En Ruanda, 18 años después del genocidio, impera el silencio y se impone la paz, pero el camino hacia una verdadera cohesión social acaba de empezar.

GIANLUIGI GUERCIA/AFP/Getty Images
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En materia de perdón, el tiempo es relativo. Dieciocho años pueden ser tiempo suficiente como no significar nada. Muchas veces, ante un horror como el vivido en el país de las mil colinas, las heridas no se cierran y el perdón nunca llega. Sin embargo, en la Ruanda de hoy, tutsis y hutus viven juntos en aparente harmonía. Parece que el eslogan “todos somos ruandeses”, mantra de los gobiernos post genocidio, ha calado socialmente. Pero el perdón es algo más íntimo. Menos palpable.Viven a pocos metros de distancia, víctima y verdugo. Ella tutsi; él hutu. Ella perdió a su marido durante el genocidio que en 1994 sufrió Ruanda. Él fue su asesino. Ahora Laurancia y Tancian son vecinos. De nuevo, como antes de las masacres. Y, aseguran, también amigos.

Laurancia es esbelta. No dice su edad pero aparenta unos cuarenta y largos años. Sencilla en sus maneras, viste una colorida túnica y esconde su cabello bajo un largo pañuelo atado a modo de turbante. Sentada en un pequeño banco en la pequeña aldea de Mbyo, codo con codo con Tancian, relata su historia.

Ya antes del genocidio vivían ambos en esta región, situada en la zona de Nyamata. Laurancia estaba casada. “Tacian era incluso el padrino de alguno de mis hijos y yo era madrina de los suyos. Era un buen vecino”, explica. Pero cuando se inició el genocidio, esto no importó. Tancian se dirigió a casa de sus vecinos y asesinó al padre de familia. “Mataba tutsis y me quedaba con sus bienes”. Así, fríamente, es como recuerda este hombre de mediana edad y mirada profunda, los cien días que duró la orgía de sangre en el pequeño país africano.

En la desnaturalización del otro tuvieron mucho que ver los medios de comunicación y, sobre todo, la Radio Television des Milles Collines. Infundió el miedo entre la mayoría hutu y señaló como única solución la eliminación del tutsi. Tancian explica que “si no matabas corrías el riesgo de morir acusado de colaborar” con los rebeldes tutsis. El odio se había trabajado durante meses. Más de 800.000 personas murieron a golpe de machete o de porra entre abril y junio de 1994.

Laurancia consiguió huir. “Pasé varias semanas escondida en el bosque. No podía volver a casa. Finalmente, logré salir del país y pasar a Burundi. Pero la vida allí también era dura y cuando acabó el genocidio regresé a Ruanda”, explica.

Las masacres en Ruanda terminaron con la derrota militar del Ejército y los grupos paramilitares hutus ante la guerrilla tutsi del Frente Patriótico Ruandés (FPR). Cuando los rebeldes se hicieron con el control de Kigali, los dirigentes del llamado poder hutu huyeron del país, escondidos entre dos millones de personas que escaparon a países vecinos ante el miedo a revanchas.

El Gobierno de unidad liderado por el FPR que se formó inmediatamente después del genocidio encontró un país devastado. Su prioridad en ese momento fue la reconstrucción y esto exigía, y así lo entendieron ya desde el comienzo, la reconciliación entre la población, de abrumadora mayoría hutu. Pero primero hacia falta crear las condiciones de “seguridad idóneas para todo el país”. “Para los supervivientes del genocidio, para los refugiados, incluso para los sospechosos; crear un nuevo Ejército nacional…”, explica Jean Baptiste Habyalimana, secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Unidad y Reconciliación.

La política de control y seguridad que dura hasta el día de hoy permitió que gente como Laurancia volviera a su región. Su hogar había sido destruido así que se instaló en casa de una familia que había huido a Congo. “Los primeros años estuvimos las víctimas solas. Los criminales habían sido arrestados y les habían mandado a la cárcel”. Centenares de miles de personas esperaban ser juzgadas, entre ellas Tancian.

“Calculamos que con el sistema de justicia occidental, tardaríamos cien años en juzgar a todos los detenidos”, explica el ministro de Justicia, Tharcisse Karugarama. “Pero además, la justicia universal es retributiva. Nosotros necesitábamos ir más allá de castigar a los culpables. Necesitábamos un sistema que además de imponer penas, reconciliara la nación y trajera cohesión social”. Así, el Gobierno recuperó las gacaca, tribunales populares centrados en la verdad y el perdón. Si uno reconocía sus crímenes y pedía perdón públicamente, se reducía su condena.

Tancian fue condenado a una pena de diez años de cautiverio, ocho de los cuales en prisión y los otros dos de servicio a la comunidad.

Reconciliación práctica

“Ahora vivimos como si fuéramos una sola persona. Si me pongo enferma, él me cuida: me lleva al hospital, me visita, me trae comida a casa… Vivimos juntos en armonía”, asegura Laurancia, mientras Tancian apoya sus palabras asintiendo con la cabeza. El secreto de este cambio recae en gran medida en la ONG Prison Fellowship. Esta organización vinculada a la Iglesia protestante se creó un año después del genocidio para dar apoyo psicológico a víctimas y verdugos en su proceso de reconciliación.

“Preparamos a los presos para pedir perdón, para el arrepentimiento y para asumir responsabilidades por lo que hicieron durante el genocidio”, explica el pastor Deo Gashagaza, uno de los fundadores y responsables de la ONG. Asimismo, en paralelo, preparan a las víctimas para el encuentro, el punto culminante del proceso.

“La primera vez que le vi, me sentí mal. Le recibí en mi casa y escuché lo que tenía que decirme pero no me sentía feliz. Me pidió perdón por sus crímenes pero lo ignoré. Mi memoria luchaba con los recuerdos de lo vivido y tenía miedo de que pudiera volverse a repetir”, explica Laurancia. También Tancian, que en 2005 había cumplido su condena, albergaba miedos. “La primera vez que nos sentamos frente a frente ex prisioneros y supervivientes, pensábamos que se vengarían”.

Ese mismo año, Prison Fellowship inició su programa comunidades de reconciliación práctica. Tal como explica Laurancia: “los pastores nos explicaron que los exprisioneros, igual que nosotros, habían perdido su casa, que habían sido destruidas. Así que nos ofrecieron construirnos casas en una nueva comunidad dónde viviríamos todos juntos”.

“Creamos las aldeas para la reconciliación porque cuando preguntábamos a la gente: ¿por qué participaste en el genocidio?, muchas veces nos respondían que era debido a la pobreza. Los líderes hutus les dijeron que si mataban a los tutsis se podrían quedar con sus casas y rebaños… Entendimos que, si bien debíamos seguir organizando diálogos comunitarios, necesitábamos animarles también a generar ingresos, a producir”, explica el pastor Gashagaza. Así, en estas aldeas víctimas y verdugos viven juntas y además llevan a cabo, como cooperativa, actividades económicas, sobre todo ganadería y agricultura.

De hecho, uno de los principales activos del país es la exportación de café y té. El auge de la demanda externa de estos productos y el empuje de industrias como la minería o la construcción permitieron a Ruanda crecer entorno al 8% entre 2004 y 2012. Ello se debe, en gran medida, a la aplicación de políticas de libre mercado que han situado al país en el puesto 52 del ránking Doing Business por su facilidad para hacer negocios (en 2007 estaba en el 158). En la mente del Gobierno está el programa Rwanda Vision 2020, que persigue transformar y diversificar la economía del país mediante privatizaciones que disminuyan el intervencionismo del Estado.

Educación y sanidad han sido otros pilares del avance del país estos últimos años, así como la estabilidad social conseguida gracias a la mano dura del Gobierno liderado por el antiguo guerrillero del FPR Paul Kagame. Aún así, algunos indicadores como el coeficiente Gini, que mide la desigualdad social, sitúan a Ruanda en mal lugar, concretamente en el puesto 136 del mundo. Pese a que la pobreza ha menguado, existen importantes desigualdades entre pobres y ricos y también entre las ciudades y el campo, dónde Prison Fellowship desarrolla sus actividades.

Un largo camino por recorrer

Tanto Laurancia como Tancian se incorporaron a la nueva comunidad. “Cada mañana me saludaba. Hasta que un día vino por segunda vez a mi casa. Le di la bienvenida, nos sentamos y conversamos. Le dije que no podía perdonarlo porque no era la única víctima de sus crímenes, le hablé de los demás supervivientes. Me dijo que también había hablado con ellos. Entonces me di cuenta de que su demanda de perdón era sincera”, recuerda ella. “Tardé dos meses en estar preparada para perdonarle”.

Laurancia se decidió y llamó a sus hijos. “Les expliqué qué él era el asesino de nuestros familiares pero también que estaba arrepentido y pedía ser perdonado. Les hice entender la necesidad de nuestro perdón”.

“El perdón es un viaje, un proceso”, asegura Gashagaza. “No podemos pedir a las víctimas que perdonen el primer día. Pero el acto de perdonar ayuda a la víctima tanto como al perpetrador, porque finalmente la víctima puede por fin mirar hacia delante”, añade el pastor, cuya organización ha creado ya otras cuatro aldeas de reconciliación práctica.

El caso de Laurancia y Tancian, si bien no es único, es bastante excepcional. Así lo reconoce el ministro de Justicia desde una perspectiva positiva: “Los ruandeses no están reconciliados al cien por cien, pero podemos decir que conviven en paz al cien por cien”.

Se trata de una paz con muchas heridas abiertas aún. El trauma de una población que tuvo familiares y conocidos que mataron y murieron, no es palpable para un extranjero, más allá de las heridas físicas visibles que aún pasean algunos ruandeses. Sin embargo, el genocidio y su recuerdo marcan todavía cada una de las acciones de la población. Las palabras y la manera de expresarlas tienen todavía importancia. Pueden ser incluso castigadas.

Paul Kagame, quién dirigiera el FPR durante la toma de Kigali en 1994, ostenta la presidencia de Ruanda desde 2000. Ya antes tuvo el poder en la sombra como vicepresidente y ministro de Defensa. La mano de hierro de los sucesivos Gobiernos tras el genocidio han marcado el presente del país, tanto en lo económico como en lo social.

Y es que pese a los éxitos de la reconciliación en Ruanda, el proceso de construcción de la memoria, la paz y la reconciliación ha sido vertical, de arriba abajo, impuesto desde un Ejecutivo que no acepta bien las críticas ni las voces discrepantes. “Actualmente hay leyes para garantizar los derechos, pero la realidad sobre el terreno es muy distinta. Encontramos periódicos que no son del todo libres, organizaciones de derechos humanos que no pueden expresarse con independencia. Y una ley de apología del genocidio que no está bien definida y puede dar pie a lecturas arbitrarias a favor de unos intereses políticos”, asegura uno de los responsables de la organización LIPRODHOR, una de las pocas en Ruanda que se dedica a la defensa de los derechos humanos.

Ahora en Ruanda, no hay hutus ni tutsis, al menos oficialmente. Sólo ruandeses. Así lo promulgó el Ejecutivo que subió al poder en 1994, tras eliminar del DNI la casilla destinada a la etnia, un invento de los colonos belgas. Antes de la colonización, el hecho de pertenecer a un grupo u otro iba más ligado a la clase social que no a unos rasgos físicos o culturales y había movilidad entre unos y otros. De esta manera, dieron inicio a un conflicto que culminó en el genocidio.

Casos como el de Laurancia y Tancian demuestran que la reconciliación es posible. Y la convivencia es obligada. Pero el perdón, otorgado por el Gobierno y en este caso también por Laurancia, a menudo no es compartido por otras víctimas. De momento, en Ruanda, impera el silencio y se impone la paz. Pero el camino hacia una verdadera cohesión social, 18 años después del genocidio, acaba de empezar.

 

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