.

Aunque a los partidos religiosos de derechas, como el Mottahida Majlis e Amal (MMA), históricamente no les ha ido bien en las elecciones, éstos han tenido, no obstante, una considerable influencia en cómo las personas deben conducir sus vidas: lo que puede o no enseñarse en las escuelas públicas y lo que la gente puede llevar, comer o beber. Su violenta oposición a la música, el baile, el teatro, el arte y la reflexión intelectual han llevado a Pakistán al borde de convertirse en un desierto cultural.

Otra fisura fundamental que el futuro reserva a Pakistán es el grado de violencia en el país. Ésta es una amenaza muy real, a la que una significativa proporción de sus habitantes se enfrenta de forma diaria.

Durante los últimos cinco años, grupos militantes armados han emergido como centros rivales de poder respecto al del Estado. Sucesivos gobiernos han hecho demasiado poco, y demasiado tarde, para contrarrestar los efectos, que además se ceban en la pobreza y la ignorancia de las poblaciones en las que se despliegan, con el fin de ganar partidarios.

El papel de los medios de comunicación de Pakistán no ha servido de ayuda. Por el contrario, ha sido un elemento fundamental a la hora de provocar debates intolerantes, desinformados y parciales sobre estos asuntos clave. Han preferido usar sus energías para atacar al Gobierno más que para informar a los ciudadanos. El resultado es que el discurso racional es casi imposible.

No obstante, ¿cuál es la postura de la mayoría silenciosa? Está claro que mucha gente quiere, y necesita, un cambio. Sucesivos gobiernos (militares, democráticos) no han cumplido con las expectativas. Muchos expresan la opinión de que “una forma alternativa de gestión más islámica” debe de ser seguramente mejor, más pura y menos corrupta. Pocos, no obstante, son capaces de definir el aspecto que tendría esa alternativa islámica en términos reales, o de imaginar cómo podría llevarse a cabo en la vida diaria. Hasta ahora, la apatía colectiva, sumada a la identidad común de Estado musulmán, ha sido tal que es también difícil imaginar que un levantamiento popular como los que se han producido en Egipto o Túnez tuviera lugar en las calles de Pakistán.

Si eso sucediera, sin embargo, ¿presenciaríamos un colapso de las estructuras institucionales que desembocaría en la anarquía, el caos y la talibanización? ¿Intervendrá el Ejército para imponer una identidad y una forma socioeconómica de gobierno más restringida y más islámica para Pakistán, o para reinstaurar la democracia? Como en Egipto y Yemen, los militares tienen importantes intereses económicos que seguramente desearán proteger, sea cual sea la naturaleza del sistema político. Abordar las grietas que presenta el país será importante para su futuro, sin importar quien ejerza el poder.

 

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